Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.
Todo
el mundo nos miró cuando nos dirigimos a nuestra mesa del laboratorio. Esta
vez, no orientó la silla para sentarse todo lo lejos que le permitía la mesa.
En lugar de eso, se sentó bastante cerca de mí, nuestros brazos casi se
tocaban.
El
señor Banner entró a clase de espalda llevando una gran mesa metálica de ruedas
con un video y un televisor tosco y anticuado. Una clase con película. El
relajamiento de la atmósfera fue casi tangible.
El
profesor introdujo la cinta en el terco video y se dirigió hacia la pared para
apagar las luces.
Entonces,
cuando el aula quedó a oscuras, adquirí consciencia plena de que Edythe se
sentaba a menos de tres centímetros de mí. La inesperada electricidad que fluyó
por mi cuerpo me dejó aturdida, sorprendida de que fuera posible estar más
pendiente de ella de lo que ya lo estaba. Estuve a punto de no poder controlar
el loco impulso de extender la mano y tocarla, acariciar aquel rostro perfecto
en medio de la oscuridad. Crucé los brazos sobre mi pecho con fuerza, con los
puños crispados. Estaba perdiendo el juicio.
Comenzaron
los créditos de inicio, que iluminaron la sala de forma simbólica. Estaba
sentada igual que yo: los brazos cruzados, los puños cerrados, observándome.
Cuando vio que la miraba, ella sonrió, casi como si se sintiera avergonzada.
Incluso en la oscuridad, sus ojos parecían seguir ardiendo. Desvíe la mirada
antes de empezar a hiperventilar. Era absolutamente ridículo que me sintiera
aturdida.
La
hora se me hizo eterna. No pude concentrarme en la película, ni siquiera supe
de qué tema se trataba. Intenté relajarme en vano, ya que la corriente
eléctrica que parecía emanar de algún lugar de su cuerpo no cesaba nunca. De
forma esporádica, me permitía alguna breve ojeada en su dirección, pero ella
tampoco parecía relajarse en ningún momento. El abrumador anhelo de tocarle
también se negaba a desaparecer. Apreté los dedos contra las costillas hasta
que me dolieron del esfuerzo.
Exhalé
un suspiro de alivio cuando el señor Banner encendió las luces al final de la
clase y estiré los brazos, flexionando los dedos a garrotazos. Edythe se rio.
–Vaya,
ha sido interesante –murmuró. Hablaba en voz baja y en sus ojos brillaba la
cautela.
–Hmm
–fue todo lo que fui capaz de responder.
–¿Nos
vamos? –preguntó. Se puso de pie ágilmente. Levantó su mochila con un solo
dedo.
Casi
gemí. Llegaba la hora de Educación física. Me alce con cuidado, preocupada por
la posibilidad de que esa nueva y extraña intensidad establecida entre nosotras
hubiera afectado a mi sentido del equilibrio.
Caminó
silenciosa a mi lado hasta la siguiente clase y se detuvo en la puerta. Me
volví para despedirme, pero mi despedida se quedó en la garganta. Su rostro
tenía una expresión desgarradora, casi dolorida, y terriblemente hermosa, y el
anhelo de tocarla se apoderó de mi con la misma intensidad que antes.
Vacilante
y con el debate interior reflejado en los ojos, alzó la mano y recorrió
rápidamente mi pómulo con las yemas de los dedos. Su piel estaba tan fría como
de costumbre, pero su roce quemaba.
Se
volvió sin decir nada y se alejó rápidamente.
Entré
en el gimnasio, mareada y tambaleándome un poco. Me dejé ir hasta el vestuario
donde me cambié como en estado de trance, vagamente consciente de que había
otras personas en torno a mí. No fui consciente del todo hasta que empuñe una
raqueta. No pesaba mucho, pero la sentí insegura en mi mano. Vi a algunos
chicos de la clase mirarme a hurtadillas. El entrenador Clapp nos ordenó jugar
por parejas.
Gracias
a dios, aún quedaban algunos rescoldos de caballerosidad en Mike, que acudió a
mi lado.
–¿Quieres
formar pareja conmigo?
–Gracias,
Mike… –hice un gesto de disculpa–. No tienes por qué hacerlo, ya lo sabes.
–No
te preocupes, me mantendré lejos de tu camino –dijo con una amplia sonrisa.
Algunas
veces, era muy fácil que Mike me gustará.
