Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.
En mi sueño reinaba una oscuridad muy densa, y aquella luz
mortecina parecía proceder de la piel de Edythe. No podía verle el rostro, solo
la espalda, mientras se alejaba de mi lado, dejándome sumida en la negrura. No
lograba alcanzarla por más que corriera; no se volvía por muy fuertemente que
le llamara. Apenada, me desperté en medio de la noche y no pude volver a
conciliar el sueño durante un tiempo que se hizo eterno. Después de aquello,
estuvo en mis sueños casi todas las noches, pero siempre en la distancia, nunca
a mi alcance.
El mes siguiente al accidente fue violento, tenso y, al menos al
principio, embarazoso.
Para mi desgracia, me convertí en el centro de atención durante
el resto de la semana. Tyler Crowley se puso insoportable, me seguía a todas
partes, obsesionado con compensarme de algún modo. Intenté convencerle de que
lo único que quería era que olvidara lo ocurrido, sobre todo porque no me había
sucedido nada, pero continuó insistiendo. Me seguía entre clase y clase y en el
almuerzo se sentaba a nuestra mesa, ahora muy concurrida. Mike y Eric se
comportaban con él de forma bastante más hostil que entre ellos mismos, lo cual
me llevó a considerar la posibilidad de que hubiera conseguido otro admirador
no deseado.
Nadie pareció preocuparse de Edythe, aunque expliqué una y otra
vez que la heroína era ella, que me había apartado de la trayectoria de la
furgoneta y que había estado a punto de resultar aplastada. Intenté ser
convincente. Jessica, Mike, Eric y todos los demás comentaban siempre que no le
habían visto hasta que apartaron la furgoneta.
Me preguntaba por qué nadie más había visto lo lejos que estaba
antes de que me salvara la vida de un modo tan repentino como imposible. Con
disgusto, comprendí que la causa más probable era que nadie estaba tan
pendiente de Edythe como yo. Nadie más le miraba de la forma que yo lo hacía.
¡Lamentable!
Edythe jamás se vio rodeada de espectadores curiosos que
deseaban oír la historia de primera mano. La gente la evitaba como de
costumbre. Los Cullen y los Halle se sentaban en la misma mesa, como siempre,
sin comer, hablando solo entre sí. Ninguno de ellos, y ella menos, me miró ni
una sola vez.
Cuando se sentaba a mi lado en clase, tan lejos de mí como se lo
permitía la mesa, no parecía ser consciente de mi presencia. Solo de forma
ocasional, cuando cerraba los puños de repente, con la piel tensa en los nudillos,
aún más blanca, me preguntaba si realmente me ignoraba tanto como aparentaba.
Deseaba no haberme apartado del camino de la furgoneta de Tyler.
Esa era la única conclusión a la que podía llegar.
Tenía mucho interés en hablar con ella, y lo intenté al día
siguiente del accidente. La última vez que la vi, fuera de la sala de urgencia,
las dos estábamos demasiado furiosas. Yo seguía enfadada porque no me confiaba
la verdad a pesar de que había cumplido al pie de la letra mi parte del trato.
Pero lo cierto es que me había salvado la vida, sin importar cómo lo hiciera, y
de noche, el calor de mi ira se desvaneció para convertirse en una respetuosa
gratitud.
Ya estaba sentada cuando entré en Biología, mirando al frente.
Me senté, esperando que se girara hacía mí. No dio señales de haberse percatado
de mi presencia.
–Hola, Edythe –dije con tono agradable para demostrarle que iba
a comportarme.
Ladeó la cabeza levemente hacía mí sin mirarme, asintió una vez
y miró en la dirección opuesta.
Y ése fue el último contacto que había tenido con ella, aunque
todos los días estuviera ahí, a treinta centímetros. A veces, incapaz de
contenerme, le miraba a cierta distancia, en la cafetería o en el aparcamiento.
Contemplaba cómo sus ojos dorados se oscurecían de forma evidente día a día,
pero en clase no daba más muestras de saber de su existencia que las que ella
me mostraba a mí. Me sentía miserable. Y los sueños continuaron.
