Me dirigí a clase de Lengua aún en las nubes, tal era así que al
entrar ni siquiera me di cuenta de que la clase había comenzado.
–Gracias por venir, señorita Swan –saludó despectivamente el
señor Mason.
Me sonrojé de vergüenza y me dirigí rápidamente a mi asiento.
No me di cuenta de que en el pupitre contiguo de siempre se
sentaba Mike hasta el final de la clase. Sentí una punzada de culpabilidad,
pero tanto él como Eric se reunieron conmigo en la puerta como de costumbre,
por lo que supuse que me habían perdonado del todo. Mike parecía volver a ser
el mismo mientras caminábamos, hablaba con entusiasmo sobre el informe del
tiempo para el fin de semana. La lluvia exigía hacer una acampada más corta,
pero aquel viaje a la playa parecía posible. Simulé interés para maquillar el
rechazo de ayer. Resultaría difícil; fuera como fuera, con suerte, sólo se
suavizaría a los cuarenta y muchos años. Pasé el resto de la mañana pensando en
las musarañas. Resultaba difícil creer que las palabras de Edythe y la forma en
que me miraba no fueran fruto de mi imaginación. Tal vez solo fuese un sueño
muy convincente que confundía con la realidad. Eso parecía más probable que el
que yo le atrajera de veras a cualquier nivel.
Por eso estaba tan impaciente y asustada al entrar en la
cafetería con Jessica. Le quería ver el rostro para verificar si volvía a ser
la persona indiferente y fría que había conocido durante las últimas semanas o,
si por algún milagro, de verdad había oído lo que creía haber oído esa mañana.
Jessica cotorreaba sin cesar sobre sus planes para el baile –Lauren y Ángela ya
se lo habían pedido a los otros chicos e iban a acudir todos juntos–,
completamente indiferente a mi desinterés.
Un flujo de desencanto recorrió mi ser cuando de forma infalible
miré a la mesa de los Cullen. Los otros cuatro hermanos estaba ahí, pero ella
se hallaba ausente. ¿Se había ido a casa? Abatida, me puse a la cola detrás de
la parlanchina de Jessica. Había perdido el apetito y sólo compré un botellín
de limonada. Únicamente quería sentarme y enfurruñarme.
–Edythe Cullen te vuelve a mirar –dijo Jessica; interrumpió mi
distracción al pronunciar su nombre–. Me pregunto por qué se sienta sola hoy.
Volví bruscamente la cabeza y seguí la dirección de su mirada
para ver a Edythe en una mesa vacía en el extremo opuesto de la cafetería al
que solía sentarse. Sus hoyuelos aparecieron en cuanto se dio cuenta de que
había atraído mi atención. Alzó la mano y movió el dedo índice para indicarme
que la acompañara. Me guiñó el ojo cuando la miré incrédula.
– ¿Se refiere a ti? –preguntó Jessica con un tono insultante en
la voz.
–Puede que necesite ayuda con los deberes de Biología –musité
para contentarla–. Eh, será mejor que vaya a ver qué quiere.
Pude sentir cómo me miraba al alejarme.
Insegura, me quedé de pie detrás de la silla que había enfrente
de Edythe al llegar a su mesa.
– ¿Por qué no te sientas hoy conmigo? –me sugirió con una
sonrisa.
Lo hice de inmediato, contemplándola con precaución. Resultaba
difícil concebir que existiera alguien tan hermoso. Temía que desapareciera en medio de una
repentina nube de humo y que yo me despertara. Ella debía de esperar que yo
comentara algo y por fin conseguí decir:
–Esto es diferente.
–Bueno –hizo una pausa y el resto de las palabras salieron de
forma precipitada–. Decidí que, ya puesta a ir al infierno, lo podía hacer del
todo.
Seguí esperando, pensando que se explicaría. Transcurrieron los
segundos y después indiqué:
–Sabes que no tengo ni idea de a qué te refieres.
–Cierto –volvió a sonreír y cambió de tema–. Creo que tus amigos
se han enojado conmigo por haberte raptado.
–Sobrevivirán.
Sentía los ojos de todos ellos clavados en mi espalda.
–Aunque es posible que no quiera liberarte –dijo con un brillo
pícaro en sus ojos. Tragué saliva y se rió–. Pareces preocupada.
–No –respondí, pero mi voz se quebró de forma ridícula–. Más
bien sorprendida. ¿A qué se debe este cambio?
–Ya te lo dije. Me he hartado de permanecer lejos de ti, por lo
que me he rendido.
Seguía sonriendo, pero sus ojos de color ocre estaban serios.
– ¿Rendido? –repetí confusa.
–Sí, he dejado de intentar ser buena. Ahora voy a hacer lo que
quiero, y que sea lo que tenga que ser.
Su sonrisa se desvaneció mientras se explicaba y el tono de su
voz se endureció.
