lunes, 22 de octubre de 2018

Complicaciones

Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.





Todo el mundo nos miró cuando nos dirigimos a nuestra mesa del laboratorio. Esta vez, no orientó la silla para sentarse todo lo lejos que le permitía la mesa. En lugar de eso, se sentó bastante cerca de mí, nuestros brazos casi se tocaban.
El señor Banner entró a clase de espalda llevando una gran mesa metálica de ruedas con un video y un televisor tosco y anticuado. Una clase con película. El relajamiento de la atmósfera fue casi tangible.
El profesor introdujo la cinta en el terco video y se dirigió hacia la pared para apagar las luces.
Entonces, cuando el aula quedó a oscuras, adquirí consciencia plena de que Edythe se sentaba a menos de tres centímetros de mí. La inesperada electricidad que fluyó por mi cuerpo me dejó aturdida, sorprendida de que fuera posible estar más pendiente de ella de lo que ya lo estaba. Estuve a punto de no poder controlar el loco impulso de extender la mano y tocarla, acariciar aquel rostro perfecto en medio de la oscuridad. Crucé los brazos sobre mi pecho con fuerza, con los puños crispados. Estaba perdiendo el juicio.
Comenzaron los créditos de inicio, que iluminaron la sala de forma simbólica. Estaba sentada igual que yo: los brazos cruzados, los puños cerrados, observándome. Cuando vio que la miraba, ella sonrió, casi como si se sintiera avergonzada. Incluso en la oscuridad, sus ojos parecían seguir ardiendo. Desvíe la mirada antes de empezar a hiperventilar. Era absolutamente ridículo que me sintiera aturdida.
La hora se me hizo eterna. No pude concentrarme en la película, ni siquiera supe de qué tema se trataba. Intenté relajarme en vano, ya que la corriente eléctrica que parecía emanar de algún lugar de su cuerpo no cesaba nunca. De forma esporádica, me permitía alguna breve ojeada en su dirección, pero ella tampoco parecía relajarse en ningún momento. El abrumador anhelo de tocarle también se negaba a desaparecer. Apreté los dedos contra las costillas hasta que me dolieron del esfuerzo.
Exhalé un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las luces al final de la clase y estiré los brazos, flexionando los dedos a garrotazos. Edythe se rio.
–Vaya, ha sido interesante –murmuró. Hablaba en voz baja y en sus ojos brillaba la cautela.
–Hmm –fue todo lo que fui capaz de responder.
–¿Nos vamos? –preguntó. Se puso de pie ágilmente. Levantó su mochila con un solo dedo.
Casi gemí. Llegaba la hora de Educación física. Me alce con cuidado, preocupada por la posibilidad de que esa nueva y extraña intensidad establecida entre nosotras hubiera afectado a mi sentido del equilibrio.
Caminó silenciosa a mi lado hasta la siguiente clase y se detuvo en la puerta. Me volví para despedirme, pero mi despedida se quedó en la garganta. Su rostro tenía una expresión desgarradora, casi dolorida, y terriblemente hermosa, y el anhelo de tocarla se apoderó de mi con la misma intensidad que antes.
Vacilante y con el debate interior reflejado en los ojos, alzó la mano y recorrió rápidamente mi pómulo con las yemas de los dedos. Su piel estaba tan fría como de costumbre, pero su roce quemaba.
Se volvió sin decir nada y se alejó rápidamente.
Entré en el gimnasio, mareada y tambaleándome un poco. Me dejé ir hasta el vestuario donde me cambié como en estado de trance, vagamente consciente de que había otras personas en torno a mí. No fui consciente del todo hasta que empuñe una raqueta. No pesaba mucho, pero la sentí insegura en mi mano. Vi a algunos chicos de la clase mirarme a hurtadillas. El entrenador Clapp nos ordenó jugar por parejas.
Gracias a dios, aún quedaban algunos rescoldos de caballerosidad en Mike, que acudió a mi lado.
–¿Quieres formar pareja conmigo?
–Gracias, Mike… –hice un gesto de disculpa–. No tienes por qué hacerlo, ya lo sabes.
–No te preocupes, me mantendré lejos de tu camino –dijo con una amplia sonrisa.