A pesar de mis mentiras descaradas, el tono de mis correos
electrónicos alertó a Renée de mi tristeza y telefoneó unas cuantas veces,
preocupada. Intenté convencerla de que sólo era el clima, que me aplanaba.
Al menos, a Mike le complacía la obvia frialdad existente entre
mi compañera de laboratorio y yo. Noté que le preocupaba algo sobre nuestra
cercanía luego del atrevido rescate de Edythe. Me pregunté el por qué quedó muy
aliviado cuando se dio cuenta de que parecía haber tenido el efecto opuesto,
hasta que recordé las palabras de Jessica sobre los rumores de Edythe, que
parecía no estar muy interesada en los chicos. De cualquier manera, la
confianza de Mike aumentó lo suficiente para sentarse al borde de mi mesa para
conversar antes de que empezara la clase de Biología, ignorando a Edythe de
forma tan absoluta como ella a nosotros.
Por fortuna, la nieve se fundió después de aquel peligroso día.
Mike quedó desencantado por no haber podido organizar su pelea de bolas de
nieve, pero le complacía que pronto pudiéramos hacer la excursión a la playa.
No obstante, continuó lloviendo a cántaros y pasaron las semanas.
Jessica me hizo tomar consciencia de que se fraguaba otro
acontecimiento. El primer martes de marzo me telefoneó y me pidió permiso para
invitar a Mike en la elección de las chicas para el baile de primavera que
tendría lugar en dos semanas.
– ¿Seguro que no te importa? ¿No pensabas pedírselo? –insistió
cuando le dije que no me importaba lo más mínimo.
–No, Jess, no voy a ir –le aseguré.
Bailar se encontraba claramente fuera del abanico de mis
habilidades.
–Va a ser realmente divertido.
Su esfuerzo por convencerme fue poco entusiasta. Sospechaba que
Jessica disfrutaba más con mi inexplicable popularidad que con mi compañía.
–Diviértete con Mike –la animé.
Me sorprendió que al día siguiente no mostrara su efusivo ego de
costumbre en clase de Trigonometría y español. Permaneció callada mientras
caminaba a mi lado entre una clase y otra, y me dio miedo preguntarle la razón.
Si Mike la había rechazado yo era la última persona a la que se lo querría
contar.
Mis temores se acrecentaron durante el almuerzo, cuando Jessica
se sentó lo más lejos que puso de Mike y charló animadamente con Eric. Mike
estuvo inusualmente callado.
Mike continuó en silencio mientras me acompañaba a clase. El
aspecto violento de su rostro era una mala señal, pero no abordó el tema hasta
que estuve sentada en mi pupitre y él se encaramó sobre la mesa. Como siempre,
era consciente de que Edythe se sentaba lo bastante cerca para tocarla, ya tan
distante como si fuera una mera invención de mi imaginación.
–Bueno –dijo Mike, mirando al suelo–, Jessica me ha pedido que
la acompañe al baile de primavera.
–Eso es estupendo –conferí a mi voz un tono de entusiasmo
manifiesto–. Te vas a divertir un montón con ella.
–Eh, bueno… –se quedó sin saber qué decir mientras estudiaba mi
sonrisa; era obvia que mi respuesta no le satisfacía–. Le dije que tenía que
pensármelo.
– ¿Por qué lo hiciste?
Dejé que mi voz reflejara cierta desaprobación, aunque me
aliviaba saber que no le había dado a Jessica una negativa definitiva. Se puso
colorado como un tomate y bajó la vista. La lástima hizo vacilar mi resolución.
–Me preguntaba si… Bueno…., si tal vez tenías intención de
pedírmelo tú.
Me tomé un momento de respiro, soportando a duras penas la
oleada de culpabilidad que recorría todo mi ser, pero con el rabillo del ojo vi
que Edythe inclinaba la cabeza hacía mí con gesto de reflexión.
–Mike, creo que deberías aceptar la propuesta de Jess –le dije.
– ¿Se lo has pedido ya a alguien?
¿Se había percatado Edythe de que Mike posaba los ojos en ella?
–No –le aseguré–. No tengo intención de acudir al baile.
– ¿Por qué? –quiso saber Mike.