–Me he vuelto a perder.
Aquello pareció hacerle gracia.
–Siempre digo demasiado cuando hablo contigo, ése es uno de los
problemas.
–No te preocupes… No me entero de nada –le repliqué secamente.
–Cuento con ello.
Nos quedamos mirando mutuamente durante unos segundos, pero esta
vez el silencio no era incómodo. Parecía más bien… electrizado. Mi rostro
empezó a encenderse de nuevo.
–Ya. En cristiano, ¿somos amigas ahora?
–Amigas… –murmuró. Parecía que no era su palabra favorita,
precisamente.
–O no –musité.
Esbozó una amplia sonrisa.
–Bueno, supongo que podemos intentarlo, pero ahora te prevengo
que no voy a ser una buena amiga para ti.
Su sonrisa ahora parecía frágil, y la advertencia, sincera.
–Lo repites un montón –recalqué al tiempo que intentaba ignorar
el repentino temblor de mi vientre y mantenía serena la voz.
–Sí, porque no me escuchas. Sigo a la espera de que me creas. Si
eres lista, me evitarás.
Entrecerré los ojos y ella sonrió disculpándose.
–En ese caso –me esforcé por resumir aquel confuso intercambio
de frases–, hasta que yo sea lista… ¿Vamos a intentar ser amigas?
–Eso parece casi exacto.
Busque con la mirada mis manos en torno a la botella de
limonada, sin saber qué hacer.
– ¿Qué piensas? –preguntó con curiosidad.
Alcé la vista a esos curiosos ojos dorados que me turbaban los
sentidos y, como de costumbre, respondí la verdad:
–Intentaba averiguar qué eres.
Su sonrisa se crispó, como si acabara de apretar los dientes,
pero consiguió mantenerla en su sitio.
– ¿Y has tenido fortuna en tus pesquisas? –su voz parecía
neutral, como si realmente no le importara mi respuesta.
–No demasiada –admití.
Sus hoyuelos hicieron acto de presencia.
– ¿Qué teorías barajas?
Me sonrojé. Durante el último mes había estado vacilando entre
Batman y Spiderman. No había forma de admitir aquello.
– ¿No me lo quieres decir? –preguntó, ladeando la cabeza con una
sonrisa sugerente.
Negué con la cabeza.
–Resulta demasiado embarazoso.
–Eso es realmente frustrante, ya lo sabes –se quejó.
–No –disentí rápidamente con una dura mirada–. No concibo por
qué ha de resultar frustrante, en absoluto, solo porque alguien rehusé revelar
sus pensamientos, sobre todo después de haber efectuado unos cuantos
comentarios crípticos, especialmente ideados para mantenerme en vela toda la
noche, pensando en su posible significado… Bueno, ¿por qué iba a resultar
frustrante?
Hizo una mueca.
–O mejor –continué, ahora el enfado acumulado fluía libremente–,
digamos que una persona realiza un montón de cosas raras, como salvarte la vida
bajo circunstancias imposibles un día y al día siguiente tratarte como si
fueras una paria, y jamás te explica ninguna de las dos, incluso después de
haberlo prometido. Eso tampoco debería resultar demasiado frustrante.
–Tienes un poquito de genio, ¿verdad?
–No me gusta aplicar un doble rasero.
Frunció los labios, miró por encima de mi hombro izquierdo y
soltó una carcajada.
– ¿Qué?
–Tu novio parece creer que estoy siendo desagradable contigo. Se
debate entre venir o no a interrumpir nuestra discusión.
Volvió a reírse.
–No sé de quién me hablas –dije con frialdad –pero, de todos
modos, estoy segura de que te equivocas.
–Yo, no. Te lo dije, me resulta fácil saber qué piensan la
mayoría de las personas.
–Excepto yo, por supuesto.
–Sí, excepto tú –sus ojos se dirigieron de nuevo a mí y su
mirada se volvió más intensa–. Me pregunto por qué será.
La intensidad de su mirada era tal que tuve que apartar la
vista. Me concentré en abrir el tapón de mi botellín de limonada. Lo
desenrosqué sin mirar, con los ojos fijos en la mesa.
– ¿No tienes hambre? –preguntó distraída.
–No –no me apetecía mencionar que mi estómago ya estaba lleno
de… mariposas. Miré el espacio vacío de la mesa delante de ella–. ¿Y tú?
–No. No estoy hambrienta.
No comprendí su expresión, parecía disfrutar de algún chiste
privado.
– ¿Me puedes hacer un favor? –le pedí después de un segundo de
vacilación.
De repente, se puso seria.
–Eso depende de lo que quieras.
–No es mucho –le aseguré. Ella esperó con cautela y curiosidad.
–Solo me preguntaba si podrías ponerme sobre aviso la próxima
vez que decidas ignorarme por mi propio bien. Únicamente para estar preparada.