Algunas veces, era muy fácil que Mike me gustará.
La clase no transcurrió sin incidentes. No sé como, con el mismo golpe me las arreglé para dar a Mike en el hombro y golpearme la cabeza con la raqueta. Pase el resto de la hora en el rincón de atrás de la pista, con la raqueta sujeta bien segura detrás de la espalda. A pesar de estar en desventaja por mi causa, Mike era muy bueno, y ganó él solo tres de los cuatro partidos. Gracias a él, conseguí un buen resultado inmerecido cuando el entrenador silbó dando por finalizada la clase.
–Así… –dijo cuando nos alejábamos de la pista.
–Así… ¿qué?
–Tú y Cullen, ¿eh? –preguntó con tono de rebeldía. Mi anterior sentimiento de afecto se disipó –No sabía que eras de “esas”.
–No es de tu incumbencia, Mike –le avisé mientras en mi fuero interno maldecía a Jessica, enviándola al infierno.
–No me gusta –murmuró en cualquier caso.
–No tiene por qué –le repliqué bruscamente.
–Te mira como si… te mira como si fueras algo comestible –me ignoró y prosiguió–: No es como una chica debería mirar a otra.
Contuve la histeria que amenazaba con estallar, pero a pesar de mis esfuerzos se me escapó una risita tonta. Me miró ceñudo. Me despedí con  la mano y hui al vestuario.
Me vestí a toda prisa. Un revoloteo más fuerte que el de las mariposas golpeteaba incansablemente las paredes de mi estómago al tiempo que mi discusión con Mike se convertía en un recuerdo lejano. Me preguntaba si Edythe me estaría esperando o si me reuniría con ella en su coche. ¿Qué iba a ocurrir si su familia estaba ahí? Me invadió una oleada de pánico. ¿Sabían que lo sabía? ¿Se suponía que sabían que lo sabía, o no?
Salí del gimnasio en ese momento. Había decidido ir a pie hasta casa sin mirar siquiera el estacionamiento, pero todas mis preocupaciones fueron innecesarias cuando vi que Edythe me estaba esperando. Estaba apoyada a la sombra del edificio del gimnasio, aunque las nubes seguían siendo oscuras, con las manos entrelazadas frente al cuerpo. Ahora su rostro estaba calmado, y una leve sonrisa se apreciaba en las comisuras de sus labios. El ligero jersey que llevaba puesto no parecía suficiente para el tiempo que hacía. Sentí una peculiar sensación de alivio mientras caminaba a su lado.
–Hola –musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
–Hola –me correspondió con otra deslumbrante–. ¿Cómo te ha ido en gimnasia?
Mi rostro se enfrió un poco.
–Bien –mentí.
–¿De verdad? –enarcó las cejas–. ¿Cómo va la cabeza?
–No te habrás atrevido.
Ella empezó a caminar lentamente hacia el estacionamiento. Yo inmediatamente ajusté el paso para ir a su ritmo.
–Fuiste tu quien mencionó que nunca te había visto en clase de gimnasia. Eso despertó mi curiosidad –No parecía arrepentida, de modo que la ignoré.
–Genial –repliqué–. Eres increíble.
Ella rio musicalmente.
–Ha sido muy entretenido. Aunque no me hubiera importado que le pegaras un poquito más fuerte a ese otro chico.
–¿Qué?
Cuando hecho la vista hacia atrás, sus labios se tensaron en una fina línea. Me volví para ver la espada de Mike alejarse.
–Hace mucho que nadie que no sea mi familia piensa esas cosas sobre mí. Creo que no me gusta.
De repente, sentí una puntada de intranquilidad por Mike.
Edythe interpretó mi expresión y rio de nuevo.
–No te preocupes, nunca haría daño a tu amigo. Si lo hiciera, ¿quién querría ser tu pareja de bádminton?
Me costaba asimilarlo. Edythe parecía tan… delicada. Pero cuando decía aquellas cosas, era evidente que tenía plena confianza en sus habilidades. Si quisiera hacer daño a Mike, o a cualquier otra persona, esa persona en cuestión estaría en un grave aprieto. Era peligrosa, y yo era consciente de ello, pero cada vez que intentaba creerlo, me estampaba contra un muro.