La
clase no transcurrió sin incidentes. No sé como, con el mismo golpe me las
arreglé para dar a Mike en el hombro y golpearme la cabeza con la raqueta. Pase
el resto de la hora en el rincón de atrás de la pista, con la raqueta sujeta
bien segura detrás de la espalda. A pesar de estar en desventaja por mi causa,
Mike era muy bueno, y ganó él solo tres de los cuatro partidos. Gracias a él,
conseguí un buen resultado inmerecido cuando el entrenador silbó dando por
finalizada la clase.
–Así…
–dijo cuando nos alejábamos de la pista.
–Así…
¿qué?
–Tú
y Cullen, ¿eh? –preguntó con tono de rebeldía. Mi anterior sentimiento de
afecto se disipó –No sabía que eras de “esas”.
–No
es de tu incumbencia, Mike –le avisé mientras en mi fuero interno maldecía a
Jessica, enviándola al infierno.
–No
me gusta –murmuró en cualquier caso.
–No
tiene por qué –le repliqué bruscamente.
–Te
mira como si… te mira como si fueras algo comestible –me ignoró y prosiguió–:
No es como una chica debería mirar a otra.
Contuve
la histeria que amenazaba con estallar, pero a pesar de mis esfuerzos se me
escapó una risita tonta. Me miró ceñudo. Me despedí con la mano y hui al vestuario.
Me
vestí a toda prisa. Un revoloteo más fuerte que el de las mariposas golpeteaba
incansablemente las paredes de mi estómago al tiempo que mi discusión con Mike
se convertía en un recuerdo lejano. Me preguntaba si Edythe me estaría
esperando o si me reuniría con ella en su coche. ¿Qué iba a ocurrir si su
familia estaba ahí? Me invadió una oleada de pánico. ¿Sabían que lo sabía? ¿Se
suponía que sabían que lo sabía, o no?
Salí
del gimnasio en ese momento. Había decidido ir a pie hasta casa sin mirar
siquiera el estacionamiento, pero todas mis preocupaciones fueron innecesarias
cuando vi que Edythe me estaba esperando. Estaba apoyada a la sombra del
edificio del gimnasio, aunque las nubes seguían siendo oscuras, con las manos
entrelazadas frente al cuerpo. Ahora su rostro estaba calmado, y una leve
sonrisa se apreciaba en las comisuras de sus labios. El ligero jersey que
llevaba puesto no parecía suficiente para el tiempo que hacía. Sentí una
peculiar sensación de alivio mientras caminaba a su lado.
–Hola
–musité mientras esbozaba una gran sonrisa.
–Hola
–me correspondió con otra deslumbrante–. ¿Cómo te ha ido en gimnasia?
Mi
rostro se enfrió un poco.
–Bien
–mentí.
–¿De
verdad? –enarcó las cejas–. ¿Cómo va la cabeza?
–No
te habrás atrevido.
Ella
empezó a caminar lentamente hacia el estacionamiento. Yo inmediatamente ajusté
el paso para ir a su ritmo.
–Fuiste
tu quien mencionó que nunca te había visto en clase de gimnasia. Eso despertó
mi curiosidad –No parecía arrepentida, de modo que la ignoré.
–Genial
–repliqué–. Eres increíble.
Ella
rio musicalmente.
–Ha
sido muy entretenido. Aunque no me hubiera importado que le pegaras un poquito
más fuerte a ese otro chico.
–¿Qué?
Cuando
hecho la vista hacia atrás, sus labios se tensaron en una fina línea. Me volví
para ver la espada de Mike alejarse.
–Hace
mucho que nadie que no sea mi familia piensa esas cosas sobre mí. Creo que no
me gusta.
De
repente, sentí una puntada de intranquilidad por Mike.
Edythe
interpretó mi expresión y rio de nuevo.
–No
te preocupes, nunca haría daño a tu amigo. Si lo hiciera, ¿quién querría ser tu
pareja de bádminton?
Me
costaba asimilarlo. Edythe parecía tan… delicada. Pero cuando decía aquellas
cosas, era evidente que tenía plena confianza en sus habilidades. Si quisiera
hacer daño a Mike, o a cualquier otra persona, esa persona en cuestión estaría
en un grave aprieto. Era peligrosa, y yo era consciente de ello, pero cada vez
que intentaba creerlo, me estampaba contra un muro.
–¿Qué
cosas ha estado pensando tu familia de ti? –cambié de tema.