Mantuve la vista fija en el botellín de limonada mientras
hablaba, recorriendo el círculo de la boca con mi sonrosado dedo.
–Me parece justo.
Apretaba los labios para no reírse cuando alcé los ojos.
–Gracias.
–En ese caso, ¿puedo pedir una respuesta a cambio? –pidió.
–Una.
–Cuéntame una teoría.
¡Ahí va!
–Esa, no.
–No hiciste distinción alguna, sólo prometiste una respuesta –me
recordó.
–Claro, y tú no has roto ninguna promesa –le recordé a mi vez.
–Solo una teoría… No me reiré.
–Si lo harás.
Estaba segura de ello. Bajó la vista y luego me miró con
aquellos ardientes ojos dorados a través de sus largas pestañas negras.
–Por favor –respiró al tiempo que se inclinaba hacia mí.
Parpadeé con la mente en blanco. ¡Cielo santo! ¿Cómo lo
conseguía?
–Eh… ¿Qué? –pregunté deslumbrada.
–Cuéntame sólo una de tus pequeñas teorías, por favor.
Su mirada aún me abrasaba. ¿También era una hipnotizadora? ¿O
era yo una incauta irremediable?
–Pues… Eh… ¿Te mordió una araña radiactiva?
Puso los ojos en blanco.
–Eso no es muy imaginativo.
–Lo siento, es todo lo que tengo –contesté, ofendida.
–Ni siquiera te has acercado –dijo con fastidio.
– ¿Nada de arañas?
–No.
– ¿Ni un poco de radiactividad?
–Nada.
–Maldición –suspiré.
–Tampoco me afecta la kryptonita –se rió entre dientes.
–Se suponía que no te ibas a reír, ¿te acuerdas?
Apretó los labios, pero sus hombros se agitaron al tratar de
contener la risa.
–Con el tiempo lo voy a averiguar –le advertí.
Su buen humor desapareció como si hubieran accionado un
interruptor.
–Desearía que no lo intentaras.
– ¿Por…?
– ¿Qué pasaría si no fuera un superheroína? ¿Y si fuera la chica
mala? –sonrió jovialmente, pero sus ojos eran impenetrables.
–Oh, ya veo –dije. Algunas de las cosas que había dicho
encajaron de repente.
– ¿Sí?
De pronto, su rostro se había vuelto adusto, como si temiera
haber revelado demasiado sin querer.
– ¿Eres peligrosa?
Era una suposición, pero el pulso se me aceleró cuando, de forma
instintiva, comprendí la verdad de mis propias palabras. Lo era. Me lo había
intentado decir todo el tiempo. Se limitó a mirarme, con los ojos rebosantes de
alguna emoción que no lograba comprender.
–Pero no mala –susurré al tiempo que movía la cabeza–. No, no
creo que seas mala.
–Te equivocas.
Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me arrebataba
el tapón de la botella y lo hacía girar entre los dedos. La contemplé fijamente
mientras me preguntaba por qué no me asustaba. Hablaba en serio, eso era
evidente. Quería que sintiera miedo de ella. Pero solo me sentía ansiosa, con
los nervios a flor de piel… y, por encima de todo lo demás, fascinada, como de
costumbre siempre que me encontraba cerca de ella.
Su voz apenas era audible. Bajó la vista al tiempo que me
arrebataba el tapón de la botella y lo hacía girar entre sus dedos. La
contemplé fijamente mientras me preguntaba por qué no me asustaba. Hablaba en
serio, eso era evidente, pero solo me sentía ansiosa, con los nervios a flor de
piel… y, por encima de todo lo demás, fascinada, como de costumbre siempre que
me encontraba cerca de ella.
El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería
estaba casi vacía. Me puse en pie de un salto.
–Vamos a llegar tarde.
–Hoy no voy a ir a clase –dijo mientras daba vueltas al tapón
tan deprisa que apenas podía verse.
– ¿Por qué no?
–Es saludable hacer novillos de vez en cuando –dijo mientras me
sonreía, pero en sus ojos relucía la preocupación.
–Bueno, yo si voy.
Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran.
Concentró su atención en el tapón.
–En ese caso, te veré luego.
Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el
primer toque de timbre después de confirmar con una última mirada que ella no
se había movido ni un centímetro.
Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me
daba vueltas a mayor velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a
pocas preguntas en comparación con las muchas que había suscitado. Al menos,
había dejado de llover.
Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase
cuando llegué. Me instalé rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto
Mike como Ángela no dejaban de mirarme. Mike parecía resentido y Ángela
sorprendida, y un poco intimidada.
Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los
alumnos. Hacía equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las
soltó encima de la mesa de Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la
clase.
–De acuerdo, chicos, quiero que todos tomen un objeto de las
cajas.
El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas
se me antojó de mal augurio.