No deseaba ponerle al tanto de los riesgos que bailar suponía
para mi integridad, por lo que improvisé nuevos planes sobre la marcha.
–Ese sábado voy a ir a Seattle –le expliqué. De todos modos,
necesitaba salir del pueblo y era el momento perfecto para hacerlo.
– ¿No puedes ir otro fin de semana?
–Lo siento, pero no –respondí–. No deberías hacer esperar a
Jessica más tiempo. Es de mala educación.
–Sí, tienes razón –masculló y, abatido, se dio la vuelta para
volver a su asiento.
Cerré los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento
de desterrar de mi mente los sentimientos de culpa y lástima. El señor Banner
comenzó a hablar. Suspiré y abrí los ojos.
Edythe me miraba con curiosidad, aquel habitual punto de
frustración de sus ojos negros era ahora aún más perceptible.
Le devolví la mirada, esperando que ella apartaba la suya, pero
en lugar de eso, continuó estudiando mis ojos a fondo y con gran intensidad. Me
comenzaron a temblar las manos.
– ¿Señorita Cullen? –le llamó el profesor, que aguardaba la
respuesta a una pregunta que yo no había escuchado.
–El ciclo de Krebs –respondió Edythe; parecía reticente mientras
se volvía para mirar al señor Banner.
Clavé la vista en el libro en cuanto los ojos de Edythe me
liberaron, intentando centrarme. Tan cobarde como siempre, dejé caer el pelo
sobre el hombro derecho para ocultar el rostro. No era capaz de creer el
torrente de emociones que palpitaba en mi interior, y sólo porque había tenido
a bien mirarme por primera vez en seis semanas. No podía permitirle tener ese
grado de influencia sobre mí. Era patético; más patético, era enfermizo.
Intenté ignorarla con todas mis fuerzas durante el resto de la
hora y, dado que era imposible, que al menos no supiera que estaba pendiente de
ella. Me volví de espaldas a ella cuando al fin sonó la campana, esperando qué,
como de costumbre, se marchara de inmediato.
– ¿Bella?
Su voz no debería resultarme tan familiar, como si la hubiera
conocido toda la vida en vez de tan solo unas pocas semanas antes.
Sin querer, me volví lentamente. No quería sentir lo que sabía
que iba a sentir cuando contemplase aquel rostro tan perfecto. Tenía una
expresión cauta cuando al fin me giré hacia ella. La suya era inescrutable. No
dijo nada.
– ¿Qué? ¿Me vuelves a dirigir la palabra? –le pregunté
finalmente con una involuntaria nota de petulancia en la voz. Sus labios se
curvaron en una sonrisa, y sus hoyuelos destellaron.
–No, en realidad no –admitió.
Cerré los ojos e inspiré hondo por la nariz, consciente de que
me rechinaban los dientes. Ella aguardó.
–Entonces, ¿qué quieres, Edythe? –le pregunté sin abrir los
ojos; era más fácil hablarle con coherencia de esa manera.
–Lo siento –parecía sincera–. Estoy siendo muy grosera, lo se,
pero de verdad que es mejor así.
Abrí los ojos. Su rostro estaba muy serio.
–No sé qué quieres decir –le dije con prevención.
–Es mejor que no seamos amigas –me explicó–, confía en mí.
Entrecerré los ojos. Había oído eso antes.
–Es una lástima que no lo descubrieras antes –murmuré entre
dientes–. Te podías haber ahorrado todo ese pesar.
– ¿Pesar? –La palabra y el tono de mi voz le pillaron con la
guardia baja, sin duda– ¿Pesar por qué?
–Por no dejar que esa estúpida furgoneta me hiciera puré.
Estaba atónita. Me miró fijamente sin dar crédito a lo que oía.
Casi parecía enfadado cuando al fin habló:
– ¿Crees que me arrepiento de haberte salvado la vida? –pronunció
aquellas palabras en voz baja, apenas alzando la voz, pero de un modo muy intenso.
–Sé que es así –repliqué con brusquedad.
Hizo un sonido extraño, exhalando a través de los dientes que
sonó como el siseo de una serpiente.
–No sabes nada.