Ella
sacudió la cabeza para negar.
–No
es justo juzgar a la gente por lo que piensa. Se supone que los pensamientos
son íntimos. Lo que cuentan son las acciones.
–No
estoy segura… si sabes que alguien puede escuchar tus pensamientos, ¿no es lo
mismo que expresarlos en voz alta?
–Para
ti es fácil decirlo –sonrió–. Controlar los pensamientos es algo muy
complicado. Pero cuando Rosalie y yo nos enfadamos, yo pienso de ella cosas
mucho peores de las que piensa ella de mí, con la diferencia de que yo sí que
las expreso en voz alta.
Rio
de nuevo con aquel sonido suyo tan musical.
No
me había fijado hacia donde íbamos, así que me sorprendí cuando nos vimos
obligadas a aminorar la marcha por culpa de un gentío, todo chicos, que
obstaculizaban el camino hacia el coche de Edythe. Luego, me di cuenta de que
no rodeaban al Volvo, sino al descapotable rojo de Rosalie con un inconfundible
deseo en los ojos. Ninguno alzó la vista hacia Edythe cuando se deslizó entre
ellos para abrir la puerta. Me encarame rápidamente al asiento del copiloto,
pasando también inadvertida.
–Ostentoso
–murmuró.
–¿Qué
tipo de coche es?
–Un
M3.
–No
hablo jerga de Car and Driver.
–Es
un BMW.
Maniobró
con cuidado para salir y no atropellar a ninguno de los fanáticos del
automóvil.
Asentí.
Había oído hablar del modelo.
Salimos
del aparcamiento y, de nuevo, fuimos solo nosotras dos. La privacidad sabía a
libertad en su compañía. Allí no había nadie que pudiera vernos y escucharnos,
mucho menos juzgar.
–¿Ya
es más tarde? –pregunté de forma elocuente. Ella frunció el ceño.
–Supongo
que si.
Mantuve
la expresión amable mientras esperaba.
Paró
el motor del coche después de estacionarlo detrás del mío. Alcé la vista
sorprendida: habíamos llegado a casa de Charlie, por supuesto. Resultaba más
fácil montar con Edythe si sólo le miraba a ella hasta concluir el viaje.
Cuando volví a levantar la vista, ella me contemplaba, evaluándome con la
mirada.
–Y
aún quieres saber por qué no puedes verme cazar, ¿no? –me preguntó.
Su
voz era sería, pero su expresión parecía levemente divertida, todo lo opuesto a
la sensación que me había dado antes en la cafetería.
–Bueno
–aclaré–, sobre todo me preguntaba el motivo de tu reacción.
–¿Te
asusté?
La
pregunta parecía esperanzarla.
–No
–le mentí, pero no picó.
Ella
sonrió, sacudió la cabeza y su rostro volvió a adoptar una expresión seria.
–Discúlpame
por reaccionar así. Fue solo la simple idea de que estuvieras allí mientras
cazábamos.
Se
le tensó la mandíbula.
–¿Estaría
mal?
–Muchísimo
–respondió aparentando los dientes.
–¿Por…?
Respiró
hondo y contempló a través del parabrisas las espesas nubes en movimiento que
descendían hasta quedarse casi al alcance de la mano.
–Nos
entregamos por completo a nuestros sentidos cuando cazamos –habló despacio, a
regañadientes–, nos reímos menos por nuestras mentes. Domina sobre todo el
sentido del olfato. Si estuvieras en cualquier lugar cercano cuando pierdo el
control de esa manera… –sacudió la cabeza mientras se demoraba contemplando con
expresión triste las densas nubes.
Mantuve
mi expresión firmemente controlada mientras esperaba que sus ojos me mirasen
para evaluar la reacción subsiguiente. Mi rostro no reveló nada.
Pero
nuestros ojos se encontraron y el silencio se hizo más profundo… y todo cambió.
Descargas de electricidad que había sentido aquella tarde comenzaron a cargar
el ambiente mientras Edythe contemplaba mis ojos de una manera implacable. No
me di cuenta de que no respiraba hasta que comenzó a darme vueltas la cabeza.
Cuando rompí a respirar agitadamente, quebrando la quietud, cerró los ojos.
–Bella,
creo que ahora deberías entrar en casa –su suave voz no parecía tan suave, sino
más bien seda salvaje, y su mirada no se apartaba de las nubes.