–El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo
sanguíneo –continuó mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas
marcadas y la exhibía–. En segundo lugar, tenemos un aplicador de cuatro puntas
–sostuvo algo similar a un peine sin dientes–. El tercer objeto es una micro
lanceta esterilizada –alzó una minúscula pieza de plástico azul y la abrió. La
aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se me revolvió el
estómago.
–Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar sus
tarjetas, de modo que, por favor, no empiecen hasta que pase yo… –comenzó de
nuevo por la mesa de Mike, depositando con esmero una gota de agua en cada una
de las cuatro esquinas–. Luego, con cuidado, quiero que se pinchen un dedo con la
lanceta.
Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la
punta de la lanceta. Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.
–Depositan una gotita de sangre en cada una de las puntas –hizo
una demostración. Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de
forma convulsiva, el estómago se revolvió aún más–. Entonces la aplican a la
tarjeta del test –concluyó.
Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros
para que viéramos. Cerré los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis
oídos.
–El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port
Ángeles para recoger donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos
ustedes deberían conocer su grupo sanguíneo –parecía orgulloso de sí mismo–.
Los menores de dieciocho años van a necesitar un permiso de sus padres… Hay
hojas de autorización encima de mi mesa.
Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla
contra la fría y oscura superficie de la mesa, intentando mantenerme
consciente. Todo lo que oía a mí alrededor eran chillidos, quejas y risitas
cuando se ensartaban los dedos con la lanceta. Inspiré y expiré de forma
acompasada por la boca.
–Bella, ¿te encuentras bien? –preguntó el señor Banner. Su voz
sonaba muy cerca de mi cabeza. Parecía alarmado.
–Ya sé cuál es mi grupo sanguíneo, señor Banner –dije con voz
débil, no me atrevía a levantar la cabeza.
– ¿Te sientes débil?
–Sí, señor –murmuré mientras en mi fuero interno me daba de
bofetadas por no haber hecho novillos cuando tuve la ocasión.
–Por favor, ¿alguien puede llevar a Bella a la enfermería? –pidió
en voz alta.
No tuve que alzar la vista para saber que Mike se ofrecería
voluntario.
– ¿Puedes caminar? –preguntó el señor Banner.
–Sí –susurré. Limítate a
sacarme de aquí, pensé. Me arrastraré.
Mike parecía ansioso cuando me rodeó la cintura con el brazo y
puso mi brazo sobre su hombro. Me apoyé pesadamente sobre él mientras salía de
clase.
Muy despacio, crucé el campus a remolque de Mike. Cuando
doblamos la esquina de la cafetería y estuvimos fuera del campo de visión del
edificio cuatro –en el caso de que el profesor Banner estuviera mirando–, me
detuve.
– ¿Me dejas sentarme un minuto, por favor? –supliqué.
Me ayudó a sentarme al borde del paseo.
–Y, hagas lo que hagas, ocúpate de tus asuntos –le avisé.
Aún seguía muy confusa. Me tumbé sobre un costado, puse la
mejilla sobre el cemento húmedo y gélido de la acera y cerré los ojos. Eso
pareció ayudar un poco.
–Vaya, te has vuelto verde –comentó Mike, bastante nervioso.
– ¿Bella? –me llamó otra voz a lo lejos.
¡No! Por favor, que esa voz tan terriblemente familiar sea sólo
una imaginación.
– ¿Qué le sucede? ¿Está herida?
Ahora la voz sonó más cerca, y parecía preocupada. No me lo
estaba imaginando. Apreté los parpados con fuerza, me quería morir o, como
mínimo, no vomitar.
Mike parecía tenso.
–Creo que se ha desmayado. No sé qué ha pasado, no ha movido un
dedo.
–Bella –la voz de Edythe sonó a mi lado. Ahora parecía aliviada–.
¿Me oyes?
–No –gemí–. Vete.
Se rió por lo bajo.
–La llevaba a la enfermería –explicó Mike a la defensiva–, pero
no quiso avanzar más.
–Yo me encargo de ella –dijo Edythe. Intuí su sonrisa en el tono
de su voz–. Puedes volver a clase.
–No –protestó Mike–. Se supone que he de hacerlo yo.
Y, de pronto, había un brazo fuerte y delgado debajo de los
míos, y yo estaba de pie sin ni siquiera darme cuenta de cómo había llegado
allí. El robusto brazo, frío como la acera, me sostuvo con fuerza contra su
cuerpo esbelto como si fuera una muleta. Se me abrieron los ojos a causa de la
sorpresa. Empezó a avanzar, y mis pies se arrastraron en un intento por
seguirle el paso. Esperaba caerme pero, no sé cómo, ella consiguió mantenerme
erguida. Apenas se tambaleó cuando todo el peso de mi cuerpo nos empujó hacia
adelante.
–Suéltame, estoy bien.