Definitivamente, se había enfadado. Alejé bruscamente mi rostro
del suyo, mordiéndome la lengua para callarme todas las fuertes acusaciones que
quería decirle a la cara. Recogí los libros y luego me puse en pie para
dirigirme hacia la puerta. Pretendí hacer una salida dramática de la clase,
pero, cómo no, se me enganchó una bota con la jamba de la puerta y se me
cayeron los libros. Me quedé allí un momento, sopesando la posibilidad de
dejarlos en el suelo. Entonces suspiré y me agaché para recogerlos. Pero ella
ya estaba ahí, los había apilado. Me los entregó con rostro severo.
–Gracias –dije con frialdad.
–De nada –replicó aún molesta.
Me enderecé rápidamente, volví a apartarme de ella y me alejé
caminando a clase de Educación física sin volver la vista atrás.
La hora de gimnasia fue brutal. Cambiamos de deporte, jugamos a
baloncesto. Mi equipo jamás me pasaba la pelota, lo cual era estupendo, pero me
caí un montón de veces, y en ocasiones arrastraba a gente conmigo. Ese día me
movía peor de lo habitual porque Edythe ocupaba toda mi mente. Intentaba
concentrarme en mis pies, pero ella seguía deslizándose en mis pensamientos
justo cuando más necesitaba mantener el equilibrio.
Como siempre, salir fue un alivio. Casi corrí hacia el
monovolumen, ya que había demasiada gente a la que quería evitar. El vehículo
había sufrido unos daños mínimos a raíz del accidente. Había tenido que
sustituir las luces traseras y hubiera realizado algún retoque en la chapa de
haber dispuesto de un equipo de pintura de verdad. Los padres de Tyler habían
tenido que vender la furgoneta por piezas.
Estuvo a punto de darme un patatús cuando, al doblar la esquina,
vi una figura reclinada contra el lateral de mi coche. Luego comprendí que solo
se trataba de Eric. Comencé a andar de nuevo.
–Hola, Eric le saludé.
–Hola, Bella.
– ¿Qué hay? –pregunté mientras abría la puerta. No presté
atención al tono incómodo de su voz, por lo que sus siguientes palabras me
tomaron desprevenida.
–Me preguntaba… si querrías venir al baile conmigo.
La voz se le quebró al pronunciar la última palabra.
–Creí que era la chica quien elegía –respondí, demasiado
sorprendida para ser diplomática.
–Bueno, si –admitió avergonzado.
Recobré la compostura e intenté ofrecerle mi sonrisa más cálida.
–Te agradezco que me lo pidas, pero ese día voy a estar en
Seattle.
–Oh. Bueno, quizás la próxima vez.
–Claro –acepté, y entonces me mordí la lengua. No quería que se
lo tomara al pie de la letra.
Se marchó de vuelta al instituto arrastrando los pies. Oí una
débil risita.
Edythe pasó andando delante de mi coche, con la vista al frente
y unos labios en los que no asomaba ni la sombra de una sonrisa.
Abrí la puerta con un brusco tirón, entré de un salto y la cerré
con un sonoro golpe detrás de mí. Aceleré el motor en punto muerto de forma
ensordecedora y salí marcha atrás hacia el pasillo. Edythe ya estaba en su
automóvil, a dos coches de distancia, deslizándose con suavidad delante de mí,
cortándome el paso. Se detuvo ahí para esperar a su familia. Pude ver a los
cuatro tomar aquella dirección, aunque todavía estaban cerca de la cafetería.
Miré por el espejo retrovisor. Comenzaba a formarse una cola. Inmediatamente
detrás de mí Tyler Crowley me saludaba con la mano desde su recién adquirido
Sentra de segunda mano. Estaba demasiado fuera de mis casillas para saludarlo.
Oí a alguien llamar con los nudillos en el cristal de la ventana
del copiloto mientras permanecía allí sentada, mirando a cualquier parte
excepto al coche que tenía delante. Al girarme, vi a Tyler. Confusa, volví a
mirar por el retrovisor. Su choche seguía en marcha con la puerta izquierda
abierta. Me incliné dentro de la cabina para bajar la ventanilla. Estaba helado
hasta el tuétano. Abrí el cristal hasta la mitad y me detuve.