–¿Qué cosas ha estado pensando tu familia de ti? –cambié de tema.
Ella sacudió la cabeza para negar.
–No es justo juzgar a la gente por lo que piensa. Se supone que los pensamientos son íntimos. Lo que cuentan son las acciones.
–No estoy segura… si sabes que alguien puede escuchar tus pensamientos, ¿no es lo mismo que expresarlos en voz alta?
–Para ti es fácil decirlo –sonrió–. Controlar los pensamientos es algo muy complicado. Pero cuando Rosalie y yo nos enfadamos, yo pienso de ella cosas mucho peores de las que piensa ella de mí, con la diferencia de que yo sí que las expreso en voz alta.
Rio de nuevo con aquel sonido suyo tan musical.
No me había fijado hacia donde íbamos, así que me sorprendí cuando nos vimos obligadas a aminorar la marcha por culpa de un gentío, todo chicos, que obstaculizaban el camino hacia el coche de Edythe. Luego, me di cuenta de que no rodeaban al Volvo, sino al descapotable rojo de Rosalie con un inconfundible deseo en los ojos. Ninguno alzó la vista hacia Edythe cuando se deslizó entre ellos para abrir la puerta. Me encarame rápidamente al asiento del copiloto, pasando también inadvertida.
–Ostentoso –murmuró.
–¿Qué tipo de coche es?
–Un M3.
–No hablo jerga de Car and Driver.
–Es un BMW.
Maniobró con cuidado para salir y no atropellar a ninguno de los fanáticos del automóvil.
Asentí. Había oído hablar del modelo.
Salimos del aparcamiento y, de nuevo, fuimos solo nosotras dos. La privacidad sabía a libertad en su compañía. Allí no había nadie que pudiera vernos y escucharnos, mucho menos juzgar.
–¿Ya es más tarde? –pregunté de forma elocuente. Ella frunció el ceño.
–Supongo que si.
Mantuve la expresión amable mientras esperaba.
Paró el motor del coche después de estacionarlo detrás del mío. Alcé la vista sorprendida: habíamos llegado a casa de Charlie, por supuesto. Resultaba más fácil montar con Edythe si sólo le miraba a ella hasta concluir el viaje. Cuando volví a levantar la vista, ella me contemplaba, evaluándome con la mirada.
–Y aún quieres saber por qué no puedes verme cazar, ¿no? –me preguntó.
Su voz era sería, pero su expresión parecía levemente divertida, todo lo opuesto a la sensación que me había dado antes en la cafetería.
–Bueno –aclaré–, sobre todo me preguntaba el motivo de tu reacción.
–¿Te asusté?
La pregunta parecía esperanzarla.
–No –le mentí, pero no picó.
Ella sonrió, sacudió la cabeza y su rostro volvió a adoptar una expresión seria.
–Discúlpame por reaccionar así. Fue solo la simple idea de que estuvieras allí mientras cazábamos.
Se le tensó la mandíbula.
–¿Estaría mal?
–Muchísimo –respondió aparentando los dientes.
–¿Por…?
Respiró hondo y contempló a través del parabrisas las espesas nubes en movimiento que descendían hasta quedarse casi al alcance de la mano.
–Nos entregamos por completo a nuestros sentidos cuando cazamos –habló despacio, a regañadientes–, nos reímos menos por nuestras mentes. Domina sobre todo el sentido del olfato. Si estuvieras en cualquier lugar cercano cuando pierdo el control de esa manera… –sacudió la cabeza mientras se demoraba contemplando con expresión triste las densas nubes.
Mantuve mi expresión firmemente controlada mientras esperaba que sus ojos me mirasen para evaluar la reacción subsiguiente. Mi rostro no reveló nada.
Pero nuestros ojos se encontraron y el silencio se hizo más profundo… y todo cambió. Descargas de electricidad que había sentido aquella tarde comenzaron a cargar el ambiente mientras Edythe contemplaba mis ojos de una manera implacable. No me di cuenta de que no respiraba hasta que comenzó a darme vueltas la cabeza. Cuando rompí a respirar agitadamente, quebrando la quietud, cerró los ojos.
–Bella, creo que ahora deberías entrar en casa –su suave voz no parecía tan suave, sino más bien seda salvaje, y su mirada no se apartaba de las nubes.