Por favor, por favor, que
no le vomite encima.
– ¡Eh! –gritó Mike, que ya se hallaba a diez pasos detrás de
nosotros.
Edythe lo ignoró.
–Tienes un aspecto espantoso –me dijo al tiempo que esbozaba una
amplia sonrisa.
– ¡Déjame otra vez en la acera! –protesté.
Edythe nos hizo avanzar rápidamente mientras yo intentaba que
mis pies descifraran el ritmo adecuado para alcanzar su velocidad. Hubo un par
de veces en que habría jurado que mis pies se despegaban un poco del suelo,
pero la verdad es que no lo sentía mucho, así que tampoco estaba segura.
– ¿De modo que te desmayas al ver sangre? –preguntó. Aquello
parecía divertirle.
No le contesté. Cerré los ojos, y luché contra las náuseas con
los labios apretados. Lo más importante era no vomitarle encima. Podría
sobrevivir a todo lo demás
–Y ni siquiera era la visión de tu propia sangre –rió, y su risa
fue como el tintineo de una campana.
No sé cómo abrió la puerta mientras me llevaba en brazos, pero
de repente hacía calor, por lo que supe que habíamos entrado.
–Oh, dios mío –dijo de forma entrecortada la voz de un hombre.
–Se desmayó en Biología –explicó Edythe.
Abrí los ojos. Estaba en la oficina. Edythe me llevaba dando
zancadas delante del mostrador frontal en dirección a la puerta de la
enfermería. El señor Cope, el recepcionista con calvicie, corrió delante de
ella para mantener la puerta abierta. La atónita enfermera, una dulce abuelita.
Levantó los ojos de la novela que leía mientras Edythe me arrastraba dentro de
la habitación y me depositaba con suavidad encima del crujiente papel que
cubría el colchón de vinilo marrón del único catre. Luego se colocó contra la
pared, tan lejos como lo permitía la angosta habitación, con los ojos
brillantes, extasiados.
–Ha sufrido un leve desmayo –tranquilizó a la sobresaltada
enfermera–. En Biología están haciendo la prueba del Rh.
La enfermera asintió sabiamente.
–Siempre le ocurre a alguien.
Edythe se rió con disimulo.
–Quédate tendida un minutito, cielo. Se pasará.
–Lo sé –dije con un suspiro. Las náuseas ya empezaban a remitir.
– ¿Te sucede muy a menudo? –preguntó ella.
–A veces –admití. Edythe tosió para ocultar otra carcajada.
–Puedes regresar a clases –le dijo la enfermera.
–Se supone que me tengo que quedar con ella –le contestó con
aquel tono suyo tan autoritario que la enfermera, aunque frunció los labios, no
discutió más.
–Voy a traerte un poco de hielo para la frente, cariño –me dijo,
y luego salió bulliciosamente de la habitación.
–Tenías razón –me quejé, dejando que mis ojos se cerraran.
–Suelo tenerla, ¿sobre qué tema en particular en esta ocasión?
–Hacer novillos es saludable.
Respiré de forma acompasada.
–Ahí fuera hubo un momento en que me asustaste –admitió después
de haber una pausa. La coz sonaba como si confesara una humillante debilidad–.
Creí que Newton arrastraba tu cadáver para enterrarlo en los bosques.
–Ja, ja.
Continué con los ojos cerrados, pero cada vez me encontraba más
entonada.
–Lo cierto es que he visto cadáveres con mejor aspecto. Me
preocupaba que tuviera que vengar tu asesinato.
–Pobre Mike. Apuesto a que se ha enfadado.
–Me aborrece por completo –dijo Edythe jovialmente–. Piensa que
soy un fenómeno por lo que ellos asumen que son mis inclinaciones sexuales.
–No puedes saber eso –disentí, pero de repente me pregunté si a
lo mejor sí que podía.
–Tienes que ver cómo me mira todos los días. Es evidente.
– ¿Cómo es que me viste? Creí que te habías ido.
Ya me encontraba prácticamente recuperada. Las náuseas se
hubieran pasado con mayor rapidez de
haber comido algo durante el almuerzo, aunque, por otra parte, tal vez era
afortunada por haber tenido el estómago vacío.
–Estaba en mi coche escuchando un CD.
Aquella respuesta tan sencilla me sorprendió. Oí la puerta y
abrí los ojos para ver a la enfermera con una compresa fría en la mano.
–Aquí tienes, cariño –la colocó sobre mi frente y añadió–:
Tienes mejor aspecto.
–Creo que ya estoy bien –dije mientras me incorporaba
lentamente.
Me pitaban un poco los oídos, pero no tenía mareos. Las paredes
de color menta no daban vueltas.
Pude ver que me iban a obligar a acostarme de nuevo, pero en ese
preciso momento la puerta se abrió y el señor Cope se golpeó la cabeza contra
la misma.