–Lo siento, Tyler –seguía sorprendida, ya que resultaba evidente
que no era culpa mía–. El coche de los Cullen me tiene atrapada.
–Oh, lo sé. Solo quería preguntarte algo mientras estábamos aquí
bloqueados.
Esbozó una amplia sonrisa. No podía ser cierto.
– ¿Me vas a pedir que te acompañe al baile de primavera? –continuó.
–No voy a estar en el pueblo, Tyler.
Mi voz sonó un poquito cortante. Intenté recordar que no era
culpa suya que Mike y Eric ya hubieran colmado el vaso de mi paciencia por
aquel día.
–Ya, eso me dijo Mike –admitió.
–Entonces, ¿por qué…?
Se encogió de hombros.
–Tenía la esperanza de que fuera una forma de suavizarle las calabazas.
Vale, eso era totalmente culpa suya.
–Lo siento, Tyler –repliqué mientras intentaba esconder mi
irritación–, pero me voy de verdad.
–Está bien. Aún nos queda el baile de fin de curso.
Caminó de vuelta a su coche antes de que pudiera responderle.
Supe que mi rostro reflejaba la sorpresa. Miré hacia adelante y observé a
Alice, Rosalie, Emmett y Jasper dirigiéndose al Volvo. Edythe no me quitaba el
ojo de encima por el espejo retrovisor. Tenía arruguitas alrededor de las
comisuras, y le temblaban los hombros de la risa. Era como si hubiera escuchado
todo lo que había dicho Tyler y mi reacción la hiciera desternillarse de la
risa. Estiré el pie hacia el acelerador, un golpecito no heriría a nadie, solo
rayaría el reluciente esmalte de la carrocería. Aceleré el motor en punto
muerto.
Pero ya habían entrado los cuatro y Edythe se alejaba a toda
velocidad. Regresé a casa conduciendo despacio y con precaución, sin dejar de
hablar para mí misma todo el camino.
Al llegar, decidí hacer enchiladas de pollo para cenar. Era un
plato laborioso que me mantendría ocupada. El teléfono sonó mientras cocía a
fuego lento las cebollas y los chiles. Casi no me atrevía a contestar, pero
podían ser mamá o Charlie.
Era Jessica, que estaba exultante. Mike la había alcanzado después
de clases para aceptar la invitación. Lo celebré con ella durante unos
instantes mientras removía la comida. Jessica debía colgar, ya que quería
telefonear a Ángela y a Lauren para decírselo. Le sugerí por «casualidad» que
quizás Ángela, la chica tímida que iba a Biología conmigo, se lo podía pedir a
Eric. Y a Lauren, una estirada que me ignoraba durante el almuerzo, se lo podía
pedir a Tyler; tenía entendido que estaba disponible. Jess pensó que era una
gran idea. De hecho, ahora que tenía seguro a Mike, sonó sincera cuando dijo
que deseaba que fuera al baile. Le mencioné el pretexto del viaje a Seattle.
Después de colgar, intenté concentrarme en la cocina, sobre todo
al cortar el pollo. No me apetecía tener otro viaje a urgencias. Pero la cabeza
me daba vueltas de tanto analizar cada palabra que hoy había pronunciado
Edythe. ¿A qué se refería con que era mejor que no fuéramos amigas?
Sentí un retorcijón en el estómago cuando comprendí el
significado. Debía de haber visto cuánto me obsesionaba y no quería darme
esperanzas, por lo que no podíamos siquiera ser amigas…., porque ella no estaba
nada interesada en mí.
Naturalmente que no le interesaba, pensé con enfado mientras me
lloraban los ojos –reacción provocada por las cebollas–. Yo no era interesante
y ella sí. Interesante… y brillante, misteriosa, perfecta…, y guapa, y
posiblemente capaz de levantar una furgoneta con una sola mano.
Vale, de acuerdo. Podía dejarle tranquila. Le dejaría sola.
Soportaría la sentencia que me había impuesto a mí misma aquí, en el
purgatorio; luego, si Dios quería, alguna universidad del sudeste, o tal vez
Hawái, me ofrecería una beca. Concentré la mente en playas soleadas y palmeras
mientras terminaba las enchiladas y las
metía en el horno.
