Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.
Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche
bajadas. En Phoenix, la temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un
azul perfecto y despejado. Me había puesto mi blusa favorita, sin mangas y con
cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de despedida. Mi equipaje de
mano era un anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de
Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre
permanece encapotado. En esta insignificante localidad llueve más que en
cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de aquel
lugar y de sus tenebrosas y sempiternas
sombras cuando yo apenas tenía unos meses. Me había visto obligada a pasar allí
un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce años; así
que, en vez de eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había pasado sus
dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que
detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la
vitalidad de una ciudad que se extendía en todas las direcciones.
–Bella –me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión–,
no tienes por qué hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y las
arrugas de la risa. Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes
e ingenuos. ¿Cómo podía permitir que se las arreglara sola, ella que era tan
cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora tenía a Phil, por supuesto, por lo
que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en el frigorífico y
gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara
perdida, pero aun así…
–Es que quiero ir –le mentí. Siempre se me ha dado muy mal eso
de mentir, pero había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos
meses que ahora casi sonaba convincente.
–Saluda a Charlie de mi parte –dijo con resignación.
–Sí, lo haré.
–Te veré pronto –insistió–. Puedes regresar a casa cuando
quieras. Volveré tan pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.
–No te preocupes por mí –le pedí–. Todo irá estupendamente. Te
quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y
ella se marchó.
Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro horas
de Phoenix a Seattle, y desde allí a Port Angeles una hora más en avioneta y
otra más en coche. No me desagrada volar, pero me preocupaba un poco pasar una
hora en el coche con Charlie.
Lo cierto es que Charlie había llevado bastante bien todo
aquello. Parecía realmente complacido de que por primera vez fuera a vivir con
él de forma más o menos permanente. Ya me había matriculado en el instituto y
me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su
compañía. Ninguno de los dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos
modos, tampoco tenía nada que contarle. Sabía que era mi decisión lo hacía
sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca había
ocultado mi aversión hacía Forks.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en Port Angeles. No lo
consideré un presagio, simplemente era inevitable. Ya me había despedido del
sol.
Charlie me esperaba en el coche patrulla, lo cual no me extrañó.
Para las buenas gentes de Forks, Charlie es el jefe de policía Swan. La
principal razón de querer comprarme un coche, a pesar de lo escaso de mis
ahorros, era que me negaba en redondo a que me llevara por todo el pueblo en un
coche con luces rojas y azules en el techo. No hay nada que ralentice más la
velocidad del tráfico que un poli.
Charlie me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a
trompicones la escalerilla del avión.
–Me alegro de verte, Bella –dijo con una sonrisa al mismo tiempo
que me sostenía firmemente–. Apenas has cambiado. ¿Cómo está Renée?
–Mamá está bien. Yo también me alegró de verte, papá –no le podía llamar
Charlie a la cara.
Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Arizona era
demasiado ligera para llevarla a Washington. Mi madre y yo habíamos hecho un
fondo común con nuestros recursos para complementar mi vestuario de invierno,
pero, a pesar de todo, era escaso. Todas cupieron fácilmente en el maletero del
coche patrulla.
–He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato –anunció una vez
que nos abrochamos los cinturones de seguridad.
– ¿Qué tipo de coche?
Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto
para ti» en lugar simplemente «un coche perfecto».
–Bueno, es un monovolumen, un Chevy para ser exactos.
– ¿Dónde lo encontraste?
– ¿Te acuerdas de Billy Black, el que vivía en La Push?
La Push es una pequeña reserva india situada en la costa.
–No.
–Solía venir de pesca con nosotros durante el verano –me
explicó.
Por eso no me acordaba de él. Se me da bien olvidar las cosas
dolorosas e innecesarias.
–Ahora está en una silla de ruedas –continuó Charlie cuando no
respondí–, por lo que no puede conducir y me propuso venderme su camión por una
ganga.
– ¿De qué año es?
Por la forma en la que cambió la cara, supe que era la pregunta
que no deseaba oír.
–Bueno, Billy ha realizado muchos arreglos en el motor. En
realidad, tampoco tiene tantos años.
Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para creer
que iba a dejar pasar el tema así como así.
– ¿Cuándo lo compró?
–En 1984… Creo.
– ¿Y era nuevo entonces?