–Ahí viene otro –avisó.
Me bajé de un salto para dejar libre el camastro para el
siguiente inválido. Devolví la compresa a la enfermera.
–Tome, ya no la necesito.
Entonces, Mike cruzó la puerta tambaleándose. Ahora sostenía a
Lee Stephens, otro chico de nuestra clase de Biología, que tenía el rostro
amarillento. Edythe y yo retrocedimos hacia la pared para hacerles sitio.
–Oh, no –murmuró Edythe–. Vámonos fuera de aquí, Bella.
Aturdida le busqué con la mirada.
–Confía en mí… Vamos.
Di media vuelta y me aferré a la
puerta antes de que se cerrara para salir disparada de la enfermería.
Sentí que Edythe me seguía.
–Por una vez me has hecho caso.
Estaba sorprendida.
–Olí la sangre –le dije, arrugando mi nariz–. Lee no se ha
puesto mal por ver la sangre de otros, como yo.
–La gente no puede oler la sangre –me contradijo.
–Bueno, yo sí. Eso es lo que me pone mal. Huele a óxido… y a
sal.
Se me quedó mirando con una expresión insoldable.
– ¿Qué? –le pregunté.
–No es nada.
Entonces, Mike cruzó la puerta, sus ojos iban de Edythe a mí. La
mirada que le dedicó a Edythe me confirmó lo que ésta me había dicho, que Mike
la juzgaba; la aborrecía. Volvió a mirarme con gesto malhumorado.
–Tienes mejor aspecto –me acusó.
–Ocúpate de tus asuntos –volví a avisarle.
–Ya no sangra nadie más –murmuró–. ¿Vas a volver a clase?
– ¿Bromeas? Tendría que dar media vuelta y volver aquí.
–Sí, supongo que sí. ¿Vas a venir este fin de semana a la playa?
Mientras hablaba, lanzó otra mirada fugaz hacia Edythe, que se
apoyaba con gesto ausente contra el desordenado mostrador, inmóvil como una
estatua. Intenté que pareciera lo más amigable posible:
–Claro. Te dije que iría.
–Nos reuniremos en la tienda de mi padre a las diez.
Su mirada se posó en Edythe otra vez, preguntándose si no
estaría dando demasiada información. Su lenguaje corporal evidenciaba que no
era una invitación abierta.
–Allí estaré –prometí.
–Entonces, te veré en clase de gimnasia –dijo, dirigiéndose con inseguridad
hacia la puerta.
–Hasta la vista –repliqué.
Me miró una vez más con la contrariedad escrita en su rostro
redondeado y se encorvó mientras cruzaba lentamente la puerta. Me invadió una
oleada de compasión. Sopesé el hecho de ver su rostro desencantado otra vez en
clase de Educación física.
–Gimnasia –gemí.
–Puedo hacerme cargo de eso –no me había percatado de que Edythe
se había acercado, pero me habló al oído–. Ve a sentarte e intenta parecer
paliducha –murmuró.
Esto no suponía un gran cambió. Siempre estaba pálida, y mi
reciente desmayo había dejado una ligera capa de sudor sobre mi rostro. Me
senté en una de las crujientes sillas plegables acolchadas y descansé la cabeza
contra la pared con los ojos cerrados. Los desmayos siempre me dejaban agotada.
Oí a Edythe hablar con voz suave en el mostrador.
– ¿Señor Cope?
– ¿Si?
No lo había oído regresar a su mesa.
–Bella tiene gimnasia la próxima hora y creo que no se encuentra
del todo bien. ¿Cree que podría dispensarla de asistir a clase? –su voz era
como miel derretida. Pude imaginar lo convincentes que estaban siendo sus ojos.
–Edythe –dijo el señor Cope con voz quebrada–, ¿necesitas
también que te dispense a ti?
¿Por qué yo no tenía ese efecto en la gente?
–No. Tengo clase con la señora Goff. A ella no le importará.
–De acuerdo, no te preocupes de nada. Que te mejores, Bella –me
deseó en voz alta. Asentí débilmente con la cabeza, sobreactuando un poquito.
– ¿Puedes caminar o quieres que te ayude otra vez?
De espaldas al recepcionista, su expresión se tornó sarcástica.
–Caminaré.
Me levanté con cuidado, seguía sintiéndome bien. Mantuvo la
puerta abierta para mí, con la amabilidad en los labios y la burla en los ojos.
Salí hacia la fría llovizna que empezaba a caer. Agradecí que se llevara el
sudor pegajoso de mi rostro. Era la primera vez que disfrutaba tanto de la
perenne humedad que emanaba del cielo.
–Gracias –le dije cuando me siguió–. Merecía la pena seguir
enferma para perderse la clase de gimnasia.
–Cuando gustes.
Me miró directamente, con los ojos entornados bajo la lluvia.
