Con los
ojos cerrados, Edythe avanzó a ciegas hacia la luz. No me hubiera acostumbrado
ni aunque le estuviera viendo toda la tarde. La luz manaba de su piel, y
danzaba en prismas irisados que recorrían su rostro y su cuello y descendían
por sus brazos. Refulgía con tal intensidad que tuve que entonar los ojos, como
si estuviera mirando directamente al sol.
Tardé un
rato en alcanzar a ver más allá de su incandescencia la expresión de su rostro.
Me miraba con los ojos muy abiertos, como si tuviera miedo de algo. Yo avancé
un paso en dirección a ella, y ella se estremeció levemente.
–¿Te duele?
–susurré.
–No –me
respondió también en un susurro.
Avancé un
segundo paso hacia ella. Volvía a tener la sensación de que era un imán y yo un
impotente trozo de burdo metal. La rodeé muy lentamente, manteniendo la
distancia, pero necesitaba aprender aquello, observarla desde todos los ángulos
posibles. El sol revelaba su piel, refractando e intensificando todos los
colores del espectro de la luz. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a aquella
maravilla y, cuando lo hicieron, se me abrieron los ojos de par en par a causa
del asombro.
Sabía que
había elegido adrede la ropa que llevaba aquel día, que estaba dispuesta a
mostrarme aquel espectáculo, pero la pose que había adoptado en aquel momento,
con los hombros tensos y las piernas rígidas, hizo que me preguntara su no se
estaría arrepintiendo ahora de su decisión.
Cerré el
círculo que estaba describiendo a su alrededor, y avancé los últimos metros que
nos separaban. No podía dejar de mirarla, ni siquiera para pestañar.
–Edythe
–suspiré.
–¿Ahora si
te asusto? –susurró.
–No.
Clavó sus
ojos inquisitivos en los míos, intentando escuchar mis pensamientos. Yo me
acerqué a ella con una lentitud deliberada, observando su rostro en busca de
algún signo que indicara que me daba permiso para hacerlo. Sus ojos se
ensancharon aún más, si cabe, y permaneció inmóvil. Con suavidad y cautela dejé
que las yemas de mis dedos rozaran la reluciente piel de la parte trasera de su
brazo. Me sorprendió notará tan fría como siempre. Mientras mis dedos la
rozaban, los reflejos de fuego también titilaron contra mi piel y, de repente,
mi mano ya no pareció una mano ordinaria. Era tan asombrosa que tenía la
capacidad de hacer que yo fuera menos anodina.
–¿Qué estás
pensando? – susurró.
Me costó
mucho encontrar las palabras adecuadas.
–Estoy… No
sabía… –inspiré hondo, y por fin me salieron las palabras–. Nunca había visto
nada tan hermoso. Nunca había imaginado que tal belleza pudiera existir.
Sus ojos
aún se mostraban recelosos, como si pensara que estaba diciendo lo que pensaba
que ella quería escuchar. Pero sólo era la verdad, quizá la cosa más cierta y
menos sometida a censura que había dicho en mi vida. Estaba demasiado abrumada
para filtrar mis pensamientos o para fingir.
Empezó a
alzar una mano, y entonces la bajó. El resplandor refugió:
–Lo cierto
es que es muy extraño –murmuró.
–Es
asombroso –jadeé.
–¿No te
repugna mi manifiesta carencia de humanidad?
Sacudí la cabeza.
–No.
Entornó los
ojos.
–Pues
debería.
–Ahora
mismo, considero que la humanidad está muy sobrevalorada.
Ella apartó
su brazo de las yemas de mis dedos y lo dobló tras su espalda. En lugar de
hacer caso al gesto, avancé medio paso en dirección a ella. Podía sentir el
reflejo de la luz en mi rostro.
Y, de
repente, se había alejado tres metros de mí, con la mano alzada en gesto de
advertencia y la mandíbula tensa.
–Lo siento
–le dije.
–Necesito
algo de tiempo –me respondió ella.
–Tendré más
cuidado.
Asintió y
entonces se dirigió al centro de la pradera, dibujando un leve arco para pasar
a mi lado y mantener entre nosotras aquella prudencial distancia de tres
metros. Se sentó de espaldas a mí, con el sol incandescente resplandeciendo en
sus omóplatos, lo que me hizo pensar en alas. Me acerqué lentamente, y entonces
cuando estuve más o menos a un metro y medio de distancia, me senté frente a
ella.
–¿Está bien
así?
Ella
asintió, pero no parecía muy convencida.
–Tan sólo
permíteme que… me concentre.
Me senté, en
silencio, y transcurridos unos segundos ella volvió a cerrar los ojos. A mi no
me importó. Poder contemplarla así…, era algo de lo que resultaba imposible
cansarse. La observé, intentando comprender el fenómeno, y ella ignoró mi
presencia.
Una media
hora después, de repente se tumbó de espaldas en la hierba con la mano detrás
de la cabeza. La hierba era tan alta que me obstaculizaba la visión.
–¿Puedo…?
–pregunté.
Ella dio un
golpecito en la hierba a su lado.
Me acerqué
unos centímetros, y luego medio metro al ver que ella no ponía objeción. Unos
milímetros más.
Seguía con
los ojos cerrados, y sus párpados brillaban con el resplandor lavanda bajo el
oscuro abanico de sus pestañas. Su pecho se elevaba y descendía a un ritmo
constante, casi como si estuviera dormida, salvo porque aquel movimiento
transmitía una leve sensación de esfuerzo y control. Parecía muy consciente del
propio proceso de la respiración.
También yo
disfruté del sol, aunque el aire no era lo bastante seco para mi gusto. Me
hubiera gustado recostarme como ella y dejar que el sol bañara mi cara, pero
permanecí aovillada, con el mentón descansando sobre las rodillas, poco
dispuesta a apartar la vista de ella. Soplaba una brisa suave que enredada mis
cabellos y alborotaba la hierba que se mecía alrededor de su silueta inmóvil.