–En realidad, no. Creo que era nuevo a principios de los
sesenta, o a lo mejor a finales de los cincuenta –confesó con timidez.
– ¡Papá, por favor! ¡No sé nada de coches! No podría arreglarlo
si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller.
–Nada de eso, Bella, el trasto funciona a las mil maravillas.
Hoy en día no los fabrican tan buenos.
El trasto, repetí en mi fuero interno. Al menos tenía
posibilidades como apodo.
– ¿Y qué entiendes por barato?
Después de todo, ése era el punto en el que yo no iba a ceder.
–Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de bienvenida.
Charlie me miró de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.
–No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche.
–No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí.
Charlie mantenía la vista fija en la carretera mientras hablaba.
Se sentía incómodo al expresar sus emociones en voz alta. Yo lo había heredado
de él, de ahí que también mirara hacia la carretera cuando le respondí:
–Es estupendo papá. Gracias. Te lo agradezco de veras.
Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en
Forks, pero él no tenía por qué sufrir conmigo. Y a caballo regalado no le
mires el diente, ni el motor.
–Bueno, de nada. Eres bienvenida –masculló, avergonzado por mis
palabras de agradecimiento.
Intercambiamos unos pocos comentarios más sobre el tiempo, que
era húmedo, y básicamente ésa fue toda la conversación. Miramos a través de las
ventanillas en silencio.
El paisaje era hermoso, por supuesto, no podía negarlo. Todo era
color verde: los árboles, los troncos cubiertos de musgo, el dosel de ramas que
colgaba de los mismos, el suelo cubierto de helechos. Incluso el aire que se
filtraba entre las hojas tenía un matiz de verdor.
Era demasiado verde, un planeta alienígena.
Finalmente llegamos al hogar de Charlie. Vivía en una casa
pequeña de dos dormitorios que compró con mi madre durante los primeros días de
su matrimonio. Esos fueron los únicos días de su matrimonio, los primeros.
Allí, aparcado en la calle delante de una casa que nunca cambiaba, estaba mi
nuevo monovolumen, bueno, nuevo para mí. El vehículo era de un rojo desvaído,
con guardabarros grandes y redondos y una cabina de aspecto bulboso. Para mi
enorme sorpresa, me encantó. No sabía si funcionaría, pero podía imaginarme al
volante. Además, era uno de esos modelos de hierro sólido que jamás sufren
daños, la clase de coches que ves en un accidente de tráfico con la pintura
intacta y rodeado de los trozos del coche extranjero que acaba de destrozar.
– ¡Caramba, papá! ¡Me encanta! ¡Gracias!
Ahora, el día de mañana parecía bastante menos terrorífico. No
me vería en la tesitura de elegir entre andar tres kilómetros bajo la lluvia
hasta el instituto o dejar que el jefe de policía me llevara en el coche
patrulla.
–Me alegra que te guste –dijo Charlie con voz áspera, nuevamente
avergonzado.
Subir todas mis cosas hasta el primer piso requirió un solo
viaje escaleras arriba. Tenía el dormitorio de la cara oeste, el que daba al
patio delantero. Conocía bien la habitación; había sido la mía desde que nací.
El suelo de madera, las paredes pintadas de azul claro, el techo a dos aguas,
las cortinas de encaje ya amarillentas flanqueando las ventanas… Todo aquello
formaba parte de mi infancia. Los únicos cambios que había introducido Charlie
se limitaron a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio cuando
crecí. Encima de éste había ahora un ordenador de segunda mano con el cable del
módem grapado al suelo hasta la toma de teléfono más próxima. Mi madre lo había
estipulado de ese modo para que estuviéramos en contacto con facilidad. La
mecedora que tenía desde niña aún seguía en el rincón
Sólo había un pequeño cuarto de baño en lo alto de las escaleras
que debería compartir con Charlie. Intenté no darle muchas vueltas al asunto.
Una de las cosas buenas que tiene Charlie es que no se queda
revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que deshiciera mis maletas y me
instalara, una hazaña que hubiera sido del todo imposible para mi madre.
Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreír ni poner buena cara; fue
un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la cortina de lluvia
con desaliento y derramar algunas lágrimas. No estaba de humor para una gran
llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara y me pusiera a reflexionar
sobre lo que me aguardaba al día siguiente.