–De modo que vas a ir… Este sábado, quiero decir.
Esperaba que ella viniera, aunque parecía improbable. No me la
imaginaba poniéndose de acuerdo con el resto de las chicas del instituto para
ir en coche a algún sitio. No pertenecía al mismo mundo, pero la sola esperanza
de que pudiera suceder me dio la primera punzada de entusiasmo que había
sentido por ir a la excursión.
– ¿Adónde van a ir exactamente? –seguía mirando al frente,
inexpresiva.
–A La Push, al puerto.
Estudié su rostro, intentando leer el mismo. Sus ojos parecieron
entrecerrarse un poco más. Me lanzó una mirada con el rabillo del ojo y sonrió
secamente.
–En verdad, no creo que me hayan invitado.
Suspiré.
–Acabo de invitarte.
–No avasallemos más entre las dos al pobre Mike esta semana, no
sea que se vaya a romper.
Sus ojos centellaron. Disfrutaba de la idea más de lo normal.
–El blandengue de Mike… –murmuré, preocupada por la forma en que
había dicho «entre las dos». Me gustaba más de lo conveniente.
Ahora estábamos cerca del aparcamiento. Me desvié a la
izquierda, hacia el monovolumen. Algo me agarró de la cazadora y me hizo
retroceder.
– ¿A dónde te crees que vas? –preguntó ofendida.
Edythe me aferraba de la misma con una sola mano. Estaba
perpleja.
–Me voy a casa.
– ¿A caso no me has oído decir que te iba a dejar a salvo en
casa? ¿Crees que te voy a permitir que conduzcas en tu estado?
– ¿En qué estado? ¿Y qué va a pasar con mi coche? –me quejé.
–Se lo tendré que dejar a Alice después de la escuela.
Me distrajo aquel recordatorio casual de que tenía hermanos:
hermanos extraños, hermosos y pálidos.
– ¿Vas a armar un numerito? –me preguntó al ver que no
contestaba.
– ¿Tiene algún sentido que me resista? –respondí resignada.
Intenté descifrar las distintas capas de su sonrisa, pero no
conseguí llegar muy lejos.
–Ver que aprendes tan rápido derrite mi frío corazón. Por aquí.
Liberó mi chaqueta de su puño y dio media vuelta. Comencé a
calcular las oportunidades que tenía de alcanzar el monovolumen antes de que
ella e atrapara, y tenía que admitir que no eran demasiadas.
–Te arrastraría de vuelta aquí –me amenazó, adivinando mi plan
en cuanto se volteó a ver si la seguía.
Tuve que resignarme. Intenté mantener toda la dignidad que me
fue posible al entrar al Volvo. No tuve mucho éxito. Parecía un gato, empapado
por la lluvia y las botas crujían continuamente.
–Esto es totalmente innecesario –dije secamente.
No me respondió. Manipuló los mandos, subió la calefacción y
bajó la música. Cuando salió del aparcamiento, me preparaba para castigarla con
mi silencio –poniendo un mohín de total enfado–, pero entonces reconocí la
música que sonaba y la curiosidad prevaleció sobre la intención.
– ¿Claro de luna? –pregunté sorprendida.
– ¿Conoces a Debussy? –ella también parecía estar sorprendida.
–No mucho –admití–. Mi madre pone mucha música clásica en casa,
pero sólo conozco a mis favoritos.
–También es uno de mis favoritos.
Siguió mirando al frente, a través de la lluvia, sumida en sus
pensamientos.
Escuché la música mientras me relajaba contra la suave tapicería
de cuero gris. Era imposible no reaccionar ante la conocida y relajante melodía.
La lluvia emborronaba todo el paisaje más allá de la ventanilla hasta
convertirlo en una mancha de tonalidades grises y verdes. Comencé a darme
cuenta de lo rápido que íbamos, pero, no obstante, el coche se movía con tal
firmeza y estabilidad que no notaba la velocidad, salvo por lo deprisa que
dejábamos atrás el pueblo.
– ¿Cómo es tu madre? –me preguntó de repente.
La miré de refilón, con curiosidad.
–Se parece mucho a mí, pero es más guapa –respondí. Alzó las
cejas–; he heredado muchos rasgos de Charlie. Es más sociable y atrevida que
yo. También es irresponsable y un poco excéntrica, y una cocinera impredecible.
Es mi mejor amiga –me callé, hablar de ella me había deprimido.
–Bella, ¿cuántos años tienes?
Por alguna razón que no conseguía comprender, la voz de Edythe
contenía un tono de frustración. Detuvo el coche y entonces comprendí que
habíamos llegado ya a la casa de Charlie. Llovía con tanta fuerza que apenas
conseguía ver la vivienda. Parecía que el coche estuviera en el lecho de un río.
–Diecisiete –respondí un poco confusa.
–No los aparentas –dijo con un tono de reproche que me hizo
reír.