La pradera,
que en un principio me había parecido espectacular, palidecía al lado de la
magnificencia de Edythe.
Movió los
labios, y de ellos surgió un resplandor mientras… daban la sensación de
temblar. Pensé que quizá hubiera dicho algo, pero sus palabras eran apenas
audibles, y las había pronunciado demasiado deprisa.
–¿Has dicho
algo? –susurré.
Estar allí
sentada contemplándola brillar acentuaba la necesidad de quietud. Casi de
veneración.
–Estoy
cantando para mis adentros –murmuró–. Me tranquiliza.
Nos
mantuvimos inmóviles un largo rato, salvo por sus labios, que de vez en cuando
emitían un cántico demasiado débil como para que yo pudiera escucharlo. Tal vez
hubiera pasado una hora, quizá más. Muy poco a poco, la tensión que no había
llegado a procesar en un primer momento empezó a disiparse muy levemente, hasta
que todo estuvo tan tranquilo que casi me sentí somnolienta. Cada vez que
cambiaba de posición, me acercaba medio centímetro más a ella.
Me recliné
un poco para estudiar su mano y traté de distinguir las facetas de su suave
piel. Sin pensarlo siquiera, extendí un dedo para acariciarlo el dorso, de
nuevo maravillada por la textura sedosa y fría como piedra. Noté que tenía los
ojos clavados en mí y alcé la vista, manteniendo el dedo inmóvil.
Su mirada
era serena y sonreía.
–Sigo sin
asustarte, ¿verdad?
–Sí, lo
siento.
Su sonrisa
se ensanchó. Sus dientes centellaron bajo la luz del sol.
Me acerqué
unos centímetros más y extendí toda mi mano para recorrer la forma de su
antebrazo con las yemas de los dedos. Observé que me temblaban de nuevo. Sus
ojos volvieron a cerrarse.
–¿Te
molesta? –pregunté.
–No. No te
puedes ni imaginar como se siente eso.
Siguiendo
el suave trazado de las venas azules le pliegue de su codo, mi mano avanzó con
suavidad sobre la perfecta estructura de su brazo. Estiré la otra mano para
darle la vuelta a la de Edythe. Al comprender mi intención, dio la vuelta a su
mano con uno de esos desconcertantes y fulgurantes movimientos suyos. Esto me
sobresaltó; mis dedos se paralizaron en su brazo por un leve segundo.
–Lo siento
–murmuró, y entonces sonrió, porque aquella era mi frase. Cerró los ojos de
nuevo–. Contigo, resulta demasiado fácil ser yo misma.
Alcé su
mano y la volví a un lado y al otro mientras contemplaba el brillo del sol
sobre la palma. La sostuve cerca de mi rostro en un intento de descubrir las
facetas ocultas de su piel.
–Dime que
piensas –susurró. Me observaba de nuevo, con los ojos del color más luminoso
que le había visto nunca, de un tono dorado claro–. Me sigue resultando extraño
no saberlo.
–Ya sabes,
el resto nos sentimos así todo el tiempo.
–Es una
vida dura –dijo, y noté un matiz de desolación en su voz–. Aún no me has
contestado.
–Deseaba
poder saber que pensabas tú, y…
–¿Y?
–Quería
poder creer que eres real. Y deseaba no tener miedo.
–No quiero
que estés asustada.
La voz de
Edythe era apenas un débil murmullo. Ambos escuchamos lo que en realidad no
había dicho, que no debía tener miedo, que no había nada de que asustarse.
–Bueno, no
me refería exactamente a esa clase de miedo, aunque sin duda, es algo en lo que
debo pensar.
Se movió
tan deprisa que ni la vi. Se sentó en el suelo, apoyada sobre el brazo derecho,
y con la mano izquierda aún en las mías. Su rostro angelical estaba a escasos
centímetros del mío. Podría haber retrocedido, debería haberlo hecho, ante esa
inesperada proximidad, pero era incapaz de moverme. Sus ojos dorados me habían
hipnotizado.
–Entonces,
¿de qué tienes miedo? –susurró.
Pero no
pude contestarle. Olí su gélida respiración en mi cara como solo lo había hecho
una vez. Me derretía ante ese aroma dulce y delicioso. De forma instintiva y
sin pensar, me incliné más cerca para aspirarlo.
Entonces,
Edythe desapareció. Su mano se desasió de las mías con tal rapidez que me
escocido. Se colocó a seis metros de distancia en el tiempo que me llevó
enfocar la vista. Permanecía en el borde de la pequeña pradera, a la oscura
sombra de un abeto enorme. Me miraba fijamente con expresión inescrutable y los
ojos ocultos por las sombras.
Sentí el
ardor en mis manos y la conmoción en mi rostro.
–Lo… lo
siento, Edythe –susurré. Sabía que podía escucharme.
–Concédeme
un momento –replicó al volumen justo para que mis pocos sensitivos oídos lo
oyeran.
Me senté
totalmente inmóvil.
Después de
diez segundos, increíblemente largos, regresó lentamente, tratándose de ella.
Se detuvo a pocos metros y se dejó caer ágilmente al suelo para luego
entrecruzar las piernas, sin apartar sus ojos de los míos ni un segundo.
Suspiró profundamente dos veces y luego me sonrió disculpándose.
–Lo siento
mucho –vaciló –¿Comprenderías a qué me refiero si te dijera que solo soy un ser
humano?
Asentí una
sola vez, incapaz de reírle la gracia. La adrenalina corrió por mi sistema
circulatorio cuando comprendí lo que había estado a punto de pasar. Desde su
posición, ella lo olió y su sonrisa se hizo burlona.
–Soy la
mejor depredadora del mundo, ¿no es cierto? Todo cuanto me rodea te invita a
venir a mí: la voz, el rostro, incluso mi olor. ¡Como si los necesitase!