Abrí
la puerta y la ráfaga de frío polar que irrumpió en el coche me ayudó a
despejar la cabeza. Como estaba medio ida, tuve miedo de tropezar, por lo que
salí del coche con sumo cuidado y cerré la puerta detrás de mí sin mirar atrás.
El zumbido de la ventanilla automática al bajar me hizo darme la vuelta.
–¿Bella?
–me llamó.
Se
inclinó hacia la ventanilla abierta con una leve sonrisa en los labios.
–¿Sí?
–Mañana
me toca a mí.
–¿El
qué te toca?
Ensanchó
la sonrisa, dejando entrever sus dientes relucientes.
–Hacer
las preguntas.
Luego
se marchó. El coche bajó la calle a toda velocidad y desapareció al doblar la
esquina antes de que ni siquiera hubiera podido poner en orden mis ideas.
Sonreí mientras caminaba hacia la casa. Cuando menos, resultaba obvio que
planeaba verme mañana.
Edythe
protagonizó mis sueños aquella noche, como de costumbre. Pero el clima de mi
inconsciencia había cambiado. Me estremecía con la misma electricidad que había
presidido la tarde, me agitaba y daba vueltas sin pensar, despertándome a
menudo. Hasta bien entrada la noche no me sumí en un sueño agotado y sin
sueños.
Al
despertar no solo estaba cansada, sino con los nervios a flor de piel. Me
enfundé el suéter de cuello vuelto y los inevitables jeans mientras soñaba
despierta con camisetas de tirantes y shorts. Es desayuno fue el tranquilo y
esperado suceso de siempre. Charlie se preparó unos huevos fritos y yo mi
cuenco de cereales. Me preguntaba si se había olvidado de lo de este sábado,
pero respondió a mi pregunta no formulada cuando se levantó para dejar su plato
en el fregadero.
–Respecto
a este sábado… –comenzó mientras cruzaba la cocina y abría el grifo.
Me
encogí.
–¿Sí,
papá?
–¿Sigues
empeñada en ir a Seattle?
–Ese
era el plan.
Hice
una mueca mientras deseaba que no lo hubiera mencionado para no tener que
componer cuidadosas medias verdades.
Esparció
un poco de jabón sobre el plato y lo extendió con el cepillo.
–¿Estás
segura de que no puedes estar de vuelta a tiempo para el baile?
–No
voy a ir al baile, papá.
Le
fulminé con la mirada.
–¿No
te lo ha pedido nadie? –preguntó al tiempo que ocultaba su consternación
concentrándose en enjuagar el plato.
Esquivé
el campo de minas.
–Es
la chica quien elige.
–Ah.
Frunció
el ceño mientras secaba el plato.
Sentía
simpatía hacia él. Debe ser duro ser padre y vivir con él miedo a que tu hija
encuentre al chico que le gusta, pero aún más duro el estar preocupado de que
no sea así. Que horrible sería, pensé con un estremecimiento, si Charlie
tuviera la más remota idea de qué era exactamente lo que me gustaba.
Entonces,
Charlie se marchó, se despidió con un movimiento de la mano y yo subí las
escaleras para cepillarme los dientes y recoger mis libros. Cuando oí alejarse
al coche patrulla, solo fui capaz de esperar unos segundos antes de echar un
vistazo por la ventana. El coche plateado ya estaba ahí, en la entrada de
coches de la casa.
Bajé
las escaleras y salí por la puerta principal delantera, preguntándome cuanto
tiempo duraría aquella extraña rutina. No quería que acabara jamás.
Me
aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la puerta de la casa
sin molestarme en echar el pestillo. Me encaminé hacia el coche, dudé un
momento antes de abrir la puerta y entré. Estaba sonriente, relajada y, como
siempre, dolorosamente perfecta.
–Buenos
días ¿Cómo estás hoy?
Me
recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo más que una
mera cortesía.
–Bien,
gracias.
Siempre
estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba cerca de ella. Su mirada
se detuvo en mis ojeras.
–Pareces
cansada.
–No
pude dormir –confesé, y de inmediato me removí la melena sobre el hombro
preparando alguna medida para ganar tiempo.
–Yo
tampoco –bromeó mientras encendía el motor.
Me
estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba convencida de que me
asustaría el rugido del monovolumen, siempre que llegara a conducirlo de nuevo.
–Eso
es cierto –me reí–. Supongo que he dormido un poquito más que tú.
–Apostaría
a que sí.