– ¿Qué pasa? –inquirió, curiosa de nuevo.
–Mi madre siempre dice que nací con treinta y cinco años y que
cada año me vuelvo más madura –me reí y luego suspiré–. En fin, una de las dos
debía ser adulta –me callé durante un segundo–. Tampoco tú te pareces mucho a
una adolecente de instituto.
Torció el gesto y cambió de tema.
–En ese caso, ¿por qué se casó tu madre tu Phil?
Me sorprendió que recordara el nombre. Solo lo había mencionado
una vez hacia dos meses. Necesité unos momentos para responder.
–Mi madre tiene… un espíritu muy joven para su edad. Creo que
Phil hace que se sienta aún más joven. En cualquier caso, ella está loca por él
–sacudí la cabeza. Aquella atracción suponía un misterio para mí.
– ¿Lo apruebas?
– ¿Importa? –le repliqué–. Quiero que sea feliz, y Phil es lo
que ella quiere.
–Eso es muy generoso por tu parte… Me pregunto… –murmuró,
reflexiva.
– ¿El qué?
– ¿Tendría ella esa misma cortesía contigo, sin importarle tu
elección?
De repente, prestaba una gran atención. Nuestras miradas se
encontraron.
–E-eso c-creo –tartamudeé–, pero, después de todo, ella es la
madre. Es un poquito diferente.
–Entonces, nada que asuste demasiado –se burló.
Le respondí con una gran sonrisa.
– ¿A qué te refieres con que asuste demasiado? ¿Alguien con
múltiples piercings en el rostro y grandes tatuajes?
–Supongo que es una posible descripción.
– ¿Cuál es la tuya?
Pero ignoró mi pregunta y respondió con otra.
– ¿Crees que puedo asustar?
Enarcó una ceja, el tenue rastro de una sonrisa iluminó su
rostro.
–Eh… Creo que puedes hacerlo si te lo propones.
– ¿Te doy miedo ahora?
La sonrisa desapareció del rostro de Edythe y se puso
repentinamente seria, pero yo respondí rápidamente:
–No.
La sonrisa reapareció, y con ella los hoyuelos.
–Bueno, ¿vas a contarme algo de tu familia? –pregunté para
distraerle–. Debe de ser una historia mucho más interesante que la mía.
Se puso en guardia de inmediato.
– ¿Qué es lo que quieres saber?
– ¿Te adoptaron los Cullen? –pregunté para comprobar el hecho.
–Sí.
Vacilé unos momentos.
– ¿Qué les ocurrió a tus padres?
–Murieron hace muchos años –contestó con toda naturalidad.
–Lo siento –murmuré.
–En realidad, los recuerdo de forma confusa. Carlisle y Esme
llevan siendo mis padres desde hace mucho tiempo.
–Y tú los quieres –no era una pregunta. Resultaba obvio por el
modo en que hablaba de ellos.
–Sí –sonrió–. No puedo concebir a dos personas mejores que
ellos.
–Eres muy afortunada.
–Sé que lo soy.
– ¿Y tu hermano y tu hermana?
Lanzó una mirada al reloj del salpicadero.
–A propósito, mi hermano, mi hermana, así como Jasper y Rosalie
se van a disgustar bastante si tienen que esperarme bajo la lluvia.
–Oh, lo siento. Supongo que debes irte.
Yo no quería salir del coche.
–Y tú probablemente quieres recuperar el coche antes de que el
jefe de policía Swan vuelva a casa para no tener que contarle el incidente de
Biología.
Me sonrió.
–Estoy segura de que ya se ha enterado. En Forks no existen los
secretos –suspiré.
Rompió a reír.
–Diviértete en la playa… Que tengan buen tiempo para tomar el
sol –me deseó mientras miraba las cortinas de lluvia.
– ¿No te voy a ver mañana?
–No. Emmett y yo vamos a adelantar el fin de semana.
– ¿Qué es lo que van a hacer?
Una amiga puede preguntar ese tipo de cosas, ¿no? Esperaba que
mi voz no dejara traslucir el desencanto.
–Nos vamos de excursión al bosque de Goat Rocks, al sur del
monte Rainier.
–Ah, vaya, diviértete –intenté simular entusiasmo, aunque dudo
que lo lograse. Una sonrisa curvó las comisuras de sus labios. Se giró para
mirarme de frente, empleando todo el poder de sus ardientes ojos dorados.
– ¿Querrías hacer algo por mi este fin de semana?
Asentí desvalida.
–No te ofendas, pero pareces ser una de esas personas que atraen
los accidentes como un imán. Así que…, intenta no caerte al océano, dejar que
te atropellen, ni nada por el estilo… ¿De acuerdo?
Esbozó una sonrisa malévola. Mi desvalimiento desapareció
mientras hablaba. Le miré fijamente.
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