De repente,
se convirtió en una mancha borrosa. Parpadeé y desapareció y, a continuación,
la vi de nuevo de pie detrás del mismo abeto de antes, después de haber
circunvalado la pradera en medio segundo.
–¡Como si
pudieras huir de mi! –dijo con amargura.
Dio un
salto, se elevó unos cuatro metros y alcanzó en el tronco del abeto una rama de
un poco más de medio metro de grosor, que arrancó aparentemente sin esfuerzo
alguno. Aterrizó en el suelo en ese mismo segundo, haciendo girar en el aire
con una mano aquella enorme y nudosa lanza durante un instante. Y entonces, a
una velocidad cegadora, la balanceó –de nuevo con una sola mano– como si fuera
un bate contra el árbol del que la había arrancado.
Tanto el
árbol como la rama se partieron por la mitad con un chasquido explosivo.
Antes de
tener tiempo de agazaparme a causa del impacto, antes incluso de que el árbol
tuviera tiempo de caer al suelo, ella estaba de nuevo frente a mi, a apenas
medio metro, inmóvil como una escultura.
–¡Como si
pudieras derrotarme! –dijo en voz baja. Tras ella, el sonido del árbol al
estrellarse contra el suelo reverberó en todo el bosque.
Nunca la
había visto tan completamente libre de su cuidada fachada humana. Nunca había
sido menos humana ni más hermosa. Era incapaz de moverme, como un pájaro
atrapado por los ojos de la serpiente.
Sus ojos
resplandecían como consecuencia del arrebato. Luego, conforme pasaron los
segundos, se apagaron y lentamente su expresión se tornó en una máscara de
dolor. Daba la sensación de que fuera a echarse a llorar, y yo intenté
acercarme, con una mano extendida hacia ella.
Ella
también alzó la suya advirtiéndome.
–Aguarda.
Una vez
más, me quedé paralizada.
Dio un paso
hacia mí.
–No temas
–murmuró con voz aterciopelada e involuntariamente seductora–. Te prometo…
–vaciló–, te juro que no te haré daño.
Parecía que
estaba intentando convencerse a sí misma tanto como a mí.
–No temas
–repitió en un susurro mientras se acercaba con exagerada lentitud.
Se detuvo a
treinta centímetros de mí y rozó delicadamente su mano con la que yo le tendía.
–Perdóname,
por favor –pidió ceremoniosamente–. Puedo controlarme. Me has tomado
desprevenida, pero ahora me comportaré mejor.
Esperó a
que contestara, pero yo me limité a permanecer allí, contemplándola, con la
mente absolutamente confundida.
–Hoy no
tengo sed –me guiñó el ojo–. De verdad.
Aquello me
hizo reír, aunque mi risa sonaba un tanto jadeante.
–¿Estas
bien? –preguntó, extendiendo el brazo lenta y cuidadosamente para volver a
poner su mano en la mía.
Miré
primero su lisa mano de mármol, luego sus ojos, laxos, arrepentidos, pero que
aún albergaban un poso de tristeza.
Le regalé
una sonrisa tan amplia que me dolieron las mejillas. Su sonrisa en respuesta me
aturdió.
Con un
movimiento deliberadamente lento y sinuoso, se sentó, pegando las piernas bajo
el cuerpo. Yo intenté imitarla con gesto torpe hasta que quedamos sentadas
frente a frente, con las rodillas tocándose y nuestras manos aún unidas en el
espacio que nos separaba.
–Bueno,
¿por dónde íbamos antes de que me comportará con tanta rudeza?
–La verdad
es que no tengo ni idea.
Sonrió,
pero estaba avergonzada.
–Creo que
estábamos hablando de por qué estabas asustada, además del motivo obvio.
–Ah, sí.
–¿Y bien?
Miré
nuestras manos y giré la mía para que la luz refulgiera por la suya.
–¡Con qué
facilidad me frustro! –suspiró.
Estudié sus
ojos y de repente comprendí que todo aquello era casi tan nuevo para ella como
para mí. A ella también le resultaba difícil a pesar de los años de
experiencia. Aquello me infundió valor.
–Tengo
miedo, además de por los motivos evidentes, porque no puedo estar contigo, y
porque me gustaría estarlo más de lo que debería.
Mantuve los
ojos fijos en sus manos mientras decía aquello en voz baja porque me resultaba
difícil confesarlo.
–Sí
–admitió lentamente–. Querer estar conmigo no te conviene nada.
Fruncí el
ceño.
–Debería
haberme ido aquel primer día para nunca volver. Debería hacerlo ahora –sacudió
la cabeza–. Quizá aquel día hubiera podido, pero ahora no sé cómo hacerlo.
–Por favor,
no lo hagas.
Su rostro
se crispó.
–No temas,
soy una criatura esencialmente egoísta. Ansío demasiado tu compañía para hacer
lo correcto.
–Me alegro.
Me fulminó
con la mirada, desenlazando delicadamente sus manos de las mías y enlazándolas
frente a su pecho. Cuando volvió a hablar, su voz era más áspera.
–Nunca
deberías olvidar que tu compañía no es lo único que anhelo.
La vi
contemplar con ojos ausentes el bosque.
Medité sus
palabras durante unos instantes.
–Creo que
no comprendo exactamente a qué te refieres… Al menos la última parte.
Edythe me
miró de nuevo y sonrió con picardía. Su impredecible humor volvía a cambiar.
–¿Cómo te
explicaría? Y sin aterrorizar te de nuevo…
Volvió a
poner su mano sobre la mía, al parecer de forma inconsciente, y la sujete con
fuerza entre las mías. Miró nuestras manos.
–Esto es
absolutamente placentero… el calor.
Transcurrió
un momento hasta que puso en orden sus ideas y continuó:
–Sabes que
todos disfrutamos de diferentes sabores. Algunos prefieren el helado de
chocolate y otros el de fresa.
Asentí.