–¿Qué
hiciste la noche pasada?
–No
te escapes –rio entre dientes–. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.
–Ah,
es cierto ¿Qué quieres saber?
Torcí
el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mí vida que le pudiera
resultar interesante.
–¿Cuál
es tu color favorito? –preguntó totalmente sería.
Me
encogí de hombros.
–Depende
del día.
–¿Cuál
es tu color favorito hoy?
–El
dorado, probablemente.
–¿Basas
tu elección en algún criterio, o es completamente aleatoria?
Me
aclaré la garganta, un poco cohibida.
–Es
el color de tus ojos hoy. Si me lo preguntaras dentro de una semana,
probablemente te diría que negro.
Me
miró con una expresión que no supe interpretar, pero, antes de poder
preguntarle, pasó a su siguiente cuestión:
–¿Qué
CD has puesto en tu equipo de música?
Tuve
que pensarlo un momento hasta que recordé que lo último que había escuchado era
el CD que me había regalado Phil. Esbozó una sonrisa cuando le dije el nombre
del grupo. Tiro de un saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del
reproductor de CD del coche, extrajo uno de las docenas de discos que guardaba
apretujados en aquel pequeño espacio y me lo entregó. Era el mismo CD.
–¿De
Debussy a esto? –enarcó una ceja.
El
resto del día siguió de forma similar. Me estuvo preguntando cada
insignificante detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando
nos reunimos después de Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que
me gustaban y las que aborrecía; los pocos lugares que había visitado; los
muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin descanso.
No
recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me
sentía cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo
ensimismamiento de su rostro y el interminable diluvio de preguntas me
compelían a continuar.
Biología
volvió a ser un engorro. Edythe había continuado con su cuestionario hasta que
el señor Banner entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual.
Cuando el profesor se aproximó al interruptor me percaté de que Edythe alejaba
levemente su silla de la mía. No sirvió de nada. Saltó la misma chispa
eléctrica y el mismo e incesante anhelo de tocarla, como el día anterior, en
cuanto la habitación quedó a oscuras.
Me
recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos
ocultos aferraban el borde de la mesa mientras luchaba por ignorar el estúpido
deseo que me desquiciaba.
No
le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si
ella me miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final
de la hora no tenía ni idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando
el señor Banner encendió las luces y por fin miré a Edythe, que me estaba
contemplando con unos ojos que no supe interpretar.
Se
levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos hacia el gimnasio sin
decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la
palma de su gélida mano, desde la sien a la mandíbula sin despegar los labios…
antes de darse la vuelta y alejarse.
La
clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba el espectáculo
del equipo unipersonal de bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra,
ya fuera como reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por
nuestra disputa del día anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la
mente, pero no me podía ocupar de él en ese momento.
Después
me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que cuanto más rápido me moviera, más
pronto estaría con Edythe. La precipitación me volvió más torpe de lo habitual,
pero al fin salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verle esperándome ahí
y una amplia sonrisa se extendió por mi rostro.
Respondió
con otra antes de lanzarse a nuevas preguntas.
Ahora
eran diferentes, aunque no eran tan fáciles de responder. Quería saber que
echaba de menos de Phoenix, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa
que desconociera. Nos sentamos frente a la casa de Charlie durante horas
mientras el cielo oscurecía y nos cayó a plomo un repentino aguacero.
Intenté
describir cosas imposibles como el aroma de la creosota –amargo, ligeramente
resinoso, pero aún así agradable–, el canto fuerte y lastimero de las cigarras
en julio, la liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del
cielo, cuyo azul se extendía de uno a otro confín en el horizonte sin otras
interrupciones que las montañas bajas cubiertas de purpúreas rocas volcánicas.
Lo
más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y
también justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y
dispersa, que a menudo parecía muerta, sino que tenía más que ver con la
silueta de la tierra, las cuencas poco profundas de los valles entre colinas
escarpadas y la forma en que conservaba la luz del sol. Me encontré
gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.
Sus
preguntas discretas y perspicaces me dejaron explayarme a gusto y olvidar a la
lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por monopolizar la conversación. Al
final, cuando hube acabado de detallar mi desordenada habitación en Phoenix,
hizo una pausa en lugar de responder con otra cuestión.
–¿Has
terminado? –pregunté con alivio.
–Ni
por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.
–¡Charlie!