El aterrador cómputo de estudiantes del instituto de Forks era
de tan solo trecientos cincuenta y siete, ahora trecientos cincuenta y ocho.
Solamente en mi clase de tercer año en Phoenix había más de setecientos
alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se habían criado juntos y sus abuelos
habían aprendido a andar juntos. Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una
curiosidad, un bicho raro.
Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que
se espera de una chica de Phoenix, pero físicamente no encajaba en modo alguno.
Debería ser alta, rubia, de tez bronceada, una jugadora de voleibol o quizá una
animadora, todas esas cosas propias de quienes viven en el Valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de
las muchas horas de sol de Arizona, sin tener siquiera la excusa de unos ojos
azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero más bien flojucha y, desde
luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar
deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que
estuviera demasiado cerca.
Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de
pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje.
Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y
húmedo. Tal vez se debiera la luz, pero ya tenía un aspecto más cetrino y menos
saludable. Puede que tenga una piel bonita, pero es muy clara, casi
translucida, por lo que su apariencia depende del color del lugar y en Forks no
había color alguno.
Mientras me enfrentaba a mi pálida imagen en el espejo, tuve que
admitir que me engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no solo por mis
carencias físicas. Si no me había hecho un huequecito en una escuela de tres
mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí?
No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es
que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona
con quien mantenía mayor proximidad, estaba en armonía conmigo; no íbamos por
el mismo carril. A vece me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del
mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido.
Pero la causa no importaba, solo contaba el efecto. Y mañana no
sería más que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar.
El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás,
hasta convertirse en un ruido de fondo. Me tapé la cabeza con la vieja y
descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el
sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino
sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana
era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí
nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.
El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Me deseó
suerte en la escuela y le di las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran
vanas. La buena suerte solía esquivarme. Charlie se marchó primero, directo a
la comisaría, que era su esposa y su familia. Examiné la cocina después de que
se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego,
junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles
oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco.
Nada había cambiado. Hacia dieciocho años, mi madre había pintado los armarios
con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una
hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, que colindaba con
la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos. La primera foto era de la
bosa de Charlie con mi madre en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres
una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis
fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso.
Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos
mientras yo viviera allí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de
que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentir
incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer
en la casa más tiempo, por lo que me puse el anorak, tan grueso que recordaba a
uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacía
la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras
buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que
había junto a la puerta, y cerrarla. El ruido de mis botas de agua nuevas
resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. No pude
detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a escapar
de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se agarraba a mi
pelo por debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que
Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los
asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la
primera, con gran alivio por mi parte, aunque en medio de un gran estruendo, y
luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, un monovolumen tan
antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio funcionaba, un añadido
que no me esperaba.
Fue fácil localizar el instituto
pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como casi todo lo
demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una
escuela, sólo me detuve gracias al cartel que indicaba que se trataba del
instituto de Forks. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio en
época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate. Había tantos
árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su totalidad. ¿Dónde
estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde estaban
las alambradas y los detectores de metales?
Aparqué frente al primer edificio, encime de cuya entrada había
un cartelito que rezaba «Oficina Principal». No vi otros coches aparcados allí,
por lo que estuve segura de que estaba en zona prohibida, pero decidí que iba a
pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la lluvia como una tonta. De
mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un sendero de
piedra flanqueando por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que
esperaba. La oficina era pequeña: una salita de espera con sillas plegables
acolchadas, una basta alfombra con motas anaranjadas, noticias y premios
pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj que hacia tictac
de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de
plástico, por si no hubiera suficiente vegetación afuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas
metálicas llenas de papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones
pegados en el frontal. Detrás del mostrador había tres escritorios. Un hombre
regordete y con una incipiente calvicie se sentaba en uno de ellos. Llevaba una
camiseta, lo que, de inmediato, me hizo sentir que yo iba demasiado elegante.
El señor calvo alzó la vista.
– ¿Te puedo ayudar en algo?
–Soy Isabella Swan –le informé, y de inmediato advertí en su
mirada un atisbo de reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el
centro de los cotilleos. La hija de la caprichosa ex mujer del jefe de policía
al fin regresaba a casa.
–Por supuesto –dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta
encontrar los que buscaba.
–Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de
la escuela.