–Lamento
emplear la analogía de la comida, pero no se me ocurre otra forma de
explicártelo.
Le dediqué
una sonrisa y ella me la devolvió con pesar.
–Verás,
cada persona posee un olor particular, una esencia propia. Si encierras a una
alcohólica en una habitación repleta de cerveza rancia, se la beberá, pero si
ha superado el alcoholismo y lo desea, podría resistirse.
»Supongamos
ahora que ponemos en esa habitación una botella de brandi añejo, de cien años,
el coñac más raro y exquisito y llenamos la habitación con su aroma… En tal
caso, ¿cómo crees que le iría?
Permanecimos
sentadas en silencio, mirándonos a los ojos la una a la otra en un intento de
descifrarnos mutuamente el pensamiento.
Edythe fue
la primera en romper el silencio.
–Tal vez no
sea la comparación adecuada. Puede que sea muy fácil rehusar el brandi. Quizá
debería haber empleado una heroinómana en vez de una alcohólica para el
ejemplo.
–Bueno,
¿estas diciendo que soy tu marca de heroína? –le pregunté para tomarle el pelo
y animarle.
Sonrió de
inmediato, pareciendo apreciar mi esfuerzo.
–Sí, tú
eres exactamente mi marca de heroína.
–¿Sucede
eso con frecuencia? –pregunté.
Miró hacia
las copas de los árboles mientras pensaba en la respuesta.
–He hablado
con mis hermanos al respecto –prosiguió con la vista fija en la lejanía–. Para
Jasper, todos los humanos son más de lo mismo. Él es el miembro más reciente de
nuestra familia y ha de esforzarse mucho para conseguir una abstinencia
completa. No ha dispuesto de tiempo para hacerse más sensible a las diferencias
del olor, del sabor –súbitamente me miró con gesto de disculpa–. Lo siento.
–No me
molesta. Por favor, no te preocupes por ofenderme o asustarme o lo que sea… Es
así como piensas. Te entiendo, o al menos puedo intentarlo. Explícate como
mejor puedas.
–De modo
que Jasper no está seguro de si alguna vez se ha cruzado con alguien tan…
–Edythe titubeó, en busca de la palabra adecuada–, tan apetecible como tú me
resultas a mí. Y eso me lleva a pensar que no lo ha hecho –sus ojos se volvieron
hacia mí–. Seguro que recordaría algo así –volvió a apartar la mirada–. Emmett
es el que hace más tiempo que ha dejado de beber, por decirlo de alguna manera,
y él comprende lo que quiero decir. Dice que le sucedió dos veces, una con más
intensidad que otra.
–¿Y a ti?
–Jamás…
hasta ahora.
Nos
quedamos mirando de nuevo. Esta vez fui yo quien rompió el silencio.
–¿Qué hizo
Emmett?
Era la
pregunta equivocada. Su rostro se crispó y adoptó una expresión atormentada.
Aguardé, pero no me iba a contestar.
–Bueno,
supongo que es una pregunta estúpida.
Me miró con
unos ojos que suplicaban que la comprendiera.
–Hasta el
más fuerte de nosotros recae en la bebida, ¿verdad?
–¿Me estas
pidiendo permiso? –susurré. Un escalofrío que no guardaba ninguna relación con
sus manos heladas me recorrió la columna.
Sus ojos,
sorprendidos, se abrieron de par en par.
–¡No!
–Pero me
estás diciendo que no hay esperanza, ¿verdad?
Sabía que
no era normal encarar la muerte de aquel modo, sin experimentar una sensación
de miedo genuino. Y sabía perfectamente que no se debía a mi gran valor.
Sencillamente, no podría haber elegido otra cosa, aún a sabiendas de que todo
terminaría así.
De nuevo,
se mostró furiosa, pero no creía que lo estuviera conmigo.
–¡Por
supuesto que hay esperanza! Por supuesto que no voy a… –dejó la frase en el
aire. Noté como sus ojos estuvieran físicamente incendiando los míos–. Es
diferente para nosotras. Emmett y esos dos desconocidos con los que se cruzó…
Eso sucedió hace mucho tiempo y él no era tan experto y cuidadoso como lo es
ahora.
Se sumió en
el silencio y me miró intensamente mientras yo meditaba al respecto.
–De modo
que si nos hubiéramos encontrado… en… un callejón oscuro o algo parecido…
–Necesité
todo mi autocontrol (cada año de práctica, sacrificio y esfuerzo) para no
abalanzarme sobre ti en medio de esa clase llena de niños y… –se le quebró la
voz, y sus ojos se apartaron velozmente de los míos–. Cuando pasaste a mi lado,
podía haber arruinado en el acto todo lo que Carlisle ha construido para
nosotros. No hubiera sido capaz de refrenarme sino hubiera estado controlando
mi sed durante los últimos… bueno, demasiados años.
Me lanzó
una mirada sombría mientras las dos recordábamos.
–Debiste
pensar que estaba loca.
–No
comprendí el motivo. ¿Cómo podías odiarme con tanta rapidez…?
–Para mí,
parecías una especie de demonio convocado directamente desde mi infierno
particular para arruinarme. La fragancia procedente de tu piel… El primer día
creí que me iba a trastornar. En esa única hora, ideé cien formas diferentes de
engatusarte para que saliera de clase conmigo y tenerte a solas. Las rechacé
todas al pensar en mi familia, en lo que podía hacerles. Tenía que huir,
alejarme antes de pronunciar las palabras que te harían seguirme…
Entonces,
alzó la mirada: debajo de sus pestañas, sus ojos dorados ardían, hipnóticos,
letales.
–Y tú
hubieras acudido –me aseguró.
Intenté
hablar con serenidad.
–Sin duda.
Torció el
gesto al mirar nuestras manos.