Abrí la puerta y la ráfaga de frío polar que irrumpió en el coche me ayudó a despejar la cabeza. Como estaba medio ida, tuve miedo de tropezar, por lo que salí del coche con sumo cuidado y cerré la puerta detrás de mí sin mirar atrás. El zumbido de la ventanilla automática al bajar me hizo darme la vuelta.
–¿Bella? –me llamó.
Se inclinó hacia la ventanilla abierta con una leve sonrisa en los labios.
–¿Sí?
–Mañana me toca a mí.
–¿El qué te toca?
Ensanchó la sonrisa, dejando entrever sus dientes relucientes.
–Hacer las preguntas.
Luego se marchó. El coche bajó la calle a toda velocidad y desapareció al doblar la esquina antes de que ni siquiera hubiera podido poner en orden mis ideas. Sonreí mientras caminaba hacia la casa. Cuando menos, resultaba obvio que planeaba verme mañana.
Edythe protagonizó mis sueños aquella noche, como de costumbre. Pero el clima de mi inconsciencia había cambiado. Me estremecía con la misma electricidad que había presidido la tarde, me agitaba y daba vueltas sin pensar, despertándome a menudo. Hasta bien entrada la noche no me sumí en un sueño agotado y sin sueños.
Al despertar no solo estaba cansada, sino con los nervios a flor de piel. Me enfundé el suéter de cuello vuelto y los inevitables jeans mientras soñaba despierta con camisetas de tirantes y shorts. Es desayuno fue el tranquilo y esperado suceso de siempre. Charlie se preparó unos huevos fritos y yo mi cuenco de cereales. Me preguntaba si se había olvidado de lo de este sábado, pero respondió a mi pregunta no formulada cuando se levantó para dejar su plato en el fregadero.
–Respecto a este sábado… –comenzó mientras cruzaba la cocina y abría el grifo.
Me encogí.
–¿Sí, papá?
–¿Sigues empeñada en ir a Seattle?
–Ese era el plan.
Hice una mueca mientras deseaba que no lo hubiera mencionado para no tener que componer cuidadosas medias verdades.
Esparció un poco de jabón sobre el plato y lo extendió con el cepillo.
–¿Estás segura de que no puedes estar de vuelta a tiempo para el baile?
–No voy a ir al baile, papá.
Le fulminé con la mirada.
–¿No te lo ha pedido nadie? –preguntó al tiempo que ocultaba su consternación concentrándose en enjuagar el plato.
Esquivé el campo de minas.
–Es la chica quien elige.
–Ah.
Frunció el ceño mientras secaba el plato.
Sentía simpatía hacia él. Debe ser duro ser padre y vivir con él miedo a que tu hija encuentre al chico que le gusta, pero aún más duro el estar preocupado de que no sea así. Que horrible sería, pensé con un estremecimiento, si Charlie tuviera la más remota idea de qué era exactamente lo que me gustaba.
Entonces, Charlie se marchó, se despidió con un movimiento de la mano y yo subí las escaleras para cepillarme los dientes y recoger mis libros. Cuando oí alejarse al coche patrulla, solo fui capaz de esperar unos segundos antes de echar un vistazo por la ventana. El coche plateado ya estaba ahí, en la entrada de coches de la casa.
Bajé las escaleras y salí por la puerta principal delantera, preguntándome cuanto tiempo duraría aquella extraña rutina. No quería que acabara jamás.
Me aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la puerta de la casa sin molestarme en echar el pestillo. Me encaminé hacia el coche, dudé un momento antes de abrir la puerta y entré. Estaba sonriente, relajada y, como siempre, dolorosamente perfecta.
–Buenos días ¿Cómo estás hoy?
Me recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo más que una mera cortesía.
–Bien, gracias.
Siempre estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba cerca de ella. Su mirada se detuvo en mis ojeras.
–Pareces cansada.
–No pude dormir –confesé, y de inmediato me removí la melena sobre el hombro preparando alguna medida para ganar tiempo.
–Yo tampoco –bromeó mientras encendía el motor.
Me estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba convencida de que me asustaría el rugido del monovolumen, siempre que llegara a conducirlo de nuevo.