Trajo varias cuartillas al mostrador para enseñármelas. Repasó
todas mis clases y marcó el camino más idóneo para cada una en el plano; luego,
me entregó el comprobante de asistencia para que lo firmara casa profesor y se
lo devolviera al finalizar las clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que
Charlie, me dijo que esperaba que gustara Forks. Le devolví la sonrisa más
convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaron a llegar cuando regresé al
monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado
de la escuela. Supuso un alivio comprobar que casi todos los vehículos tenían
aún más años que el mío, ninguno era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los
pocos barrios pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un Mercedes
nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes. El mejor coche de los
que allí había era una flamante Volvo, y destacaba. Aun así, apagué el motor en
cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención
de los demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con
la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé en la
mochila, me la eché al hombro y respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la
acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra
no llamaba la atención.
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba
fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo
blanco con forma de cuadrado en la esquina del lado este. Noté que mi
respiración se acercaba a la hiperventilación al aproximarme a la puerta. Para
paliarla, contuve el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban
impermeables de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían
en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité.
Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara como la porcelana y otra,
también pálida, de pelo castaño claro. Al menos mi piel no sería nada
excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo que
la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Masón. Se
quedó mirándome embobado al ver mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de
aliento, y yo, por supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me
envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al resto de los
compañeros. A éstos les resultaba difícil mirarme al estar sentada en la última
fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la
lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica:
Bronté, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era
cómodo… y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los
antiguos trabajos de clase o si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra
discusión mientras el profesor continuaba con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho,
con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo
para hablar conmigo.
–Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de
ajedrez.
–Bella –le corregí. En un rango de tres sillas, todos se
volvieron para mirarme.
– ¿Dónde tienes la siguiente clase? –preguntó. Tuve que
comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
–Eh… Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
–Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino –demasiado
amable, sin duda–. Me llamó Eric –añadió.
Sonreí con timidez.
–Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que
caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante
cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba no estar volviéndome paranoica.
–Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? –preguntó.
–Mucho.
–Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
–Tres o cuatro veces al año.
–Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
–Hace mucho sol –le expliqué.
–No se te ve muy bronceada.
–Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el
sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí,
habría olvidado como emplear el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la
zona sur, cerca del gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta, aunque la podía
identificar perfectamente.
–En fin, suerte –dijo cuándo rocé el picaporte–. Tal vez
coincidamos en alguna otra clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a
nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor
de Trigonometría, el señor Varner, a quién habría odiado de todos modos por la
asignatura que enseñaba, fue el único que me obligó a permanecer delante de
toda la clase para presentarme a mis compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé
con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada
asignatura. Siempre había alguien con más coraje que los demás que se
presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks. Procuré actuar diplomática,
pero por lo general mentí mucho. Al menos, no necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría
como de español, y me acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña,
varios centímetros por debajo de mi uno sesenta, pero casi alcanzaba mi
estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados. No me acordaba de su
nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los profesores
y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas
a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los
pronunció. Parecían orgullosas por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de
la clase de Lengua y Literatura, Eric, me saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar
conversación con siete desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por
primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de
donde yo me encontraba. Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos
tenían delante una bandeja de comida. No me miraban de forma estúpida como casi
todos los demás, por lo que no había peligro: podía estudiarlos sin temor a
encontrarme con un par de ojos
excesivamente interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De las
tres chicas, una, la más alta, era escultural. Tenía una figura preciosa, del
tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista
Sports Illustrated, y con el que todas las chicas pierden buena parte de su
autoestima solo por estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad
de la espalda.
La chica baja tenía aspecto de duendecillo de facciones finas,
un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punta señalando en una dirección,
y de un negro intenso.
La última tenía una altura intermedia entre las dos anteriores,
con un pelo a caballo entre el pelirrojo y el castaño, pero distinto a
cualquiera de los dos tonos, con una especie de reflejo metalizado, tirando al
cobre. Parecía más joven que las otras dos, que fácilmente podrían haber estado
en la universidad.