–Luego
intenté cambiar la hora de mi programa en un estéril intento de evitarte y de
repente ahí estabas tú, en esa oficina pequeña y caliente, y el aroma era
enloquecer. Estuve a punto de tomarte en ese momento. Solo había otro frágil
humano… cuya muerte era fácil de arreglar.
Resultaba
tremendamente extraño revivir mis recuerdos, solo que esta vez con subtítulos.
Entender por primera vez lo que aquello había significado, comprender el
alcance del peligro. ¡Pobre señor Cope! Me estremecí al pensar lo cerca que
había estado de ser la responsable de su muerte sin saberlo.
–No sé cómo
pero resistí. Me obligué a no esperarte ni a seguirte desde la escuela. Fuera,
donde ya no te podía oler, resultó más fácil pensar con claridad y adoptar la
decisión correcta. Dejé a mis hermanos cerca de casa… Estaba demasiado
avergonzada para confesarle mi debilidad, solo sabían que algo iba mal…
Entonces me fui directa al hospital a ver a Carlisle y decirle que me marchaba.
La miré
fijamente, sorprendida.
–Intercambiamos
nuestros coches, ya que el suyo tenía el depósito lleno y yo tenía miedo de
detenerme. No me atrevía a ir a casa y enfrentarme a Esme. Ella no me hubiera
dejado ir sin discutir, hubiera intentado convencerme de que no era necesario…
»A la
mañana siguiente estaba en Alaska –parecía avergonzada, como si estuviera
admitiendo una gran demostración de cobardía–. Pasé allí dos días con unos
viejos conocidos, pero sentí nostalgia de mi hogar. Detestaba saber que había
defraudado a Esme y a los demás, mi familia adoptiva. Resultaba difícil creer
que eras irresistible respirando el aire puro de las montañas. Me convencí de
que había sido débil al escapar. Me había enfrentado antes a la tentación, pero
no de aquella magnitud, no se acercaba ni por asomo, pero yo era fuerte ¿y
quién eras tú? ¡Una humana insignificante! –de repente sonrió de oreja a oreja
–¿Quién eras tú para echarme del lugar donde quería estar? De modo que regresé…
Yo no podía
hablar.
–Tomé
precauciones, cacé y me alimenté más de lo acostumbrado antes de volver a
verte. Estaba decidida a ser lo bastante fuerte para tratarte como a cualquier
otro humano. Fui muy arrogante en ese punto.
»Existía la
incuestionable complicación de que no podía leerte los pensamientos para saber
cuál era tu reacción hacia mí. No estaba acostumbrada a tener que dar tantos
rodeos. Tuve que escuchar tus palabras de la mente de Jessica que, por cierto,
no es muy original, y resultaba un fastidio tener que detenerme ahí, sin saber
si realmente querías decir lo que estabas diciendo. Todo era extremadamente
irritante.
Torció el
gesto al recordarlo.
–Quise que,
de ser posible, olvidarás mi conducta del primer día, por lo que intenté hablar
contigo como con cualquier otra persona. De hecho, estaba ilusionada con la
esperanza de descifrar algunos de tus pensamientos. Pero tú resultaste
demasiado interesante, y me vi atrapada por tus expresiones…
»Y de vez
en cuando alargabas la mano o novias el pelo…., y el aroma me aturdía otra vez.
»Entonces
estuviste a punto de morir aplastada ante mis propios ojos. Más tarde pensé en
una excusa excelente para justificar por
qué había actuado así en ese momento, ya que tu sangre se hubiera
derramado delante de mí de no haberte salvado y no hubiera sido capaz de
contenerme y revelar a todos lo que éramos. Pero me inventé esa excusa más
tarde. En ese momento, todo lo que pensé fue: “Ella, no”.
Cerró los
ojos, ensimismada en su agónica confesión. Yo le escuchaba con más deseo de lo
racional. El sentido común me decía que debería estar aterrada. En lugar de
eso, me sentía aliviada al comprenderlo todo por fin. Y me sentía llena de compasión
por lo que Edythe había sufrido, incluso ahora, cuando había confesado el ansia
de tomar mi vida.
Finalmente,
fui capaz de hablar, aunque mi voz era débil:
–¿Y en el
hospital?
Sus ojos se
clavaron en los míos.
–Estaba
aterrorizada. Después de todo, no podía creer que hubiera puesto a toda mi
familia en peligro y yo misma hubiera quedado a tu merced… De entre todos,
tenías que ser tú. Como si necesitará otro motivo para matarte –ambas nos
acordamos cuando se le escapó esa frase–. Pero aquel desastre tuvo el efecto
contrario –continuó apresuradamente–, y me enfrente a Rosalie, Emmett y Jasper
cuando sugirieron que había llegado la hora… Fue la peor discusión que hemos
tenido nunca. Carlisle se puso de mi lado, y Alice –frunció el ceño con
amargura cuando pronunció su nombre, no imaginé la razón–. Esme dijo que
hiciera lo que tuviera que hacer para quedarme.
Edythe
sacudió la cabeza con una leve e indulgente sonrisa en los labios.
–Me pasé
todo el día siguiente fisgando en las mentes de todos con quienes habías
hablado, sorprendida de que hubieras cumplido con tu palabra. No te comprendí
en lo absoluto, pero sabía que no me podía implicar más contigo. Hice todo lo
que estuvo en mi mano para permanecer lo más lejos de ti. Y todos los días el
aroma de tu piel, tu respiración…, me golpeaban con la misma fuerza del primer
día.
Nuestras
miradas se encontraron otra vez. Los ojos de Edythe eran sorprendentemente
tiernos.
–Y por todo
eso –prosiguió–, hubiera preferido delatarnos en aquel primer momento que
herirte aquí, ahora, sin testigos ni nada que me detenga.
–¿Por qué?