–de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudie el cielo oscurecido por
la lluvia, pero no me reveló nada–. ¿Es muy tarde? –me pregunté en voz alta al
tiempo que miraba el reloj. La hora me había tomado por sorpresa. Charlie ya
debería de estar conduciendo de vuelta a casa.
–Es
la hora del crepúsculo –murmuró Edythe al mirar el horizonte de poniente oculto
por las nubes.
Habló
de forma pensativa, como si su mente estuviera en un lugar lejano. La contemplé
mientras miraba a través del parabrisas.
De
repente sus ojos se volvieron hacia los míos.
–Es
la hora más seguras para nosotros –me explicó en respuesta a la pregunta no
formulada de mi mirada–. El momento más fácil, pero también el más triste, en
cierto modo… el fin de otro día, el regreso de la noche –sonrió con añoranza–.
La oscuridad es demasiado predecible, ¿no crees?
–Me
gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la oscuridad –fruncí el
entretejo–. No es que aquí se vean mucho.
Se
rio, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.
–Charlie
estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos que quieras decirle que
vas a pasar conmigo el sábado…
Me
miró esperanzada.
–Gracias,
pero no –reuní mis libros mientras me daba cuenta de que me había quedado
entumecida al permanecer sentada y quieta durante tanto tiempo–. Entonces,
¿mañana me toca a mi?
–¡Desde
luego que no! –fingió estar ofendida–. No te he dicho que haya terminado,
¿verdad?
–¿Qué
más queda?
Exhibió
sus hoyuelos.
–Lo
averiguar as mañana.
Extendió
una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía hizo palpitar alocadamente
mi corazón. Pero su mano se paralizó en la manija. Su cabeza se giró
repentinamente al frente, y de nuevo empezó a escrutar a través de la lluvia.
–Oh,
no –jadeó.
–¿Qué
ocurre?
Tenía
la mandíbula apretada y las cejas unidas formando una dura línea sobre sus
ojos. Me miró por un instante.
–Otra
complicación –me dijo taciturnamente.
Abrió
la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi encogida, se apartó de mi
con igual velocidad.
El
destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención mientras a
escasos metros un coche negro subía el bordillo, dirigiéndose hacia nosotras.
–Date
prisa –me urgió. Vigilaba atentamente al otro vehículo a través del aguacero–.
Charlie ha doblado la esquina.
A
pesar de la confusión y la curiosidad bajé de un salto. El estrépito de la
lluvia era mayor al rebotar me sobre la chaqueta.
Quise
identificar las figuras del asiento delantero del otro vehículo, pero estaba
demasiado oscuro. Pude ver a Edythe a la luz de los faros del otro coche. Aún
miraba al frente, con la vista fija en algo o en alguien a quien yo no podía
ver. Su expresión era una extraña mezcla de frustración y desafío.
Aceleró
el motor a punto muerto y los neumáticos chirriaron sobre el húmedo pavimento.
El Volvo desapareció de la vista en cuestión de segundos.
–Hola,
Bella –llamó una ronca voz familiar desde el asiento del conductor del pequeño
coche.
–¿Julie?
–pregunté, parpadeando bajo la lluvia.
Solo
entonces dobló la esquina el coche patrulla de Charlie y las luces del mismo
alumbraron a los ocupantes del coche que tenía enfrente de mí.
Julie
ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la oscuridad. En el
asiento del copiloto se sentaba un hombre mucho mayor, corpulento y de rostro
memorable…, un rostro que se desbordaba, las mejillas llegaban casi hasta los
hombros, las arrugas surcaban la piel rojiza como las de una vieja chaqueta de
cuero. Los ojos, sorprendentemente familiares, parecían al mismo tiempo
demasiado jóvenes y demasiado viejos para aquel ancho rostro. Era el padre de
Julie, Billy Black.
Lo
supe inmediatamente a pesar de que en los cinco años transcurridos desde que lo
había visto por última vez me las había arreglado para olvidar su nombre hasta
que Charlie lo mencionó el día de mi llegada. Me miraba fijamente, escrutado mi
cara, por lo que le sonreí con timidez. Tenía los ojos desorbitados por la
sorpresa o el pánico y resonaba por la ancha nariz. Mi sonrisa se desvaneció.
«Otra
complicación», había dicho Edythe.
Billy
seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero interno. ¿Había
reconocido Billy a Edythe con tanta facilidad? ¿Creía en las leyendas
inverosímiles de las que se había mofado su hija?
La
respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.
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