–Eso es cierto –me reí–. Supongo que he dormido un poquito más que tú.
–Apostaría a que sí.
–¿Qué hiciste la noche pasada?
–No te escapes –rio entre dientes–. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.
–Ah, es cierto ¿Qué quieres saber?
Torcí el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mí vida que le pudiera resultar interesante.
–¿Cuál es tu color favorito? –preguntó totalmente sería.
Me encogí de hombros.
–Depende del día.
–¿Cuál es tu color favorito hoy?
–El dorado, probablemente.
–¿Basas tu elección en algún criterio, o es completamente aleatoria?
Me aclaré la garganta, un poco cohibida.
–Es el color de tus ojos hoy. Si me lo preguntaras dentro de una semana, probablemente te diría que negro.
Me miró con una expresión que no supe interpretar, pero, antes de poder preguntarle, pasó a su siguiente cuestión:
–¿Qué CD has puesto en tu equipo de música?
Tuve que pensarlo un momento hasta que recordé que lo último que había escuchado era el CD que me había regalado Phil. Esbozó una sonrisa cuando le dije el nombre del grupo. Tiro de un saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del reproductor de CD del coche, extrajo uno de las docenas de discos que guardaba apretujados en aquel pequeño espacio y me lo entregó. Era el mismo CD.
–¿De Debussy a esto? –enarcó una ceja.
El resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando cada insignificante detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando nos reunimos después de Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que me gustaban y las que aborrecía; los pocos lugares que había visitado; los muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin descanso.
No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me sentía cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro y el interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar.
Biología volvió a ser un engorro. Edythe había continuado con su cuestionario hasta que el señor Banner entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual. Cuando el profesor se aproximó al interruptor me percaté de que Edythe alejaba levemente su silla de la mía. No sirvió de nada. Saltó la misma chispa eléctrica y el mismo e incesante anhelo de tocarla, como el día anterior, en cuanto la habitación quedó a oscuras.
Me recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos ocultos aferraban el borde de la mesa mientras luchaba por ignorar el estúpido deseo que me desquiciaba.
No le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si ella me miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final de la hora no tenía ni idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando el señor Banner encendió las luces y por fin miré a Edythe, que me estaba contemplando con unos ojos que no supe interpretar.
Se levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos hacia el gimnasio sin decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la palma de su gélida mano, desde la sien a la mandíbula sin despegar los labios… antes de darse la vuelta y alejarse.
La clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba el espectáculo del equipo unipersonal de bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra, ya fuera como reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por nuestra disputa del día anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la mente, pero no me podía ocupar de él en ese momento.
Después me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que cuanto más rápido me moviera, más pronto estaría con Edythe. La precipitación me volvió más torpe de lo habitual, pero al fin salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verle esperándome ahí y una amplia sonrisa se extendió por mi rostro.
Respondió con otra antes de lanzarse a nuevas preguntas.
Ahora eran diferentes, aunque no eran tan fáciles de responder. Quería saber que echaba de menos de Phoenix, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa que desconociera. Nos sentamos frente a la casa de Charlie durante horas mientras el cielo oscurecía y nos cayó a plomo un repentino aguacero.
Intenté describir cosas imposibles como el aroma de la creosota –amargo, ligeramente resinoso, pero aún así agradable–, el canto fuerte y lastimero de las cigarras en julio, la liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del cielo, cuyo azul se extendía de uno a otro confín en el horizonte sin otras interrupciones que las montañas bajas cubiertas de purpúreas rocas volcánicas.
Lo más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y también justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y dispersa, que a menudo parecía muerta, sino que tenía más que ver con la silueta de la tierra, las cuencas poco profundas de los valles entre colinas escarpadas y la forma en que conservaba la luz del sol. Me encontré gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.
Sus preguntas discretas y perspicaces me dejaron explayarme a gusto y olvidar a la lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por monopolizar la conversación. Al final, cuando hube acabado de detallar mi desordenada habitación en Phoenix, hizo una pausa en lugar de responder con otra cuestión.
–¿Has terminado? –pregunté con alivio.
–Ni por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.