–Ay, Bella
–me acarició delicadamente la mejilla con las yemas de sus dedos. Un
estremecimiento recorrió mi cuerpo ante ese roce fortuito–. Bella, no podría
superar hacerte daño. No sabes cómo me ha torturado –fijo su mirada en el
suelo, nuevamente avergonzada –la idea de verte inmóvil, pálida, helada… No
volver a ver como te ruborizas, no ver jamás esa chispa de intuición en los
ojos cuando sospechas mis intenciones… Sería insoportable –clavó sus hermosos y
torturados ojos en los míos–. Ahora eres lo más importante para mí, lo más
importante que he tenido nunca.
La cabeza
empezó a darme vueltas ante el rápido giro de nuestra conversación. Hacía
apenas unos minutos, pensaba que estábamos hablando de mi muerte inminente. Y
ahora, de repente nos estábamos declarando. Aguardó, y supe que sus ojos no se
apartaban de mí a pesar de fijar los míos en nuestras manos. Al final, dije:
–Ya conoces
mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que, burdamente traducido,
significa que preferiría morir antes de alejarme de ti –hice una mueca–. Soy
idiota.
–Eres
idiota –aceptó con una risa, y también me reí. Aquella situación era una
completa idiotez, imposible y mágica.
–Y de ese
modo la leona se enamoró de la oveja… –murmuró.
Desvié la
vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al oírle pronunciar la
palabra.
–¡Que oveja
tan estúpida! –musité.
–¡Que leona
tan morbosa y masoquista!
Su mirada
se perdió en el bosque durante un largo rato y me pregunté qué estaría
pensando.
–¿Por qué…?
–comencé, pero luego me detuve al no estar segura de cómo proseguir.
Edythe me
miro y sonrió. El sol arrancó un destello de su cara, a sus dientes.
–¿Sí?
–Dime por
qué huiste antes.
Su sonrisa
se desvaneció.
–Sabes el
porqué.
–No, lo que
quería decir exactamente es ¿qué hice mal? Ya sabes, voy a tener que estar en
guardia, por lo que será mejor aprender qué es lo que no debería hacer. Esto,
por ejemplo –le acaricié la base de la mano–, parece que te hace mal.
Volvió a
sonreír.
–Bella, no
hiciste nada mal. Fue culpa mía.
–Pero
quiero ayudar si está en mi mano, hacértelo más llevadero.
–Bueno… –lo
pensó durante unos instantes–. Sólo fue lo cerca que estuviste. Por instinto,
la mayoría de los seres humanos nos rehúyen repelido por nuestra
diferenciación… No esperaba que te acercara tanto, y el olor de tu cuello…
Su voz se
quebró, y me miró para ver si me había asustado.
–De
acuerdo, entonces –respondí con displicencia en un intento de aliviar la
atmósfera, repentinamente tensa, y me tape el cuello–, nada de exponer el
cuello.
Funcionó,
rompió a reír.
–No, en
realidad, fue más la sorpresa que otra cosa.
Alzó la
mano libre y la depositó con suavidad en un lado de mi garganta. Me quedé
inmóvil. El frío de su tacto era un aviso natural, un indicio de que debería
estar aterrada, pero no era miedo lo que sentía, aunque, sin embargo, había
otros sentimientos…
–Ya lo ves
–dijo–. Todo está en orden.
Se me
aceleró el pulso, y deseé poder refrenarlo al presentir que eso, los latidos en
mis venas, lo iba a dificultar todo un poco más. Lo más seguro es que ella
pudiera oírlo.
–Eso me
encanta –murmuró.
Liberó con
suavidad la otra mano. Mis manos cayeron flácidas sobre mi vientre. Me acarició
la mejilla con suavidad para luego sostener mi rostro entre sus pequeñas y
frías manos.
–Quédate
muy quieta –susurró.
Me quedé
paralizada cuando, de repente, se inclinó hacia mí, apoyando su mejilla contra
la base de mi cuello, y escuchó mi corazón. Oí el sonido de su acompasada
respiración mientras contemplaba cómo el sol y la brisa jugaban con su
cabellera color bronce, la parte más humana de Edythe.
Me
estremecí cuando sus manos se deslizaron cuello abajo con deliberada lentitud.
La oí contener el aliento, pero las manos no se detuvieron y suavemente
siguieron su ascenso hasta llegar a mis hombros, y entonces se detuvieron.
–Ah –dijo.
No sé
cuánto tiempo estuvimos sentadas sin movernos. Pudieron ser horas. Al final, mi
pulso se sosegó. Sabía que en cualquier momento ella podría no contenerse y mi
vida terminaría tan deprisa que ni siquiera me daría cuenta, aunque seguía sin
tener miedo. No podía pensar en nada, excepto en que ella me tocaba.
Luego,
demasiado pronto, desligó sus brazos de mi cuello y se apartó.
Sus ojos
estaban llenos de paz de nuevo:
–No volverá
a ser tan arduo.
–¿Te ha
resultado difícil?
–No ha sido
tan difícil como había supuesto. ¿Y a ti?
–No, para
mi no lo ha sido en absoluto.
Nos
sonreímos.
–Toca –tomó
mi mano con gran ligereza, como si ni siquiera hubiera tenido que pensar en
ello y la situó sobre su mejilla–. ¿Notas cómo me la has calentado?
Su piel
habitualmente gélida estaba casi caliente, pero apenas lo noté, ya que estaba
tocando su rostro, algo con lo que llevaba soñando desde el primer día que la vi.
–No te
muevas –susurré.
Nadie podía
permanecer tan inmóvil como una vampira. Cerró los ojos y se convirtió en una
estatua.
Me moví
incluso más lentamente que ella, teniendo cuidado de no hacer ningún movimiento
inesperado. Rocé su mejilla, deslicé delicadamente las puntas de mis dedos
sobre sus párpados color lavanda y la sombra de sus ojeras. Tracé la silueta de
su nariz recta, y entonces, con muchísimo cuidado, la de sus labios perfectos.