Los dos chicos eran polos opuestos. Uno era fuerte, tan
musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y
rizado. El otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el
cabello del color de la miel.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal,
los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin sol. Más
pálidos que yo, que soy albina. Todos tenían ojos muy oscuros, a pesar de la
diferente gama de colores de sus cabellos, y ojeras malvas, similares al morado
de los hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o se estuvieran
recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto
de sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar
la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan
similares al mismo tiempo, eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran
rostros como nunca esperas ver, excepto tal vez en las páginas retocadas de una
revista de moda. O pintadas por un artista antiguo, como el semblante de un
ángel. Resultaba difícil decidir quién era el más bello, tal vez el joven
pelinegro gigante o la chica de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del
resto de los estudiantes y de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica
más pequeña se levantó con la bandeja –el refresco sin abrir, la manzana sin
morder– y se alejó con un trote grácil, veloz, propio de un corcel desbocado.
Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su bandeja y
deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que habría
considerado posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados,
inmóviles.
– ¿Quiénes son esos? –pregunté a la chica de la clase de
español, cuyo nombre se me había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quienes
me refería, aunque probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, la
de cabello color cobre y de aspecto más juvenil, la miró. Durante una fracción
de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos oscuros se posaron sobre
los míos.
Ella desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada
de vergüenza. Su rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era
como si mi compañera hubiera pronunciado su nombre y ella, pese a haber
decidido no reaccionar previamente, hubiera levantado los ojos en una
involuntaria respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rio tontamente y
fijo la vista en la mesa, igual que yo.
–Son Edythe y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que se
acaba de marchar se llama Alice Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su
esposa –me respondió con un hilo de voz.
Miré de soslayo a la chica de cabello cobrizo, que ahora
contemplaba su bandeja mientras desmigajaba una rosquilla con sus largos y
níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir a penas sus carnosos labios.
Los otros tres continuaron con la mirada perdida y, aun así, seguía pensando
que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y anticuados!, pensé. Era la
clase de nombres que tenían nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda
aquí, quizá fueran los nombres propios de un pueblo pequeño. Entonces recordé
que mi vecina se llamaba Jessica, un nombre perfectamente normal. Había dos
chicas con ese nombre en mi clase de Historia en Phoenix.
–Son… guapos.
Me costó encontrar un término mesurado.
– ¡Ya te digo! –Jessica asintió mientras soltaba otra risita
tonta–. Pero están juntos. Me refiero a Emmett y Rosalie, y a Jasper y Alice, y
viven juntos.
Su voz sonó con toda la conmoción y reprobación de un pueblo
pequeño, pero, para ser sincera, he de confesar que aquello daría pie a grandes
cotilleos incluso en Phoenix.
– ¿Quiénes son los Cullen? –pregunté–. No parecen parientes…
–Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre vente
y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados. Los Hale, los rubios, son
hermanos gemelos, y los Cullen son su familia de acogida.
–Parecen un poco mayores para estar con una familia de acogida.
–Ahora sí, Jasper y Rosalie tienen dieciocho años, pero han
vivido con la señora Cullen desde los ocho. Es su tía o algo parecido.
–Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos esos
niños siendo tan jóvenes.
–Supongo que sí –admitió Jessica muy a su pesar. Me dio la
impresión de que, por algún motivo, el médico y su mujer no le caían bien. Por
las miradas que lanzaba en dirección a sus hijos adoptivos, supuse que eran
celos; luego como si con eso disminuyera la bondad del matrimonio, agregó–:
Aunque tengo entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.
Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas furtivas
una y otra vez hacia donde se sentaba aquella extraña familia. Continuaban
mirando las paredes y no habían probado bocado.
– ¿Siempre han vivido en Forks? –pregunté. De ser así, seguro
que los había visto en alguna de mis visitas durante las vacaciones de verano.
–No –dijo con una voz que daba a entender que tenía que ser
obvio, incluso para una recién llegada como yo–. Se mudaron aquí hace dos años,
vinieron desde algún lugar de Alaska.
Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión porque,
a pesar de su belleza, eran extranjeros y resultaba evidente que no se les
admitía. Alivio por no ser la única recién llegada y, desde luego, no la más
interesante.
Uno de los Cullen, la más joven, levantó la vista mientras yo
los estudiaba y nuestras miradas se encontraron, en esta ocasión con una
manifiesta curiosidad. Cuando desvié los ojos, me pareció que en los suyos
brillaba una expectación insatisfecha.