Charlie parecía receloso cuando percibió el aroma a pimientos
verdes al llegar a casa. No le podía culpar, la comida mexicana comestible más
cercana se encontraba probablemente al sur de California. Pero era un poli,
aunque fuera en aquel pequeño pueblecito, de modo que tuvo suficientes redaños
para tomar el primer bocado. Pareció gustarle. Resultaba divertido comprobar lo
despacio que empezaba a confiar en mí en los asuntos culinarios. Cuando estaba
a punto de acabar, le pregunté:
– ¿Papá?
– ¿Sí?
–Esto… Quería que supieras que voy a ir a Seattle el sábado de
la semana que viene…, si te parece bien.
No le pedí permiso, era sentar un mal precedente, pero me sentí
maleducada. Intenté arreglarlo con ese fin de frase.
– ¿Por qué?
Parecía sorprendido, como si fuera incapaz de imaginar algo que
Forks no pudiera ofrecer.
–Bueno, quiero conseguir algunos libros porque la librería local
es bastante pequeña, y tal vez mire algo de ropa.
Tenía más dinero del habitual, ya que no había tenido que pagar
el coche gracias a Charlie, aunque me dejaba un buen pellizco en las
gasolineras.
–Lo más probable es que el monovolumen consuma mucha gasolina –apuntó,
haciéndose eco de mis pensamientos.
–Lo sé. Pararé en Montessano y Olympia, y en Tacoma si fuera
necesario.
– ¿Vas a ir tu sola? –preguntó. No sabía si sospechaba que tenía
un novio secreto o si se preocupaba por el tema del coche.
–Sí.
–Seattle es una ciudad muy grande, te podrías perder –señaló
preocupado.
–Papá, Phoenix es cinco veces más grande que Seattle y sé leer
un mapa, no te preocupes.
– ¿No quieres que te acompañe?
Intenté ser astuta al tiempo que ocultaba mi pánico.
–No te preocupes, papá. Voy a ir de tiendas y me pasaré el día
en los probadores… Será aburrido.
–Oh, vale.
La sola idea de sentarse en tiendas de ropa femenina por un
periodo de tiempo indeterminado le hizo desistir de inmediato.
–Gracias –le sonreí.
– ¿Estarás de vuelta a tiempo para el baile?
Maldición. Sólo en un pueblo tan pequeño, un padre sabe cuándo
tienen lugar los bailes del instituto.
–No, yo no bailo, papá.
Él por encima de todos los demás debería entenderlo. No había
heredado de mi madre mis problemas de equilibrio. Lo comprendió.
–Ah, vale –había caído en la cuenta.
A la mañana siguiente, cuando me detuve en el aparcamiento, dejé
mi coche lo más lejos posible del Volvo plateado. Quise apartarme del camino de
la tentación para no acabar debiéndole a Edythe un coche nuevo. Al salir del
coche jugueteé con las llaves, que cayeron en un charco cercano. Mientras me
agachaba para recogerlas, surgió de repente una mano nívea y las tomó antes que
yo. Me erguí bruscamente. Edythe Cullen estaba a mi lado, recostada como por
casualidad contra mi automóvil.
– ¿Cómo lo haces? –pregunté, asombrada e irritada.
– ¿Hacer qué?
Me tendió las llaves mientras hablaba y las dejó caer en la
palma de mi mano cuando las fui a coger.
–Aparecer del aire.
–Bella, no es culpa mía que seas excepcionalmente despistada.
Como de costumbre, hablaba en calma, con voz pausada y
aterciopelada. Fruncí el ceño ante aquel rostro perfecto. Hoy sus ojos volvían
a relucir con un tono profundo y dorado como la miel. Entonces tuve que bajar
los míos para reordenar mis ideas, ahora confusas.
– ¿A qué vino taponearme el paso ayer noche? –Quise saber, aun
rehuyendo su mirada–. Se suponía que fingías que yo no existía ni te dabas
cuenta de que echaba chispas.
–Eso fue cosa de Tyler, no mía –se rió con disimulo–. Tenía que
darle su oportunidad.