Los entreabrió y sentí su fría respiración en la yema de los dedos. Quise
inclinar me para inhalar su aroma, pero era consciente de que quizá era
demasiado. Si ella podía controlarse, yo también podía hacerlo, aunque fuera a
mucha menor escala. Dejé caer la mano y me alejé, sin querer llevarle demasiado
lejos.
Abrió los
ojos, y había hambre en ellos. No la suficiente para atemorizarme, pero lo
bastante para que se me hiciera un nudo en el estómago y el pulso se me
acelerara mientras la sangre de mis venas no cesaba de martillar.
–Querría
–susurró–, querría que pudieras sentir la complicidad… la confusión que yo
siento, que pudieras entenderlo.
Llevó la
mano a mi rostro y luego recorrió fugazmente mi cabello.
–Dímelo
–musité.
–No sé si
sabría cómo. Por una parte, ya te he hablado del hambre…, la sed, que siento
por ti al ser quien soy. Creo que, por extensión, lo puedes comprender, aunque
–prosiguió con una media sonrisa –probablemente no puedas identificarte por
completo al no ser adicta a ninguna droga. Pero ahora deseo también más cosas,
hay otros apetitos… –me aceleró el pulso de nuevo al tocarme los labios con sus
dedos–, apetitos que ni siquiera entiendo.
–Puede que
lo entienda mejor de lo que crees.
–No estoy
acostumbrada a tener apetitos tan humanos. ¿Siempre es así?
–No lo sé
–me detuve–. Para mi también es la primera vez.
Colocó las
manos a ambos lados de mi cara.
–No sé lo
cerca que puedo estar de ti –admitió–. No sé si podré…
Yo cubrí
sus manos con las mías y me incliné hacia delante muy despacio, hasta que mi
frente toco la suya.
–Esto
basta.
Cerré los
ojos y suspiré.
Permanecimos
así sentadas un momento, y entonces sus dedos se deslizaron hacia mí pelo.
Ladeó la cara y apoyó sus labios contra mi frente. El ritmo de mi pulso estalló
en una carrera desbocada.
–Se te da
mejor de lo que tú misma crees –apunté cuando conseguí volver a hablar de
nuevo.
Ella se
apartó, pero volví a tomarle las manos.
–Nací con
instintos humanos. Puede que estén enterrados muy hondo, pero están ahí.
Nos
quedamos mirando durante otro periodo de tiempo inmensurable. Me preguntaba si
le apetecería moverse tan poco como a mí, pero podía ver declinar la luz y la
sombra del bosque casi comenzaba a alcanzarnos.
–Tienes que
irte.
–Creía que
no podías leer mi mente.
–Cada vez
resulta más fácil –sonrió ella.
Noté un
atisbo de humor en el tono de su voz.
–¿Te puedo
enseñar algo?
–Lo que tú
quieras.
Sonrió
ampliamente.
–¿Qué te
parece si te muestro un camino más rápido hasta la camioneta?
Yo la
observé con sospecha.
–¿No te
apetece ver como viajo por el bosque? –insistió–. Te prometo que es seguro.
–¿Te vas a
convertir en murciélago?
Rompió a
reír.
–¡Cómo si
no hubiera oído eso antes!
–Sí,
supongo que te lo dirán constantemente.
Se
incorporó con un movimiento tan veloz que me resultó imperceptible. Me tendió
la mano y me levanté a su lado de un salto. Me rodeó y me miró por encima del
hombro.
–Súbete a
mi espalda.
Aguardé a
ver si bromeaba, pero al parecer lo decía en serio. Me dirigió una sonrisa al
leer mi vacilación y extendió los brazos hacia mí. Mi corazón reaccionó. Aunque
Edythe no pudiera leer mi mente, el pulso siempre me delataba. Procedió a
ponerme sobre su espalda, con poco esfuerzo por mi parte, aunque, cuando ya
estuve acomodada, la rodeé con brazos y piernas con tal fuerza que hubiera
estrangulado a una persona normal era como agarrarse a una roca.
–Peso un
poco más de la media de las mochilas que sueles llevar –le avisé.
–¡Bahh!
–resopló. Casi pude imaginarle poniendo los ojos en blanco. Nunca antes le
había visto tan animada.
De forma
inesperada me aferró la mano y presionó la palma sobre el rostro para inhalar
profundamente.
–Cada vez
más fácil –dijo.
Y entonces
echó a correr.
Si en
alguna ocasión había tenido miedo en su presencia, aquello no era nada en
comparación con cómo me sentí en ese momento.
Cruzó como
una bala, como un espectro, la oscura y densa masa de maleza del bosque sin
hacer ruido, sin evidencia alguna de que sus pies rozaban el suelo. Su
respiración no se alteró en ningún momento, jamás dio muestras de esforzarse,
pero los árboles pasaban volando mi lado
a una velocidad vertiginosa, no golpeándonos por centímetros.
Estaba
demasiado aterrada para cerrar los ojos, aunque el frío aire del bosque me
azotaba el rostro hasta escocerme. Me sentí como si en un acto de estupidez
hubiera sacado la cabeza por la ventanilla de un avión en pleno vuelo, y
experimenté el acelerado desfallecimiento del mareo.
Entonces,
terminó. Aquella mañana habíamos caminado durante horas para alcanzar el prado
de Edythe, y ahora, en cuestión de minutos, estábamos de regreso junto a la
camioneta.
–Estimulante,
¿verdad? –dijo entusiasmada y con voz aguda.
Se quedó
inmóvil, a la espera de que me bajara. Lo intenté, pero no me respondían los
músculos. Me Mantuve aferrada a ella con brazos y piernas mientras la cabeza no
dejaba de darme vueltas.
–¿Bella?
–preguntó, ahora inquieta.
–Creo que
necesito tumbarme –respondí jadeante.
–Ah,
perdona.
Tardé unos
segundos en recordar cómo destensar los dedos. Entonces, todo pareció
deshacerse a mí alrededor y descendí de su cuerpo medio arrastrándome,
trastabillando de espaldas hasta que terminé por perder el equilibrio y me caí
del todo.