– ¿Quién es la chica de pelo cobrizo? –pregunté.
La miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca
abierta, a diferencia del resto de los estudiantes. Su rostro reflejó una
ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.
–Se llama Edythe. Es guapísima, por supuesto, pero no pierdas el
tiempo con ella. No sale ni hace amistad con nadie. Al parecer ninguno de los
chicos del instituto le parece lo bastante guapo, incluso hay rumores de que…
ya sabes, le gustan más las chicas que los chicos –dijo con desdén, en una
muestra clara de desprecio. Me pregunte cuándo rechazó su amistad.
Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces la miré de
nuevo. Había vuelto el rostro, pero me pareció ver estirada la piel de sus
mejillas, como si también estuviera sonriendo.
Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos minutos
después. Todos se movían con mucha elegancia, incluso el forzudo. Me desconectó
verlos. La que respondía al nombre de Edythe no me miró de nuevo.
Permanecí en la mesa con Jessica y sus amigas más tiempo del que
hubiera quedado de haber estado sola. No quería llegar tarde a mis clases el
primer día. Una de mis nuevas amigas, que tuvo la consideración de recordarme
que se llamaba Ángela, tenía, como yo, clase de segundo de Biología a la hora
siguiente. Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También era tímida.
Nada más entrar a clases, Ángela fue a sentarse a una mesa con
dos sillas y un tablero de laboratorio con la parte superior de color negro,
exactamente igual a las de Phoenix. Ya compartía la mesa con otro estudiante.
De hecho, todas las mesas estaban ocupadas, salvo una. Reconocí a Edythe Cullen,
que estaba sentada cerca del pasillo central junto a la única silla vacante,
por lo poco común de su cabello.
La miré de forma furtiva mientras avanzaba por el pasillo para
presentarme al profesor y que éste me firmara el comprobante de asistencia. Entonces,
justo cuando yo pasaba, se puso rígida en la silla. Volvió a mirarme fijamente
y nuestras miradas se encontraron. La expresión de su rostro era de lo más
extraña, hostil, airada. Pasmada, aparté la vista y me sonrojé otra vez.
Tropecé con un libro que había en el suelo y me tuve que aferrar al borde de
una mesa. La chica que se sentaba allí soltó una risita.
Me había dado cuenta de que tenía los ojos negros, negros como
el carbón.
El señor Banner me firmó el comprobante y me entregó un libro,
ahorrándose toda esa tontería de la presentación. Supe que íbamos a caernos
bien. Por supuesto, no le quedaba otro remedio que mandarme a la única silla
vacante en el centro del aula. Mantuve la mirada fija en el suelo mientras iba
a sentarme junto a ella, ya que la hostilidad de su mirada, aún me tenía
aturdida.
No alcé la vista cuando deposité el libro sobre la mesa y me
senté, pero la vi cambiar de postura al mirar de reojo. Se inclinó en la
dirección opuesta, sentándose al borde de la silla. Apartó el rostro como si
algo apestara. Olí mi pelo con disimulo. Olía a fresas, el aroma de mi champú
favorito. Me pareció un aroma bastante inocente. Dejé caer mi pelo sobre el
hombro derecho para crear una pantalla oscura entre nosotras e intenté prestar
atención al profesor.
Por desgracia, la clase versó sobre la anatomía celular, un tema
que ya había estudiado. De todos modos, tomé apuntes con cuidado, sin apartar
la vista del cuaderno.
No me podía controlar y de vez en cuando echaba un vistazo a
través del pelo a la extraña chica que tenía a mi lado. Esta no relajó aquella
postura envarada –sentada al borde de la silla, lo más lejos posible de mí–
durante toda la clase. La mano izquierda, crispada en un puño, descansaba sobre
el muslo. Se había arremangado la camiseta blanca hasta los codos. Debajo de su
piel clara podía verle el antebrazo, sorprendentemente duro y musculoso. No
pude evitar fijarme en lo perfecta que tenía la piel. Ni una peca, ni una sola
cicatriz.
La lección parecía prolongarse mucho más que las otras. ¿Se
debía a que las clases estaban a punto de acabar o porqué estaba esperando que
abriera el puño que cerraba con tanta fuerza? No lo abrió. Continuó sentada,
tan inmóvil que parecía no respirar. ¿Qué le pasaba? ¿Se comportaba de esa
forma habitualmente? Cuestioné mi opinión sobre la actitud de Jessica durante
el almuerzo. Quizá no era tan resentida como había pensado.