–¡Charlie! –de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudie el cielo oscurecido por la lluvia, pero no me reveló nada–. ¿Es muy tarde? –me pregunté en voz alta al tiempo que miraba el reloj. La hora me había tomado por sorpresa. Charlie ya debería de estar conduciendo de vuelta a casa.
–Es la hora del crepúsculo –murmuró Edythe al mirar el horizonte de poniente oculto por las nubes.
Habló de forma pensativa, como si su mente estuviera en un lugar lejano. La contemplé mientras miraba a través del parabrisas.
De repente sus ojos se volvieron hacia los míos.
–Es la hora más seguras para nosotros –me explicó en respuesta a la pregunta no formulada de mi mirada–. El momento más fácil, pero también el más triste, en cierto modo… el fin de otro día, el regreso de la noche –sonrió con añoranza–. La oscuridad es demasiado predecible, ¿no crees?
–Me gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la oscuridad –fruncí el entretejo–. No es que aquí se vean mucho.
Se rio, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.
–Charlie estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos que quieras decirle que vas a pasar conmigo el sábado…
Me miró esperanzada.
–Gracias, pero no –reuní mis libros mientras me daba cuenta de que me había quedado entumecida al permanecer sentada y quieta durante tanto tiempo–. Entonces, ¿mañana me toca a mi?
–¡Desde luego que no! –fingió estar ofendida–. No te he dicho que haya terminado, ¿verdad?
–¿Qué más queda?
Exhibió sus hoyuelos.
–Lo averiguar as mañana.
Extendió una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía hizo palpitar alocadamente mi corazón. Pero su mano se paralizó en la manija. Su cabeza se giró repentinamente al frente, y de nuevo empezó a escrutar a través de la lluvia.
–Oh, no –jadeó.
–¿Qué ocurre?
Tenía la mandíbula apretada y las cejas unidas formando una dura línea sobre sus ojos. Me miró por un instante.
–Otra complicación –me dijo taciturnamente.
Abrió la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi encogida, se apartó de mi con igual velocidad.
El destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención mientras a escasos metros un coche negro subía el bordillo, dirigiéndose hacia nosotras.
–Date prisa –me urgió. Vigilaba atentamente al otro vehículo a través del aguacero–. Charlie ha doblado la esquina.
A pesar de la confusión y la curiosidad bajé de un salto. El estrépito de la lluvia era mayor al rebotar me sobre la chaqueta.
Quise identificar las figuras del asiento delantero del otro vehículo, pero estaba demasiado oscuro. Pude ver a Edythe a la luz de los faros del otro coche. Aún miraba al frente, con la vista fija en algo o en alguien a quien yo no podía ver. Su expresión era una extraña mezcla de frustración y desafío.
Aceleró el motor a punto muerto y los neumáticos chirriaron sobre el húmedo pavimento. El Volvo desapareció de la vista en cuestión de segundos.
–Hola, Bella –llamó una ronca voz familiar desde el asiento del conductor del pequeño coche.
–¿Julie? –pregunté, parpadeando bajo la lluvia.
Solo entonces dobló la esquina el coche patrulla de Charlie y las luces del mismo alumbraron a los ocupantes del coche que tenía enfrente de mí.
Julie ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la oscuridad. En el asiento del copiloto se sentaba un hombre mucho mayor, corpulento y de rostro memorable…, un rostro que se desbordaba, las mejillas llegaban casi hasta los hombros, las arrugas surcaban la piel rojiza como las de una vieja chaqueta de cuero. Los ojos, sorprendentemente familiares, parecían al mismo tiempo demasiado jóvenes y demasiado viejos para aquel ancho rostro. Era el padre de Julie, Billy Black.
Lo supe inmediatamente a pesar de que en los cinco años transcurridos desde que lo había visto por última vez me las había arreglado para olvidar su nombre hasta que Charlie lo mencionó el día de mi llegada. Me miraba fijamente, escrutado mi cara, por lo que le sonreí con timidez. Tenía los ojos desorbitados por la sorpresa o el pánico y resonaba por la ancha nariz. Mi sonrisa se desvaneció.
«Otra complicación», había dicho Edythe.
Billy seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero interno. ¿Había reconocido Billy a Edythe con tanta facilidad? ¿Creía en las leyendas inverosímiles de las que se había mofado su hija?
La respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.





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