Ella me
tendió la mano, intentando contener la risa, pero rehusé su oferta. En cambio,
me quedé en el suelo y metí la cabeza entre las rodillas. Me pintaban los oídos
y la cabeza me daba tantas vueltas que sentí náuseas.
Una mano
gélida se posó delicadamente en mi nuca. Me alivio bastante.
–Supongo
que no fue una buena idea –musitó.
Intenté
mostrarme positiva, pero mi voz sonó plana cuando respondí:
–No, ha
sido muy interesante.
–¡Vaya!
Estás blanca como un fantasma, tan blanca como yo misma.
–Creo que
debería haber cerrado los ojos.
–Recuérdalo
la próxima vez.
Alcé la
cabeza, espantada.
–¿La
próxima vez?
Edythe se
rio, seguía con el humor por las nubes.
–Fanfarrona
–musité, y volví a esconder la cabeza.
Pasado
medio minuto, el mareo empezó a ceder.
–Bella,
mírame.
Levanté la
cabeza y ahí estaba ella, con el rostro a apenas unos centímetros del mío. Su
belleza fue como un golpe imprevisto que aturdió mi mente. Era incapaz de
acostumbrarme.
–Mientras
corría, he estado pensando…
–… en no
estrellarnos contra los árboles, espero.
–Tonta
Bella. Correr es mi segunda naturaleza, no es algo en lo que tenga que pensar.
–Fanfarrona
–repetí.
Edythe
sonrió.
–No. He
pensado que había algo que quería intentar.
Volvió a
colocar las manos a ambos lados de mi rostro. No pude respirar.
Vaciló…
Aquello era una especie de test para ver si era seguro, para cerciorarse de que
aún se mantenía bajo control.
Entonces
sus fríos y perfectos labios presionaron muy suavemente los míos.
Ninguna de
las dos estaba preparada para mi respuesta.
La sangre
me hervía bajo la piel quemándome los labios. Mi respiración se convirtió en un
violento jadeo. Mis dedos se enredaron en su pelo, y mi rostro se fundió con el
suyo, con los labios entreabiertos para respirar su aliento embriagador.
Inmediatamente,
sentí que sus labios se convertían en piedra. Sus manos, gentilmente pero con
fuerza, apartaron mi cara. Abrí los ojos y vi su expresión.
–¡Huy!
–musité.
–Eso es
quedarse corto.
Sus ojos
eran feroces y apretaba la mandíbula para controlarse. Mi rostro seguía a
escasos centímetros del suyo, aturdiéndome.
–¿Debería…?
Intenté
desasirme para concederle cierto espacio, pero sus manos no me permitieron
alejarme más de un centímetro.
–No. Es
soportable. Aguarda un momento, por favor –pidió con voz amable, controlada.
Mantuve la
vista fija en sus ojos, contemplé como la excitación que lucía en ellos se
sosegaba. Entonces, me dedicó una sonrisa.
–¡Listo!
–exclamó, complacida consigo misma.
–¿Soportable?
–pregunté.
–Soy más
fuerte de lo que pensaba –rio–. Bueno es saberlo.
–Pero yo
no. Lo siento.
–Después de
todo, solo eres humana.
–Muchas
gracias –repliqué mordazmente.
Se puso de
pie con uno de sus movimientos ágiles, rápidos, casi invisibles. Me tendió su
mano de nuevo j v me colgué de ella para levantarme. Necesitaba ese apoyo, aún
no había recuperado el equilibrio.
–¿Sigues
estando mareada a causa de la carrera? ¿O ha sido mi pericia al besar?
Parecía muy
desenfadada y humana ahora que se reía. Era una Edythe nueva, diferente a la
que yo conocía, y estaba loca por ella. Ahora, separarme de ella me iba a
causar un dolor físico.
–Las dos
cosas.
–Tal vez
deberías dejarme conducir.
–¿Estás
loca?
–Conduzco
mejor que tú en tu mejor día –se burló–. Tus reflejos son mucho más lentos.
–No lo
dudo, pero creo que ni mis nervios ni mi coche seríamos capaces de soportar el
modo en que conduces.
–Un poco de
confianza, Bella, por favor.
Tenía la
mano en el bolsillo, crispada sobre las llaves. Fruncí los labios con gesto
pensativo y sacudí la cabeza firmemente.
–No. Ni en
broma.
Arqueó las
cejas con incredulidad. Comencé a dar un rodeo a su lado para dirigirme al
asiento del conductor. Puede que me hubiera dejado pasar si no me hubiese
tambaleado ligeramente. Puede que no.
–Bella,
llegados a este punto, ya he invertido un enorme esfuerzo personal en
mantenerte viva. No voy a dejar que te pongas al volante de un coche cuando ni
siquiera puedes caminar en línea recta. Además no hay que dejar que las amigas conduzcan
borrachas –citó con una risita mientras su brazo creaba una trampa ineludible
alrededor de mi cintura.
–¿Borracha?
–objeté.
Aferró más
su brazo, aprontándome más contra ella. Podía oler el insoportable dulzor de la
fragancia de su aliento.
–Mi sola
parecencia te embriaga.
–No puedo
rebatirlo –dije con un suspiro. No había forma de sortearlo ni podía resistirme
a ella. Alcé las llaves y las dejé caer, observando que su mano, velo como el
rayo, las atrapaba sin hacer ruido–. Con calma… Mi camioneta es una señora
mayor.
–Muy
sensata.
–¿Y tú no
estás afectada por mi presencia?
Se dio
media vuelta y estiró una mano buscando la mía, y la sostuvo contra su rostro.
Se apoyó contra mi palma, y sus ojos se cerraron delicadamente. Inspiró honda y
lentamente.
–Pase lo
que pase –murmuró. Abrió los ojos y me dedicó una sonrisa–, tengo mejores
reflejos.
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