–Tú… –dije entrecortadamente.
No se me ocurría ningún insulto lo bastante malo. Pensé que la
fuerza de mi rabia la achacaría, pero sólo parecía divertirse aún más.
–No finjo que no existas –continuó.
– ¿Quieres matarme a rabietas dado que la furgoneta de Tyler no
lo consiguió?
La ira destelló en sus ojos castaños. Frunció los labios y
desaparecieron todas las señales de alegría.
–Eres totalmente absurda –murmuró con frialdad.
Le di la espalda y comencé a alejarme.
–Espera –gritó. Seguí andando, chapoteando enojada bajo la
lluvia, pero se puso a mi altura y mantuvo mi paso con facilidad.
–Lo siento. He sido descortés –dijo mientras andaba. La ignoré–.
No estoy diciendo que no sea cierto –prosiguió–, pero, de todos modos no ha
sido de buena educación.
– ¿Por qué no me dejas sola? –refunfuñé.
–Quería pedirte algo, pero me desviaste del tema –volvió a reír
entre dientes. Perecía haber recuperado el buen humor.
– ¿Tienes un trastorno de personalidad múltiple? –le pregunté
con acritud.
–Y lo vuelves a hacer.
Suspiré.
–Vale, entonces, ¿qué me querías pedir?
–me preguntaba si el sábado de la próxima semana, ya sabes, el
día del baile de primavera…
– ¿Intentas ser graciosa? –la interrumpí, girándome hacia ella.
Se me quedó mirando, aparentemente indolente ante la llovizna
que caía sobre nosotras. La expresión divertida había vuelto a su rostro, y la
sombra de sus hoyuelos planeaba sobre sus mejillas.
–Por favor, ¿vas a dejarme terminar?
Me mordí el labio y junté las manos, entrelazando los dedos, a
la espera.
–Te he escuchado decir que vas a ir a Seattle ese día y me
preguntaba si querrías ir a dar un paseo.
Aquello fue totalmente inesperado.
– ¿Qué? –No estaba segura de a donde quería llegar.
– ¿Quieres ir de paseo a Seattle?
– ¿Con quién? –pregunté, desconcertada.
–Conmigo, obvio –articuló cada silaba como si se estuviera
dirigiendo a un discapacitado.
Seguía sin salir de mi asombro.
– ¿Por qué?
–Planeaba ir a Seattle en las próximas semanas y, para ser
honesta, no estoy segura de que tu monovolumen lo pueda conseguir.
–Mi coche va perfectamente, muchísimas gracias por tu
preocupación.
Hice ademán de seguir andando, pero estaba demasiado sorprendida
para mantener el mismo nivel de ira.
– ¿Puede llegar gastando un solo depósito de gasolina?
Volvió a mantener el ritmo de mis labios.
–No veo que sea de tu incumbencia.
Tonta propietaria de un flamante Volvo.
–El despilfarro de recursos limitados es asunto de todos.
–De verdad, Edythe, no te sigo –me recorrió un escalofrío al
pronunciar su nombre; odie la sensación–. Creía que no querías ser mi amiga.
–Dije que sería mejor que no lo fuéramos, no que no lo deseara.
–Vaya, gracias, eso lo aclara todo –le repliqué con feroz
sarcasmo.
Me di cuenta de que había dejado de andar otra vez. Ahora
estábamos al abrigo del tejado de la cafetería, por lo que podía contemplarle
el rostro con mayor comodidad, lo cual, desde luego, no me ayudaba a aclarar
las ideas.
–Sería más… prudente para ti que no fueras mi amiga –explicó–,
pero me he cansado de apartarme de ti, Bella.
Su rostro no delataba ni pizca de mofa. Sus ojos eran intensos,
enarcados, las largas líneas de sus pestañas de un negro intenso contra su piel.
Su voz poseía una extraña calidez. Me olvidé hasta de respirar.
– ¿Me acompañas a Seattle? –preguntó con voz todavía ardiente.
Aún era incapaz de hablar, por lo que sólo asentí con la cabeza.
Sonrió levemente y luego su rostro se volvió serio.
–Deberías alejarte de mí, de veras –me previno–. Te veré en
clases.
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