No podía tener nada que ver conmigo. No me conocía de nada.
Me atreví a mirle a hurtadillas una vez más y lo lamenté. Me
estaba mirando otra vez con esos ojos negros suyos llenos de repugnancia.
Mientras me apartaba de ella, cruzó por mi mente una frase: «Si las miradas
matasen…».
El timbre sonó en ese momento. Yo di un salto al oírlo y Edythe
Cullen abandonó su asiento. Se movía como una bailarina, cada una de las líneas
de su esbelto cuerpo en armonía con las demás, de espaldas a mí, y cruzó la
puerta del aula antes de que nadie se hubiera levantado de su silla.
Me quedé petrificada en la silla, contemplando con la mirada
perdida cómo se iba. Era realmente mezquina. No había derecho. Empecé a recoger
los bártulos muy despacio mientras intentaba reprimir la ira que me embargaba,
con miedo de que se me llenaran los ojos de lágrimas. Solía llorar cuando me
enfadaba, una costumbre humillante.
–Eres Isabella Swan, ¿no? –me preguntó una voz masculina.
Al azar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro
aniñado y el pelo rubio en punta cuidadosamente arreglado con gel. Me dirigió
una sonrisa amable. Obviamente, no parecía creer que yo oliera mal.
–Bella –le corregí con una sonrisa.
–Me llamo Mike.
–Hola, Mike.
– ¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
–Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
–Es también mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una
escuela tan pequeña. Fuimos juntos. Hablaba por los codos e hizo el gasto de
casi toda la conversación, lo cual fue un alivio. Había vivido en California
hasta los diez años, por eso entendía cómo me sentía ante la ausencia del sol.
Resultó ser la persona más agradable que había conocido aquel día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
–Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edythe Cullen, o qué? Jamás la
había visto comportarse de ese modo.
Tierra, trágame, pensé. Al menos
no era la única persona que lo había notado y, al parecer, aquel no era el
comportamiento habitual de Edythe Cullen. Decidí hacerme la tonta.
– ¿Te refieres a la chica que se sentaba a mi lado en Biología? –pregunté
sin malicia.
–Sí –respondió–. Tenía cara de dolor o algo parecido.
–No lo sé –le respondí–. No he hablado con ella.
–Es rara –Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al
vestuario–. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo si hubiera
hablado contigo.
Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario para chicas.
Era amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi
enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me
consiguió un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día.
En Phoenix, solo teníamos que asistir dos años a Educación física. Aquí era una
asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi infierno personal en la
tierra en el más literal de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidos de voleibol que se jugaban de forma
simultánea. Me dieron nauseas al verlos y recordar los muchos golpes que había
dado, y recibido, cuando jugaba al voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me
dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con las firmas.
Había dejado de llover, pero el viento era más frío y soplaba con fuerza. Me
envolví con mis propios brazos para protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta cuando entré en la cálida
oficina. Edythe Cullen se encontraba de pie, enfrente del escritorio. Era
imposible no reconocer su desgreñado cabello castaño dorado. Al parecer, no me
había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo, a la espera de que el
recepcionista calvo pudiera atenderme.
Estaba discutiendo con él con voz profunda y aterciopelada.
Capté rápidamente el motivo de la discusión. Intentaba cambiar la clase de
Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser otra
cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de
Biología. La causa de su aspecto contrariado debía de ser otro lío totalmente
diferente. Era imposible que aquella desconocida sintiera una aversión tan
intensa y repentina hacia mí.
La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento
helado hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me alborotó los
cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a andar hasta el
escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero Edythe
Cullen se envaró y se giró –su agraciado rostro parecía ridículo– para
traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí
un estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizo el vello de los
brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las
venas más que el gélido viento. Se giró hacia el recepcionista y rápidamente
dijo con voz aterciopelada:
–Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por
su ayuda.
Giró sobre si misma sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio –por una vez con el
rostro lívido en lugar de colorado– y le entregué el comprobante de asistencia
con todas las firmas.
– ¿Cómo te ha ido el primer día? –me preguntó.
–Bien –mentí con voz débil.
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