Finalmente,
me despertó la tenue luz de otro día nublado. Yacía con el brazo sobre los
ojos, grogui y confusa. Algo, el atisbo de un sueño digno de recordar, pugnaba
por abrirse paso en mi mente. Gemí y rodé sobre un costado esperando volver a
dormirme. Y entonces lo acaecido el día anterior irrumpió en mi consciencia.
–¡Oh!
Me senté tan deprisa
que la cabeza me empezó a dar vueltas.
–Tu pelo tiene la
capacidad de desafiar la gravedad –la voz divertida
procedía de la mecedora de la esquina–. Es tu poder particular.
Automáticamente,
estiré el brazo para alisarme el pelo.
Se sentó con las
piernas cruzadas en la silla, exhibiendo una sonrisa perfecta en su perfecto
rostro.
–¡Edythe, te has
quedado!
Era como si, después
de todo, no me hubiera despertado.
–Por supuesto. Es lo
que querías, ¿no?
Asentí.
Su sonrisa se
ensanchó.
–También es lo que yo
quería.
Salí de la cama con
paso tambaleante, no muy segura de adónde iba, solo que necesitaba estar más
cerca de ella. Me esperó y su rostro no mostró ninguna sorpresa cuando me
arrojé irreflexivamente a su regazo. Me quedé helada, sorprendida por mi
desenfrenado entusiasmo, en el instante en el que comprendí lo que había hecho.
Alcé la vista, temerosa de haberme pasado de la raya, pero ella sonreía. Muy despacio,
apoyé la palma contra un lado de su cara. Ella se apoyó contra mi mano, y sus
parpados se deslizaron sobre sus ojos al cerrarse.
–¿Charlie? –pregunté.
Ambas estábamos hablando a un volumen normal.
–Se marchó hace una
hora… Con un montón de equipamiento.
Estaría fuera todo el día, así que Edythe y yo
estábamos solas, en una casa vacía, sin necesidad de ir a ninguna parte. Una
enorme cantidad de tiempo. Me sentí como una loca anciana avara, regodeándose
en los montones de monedas de oro que poseía, solo que en lugar de monedas lo
que yo acumulaba eran segundos.
Solo entonces me di cuenta de que se había
cambiado de ropa. En lugar de la camiseta de finos tirantes, vestía un suéter
color melocotón.
–¿Te has ido? –pregunté.
Ella abrió los ojos y sonrió, colocando una de
sus manos sobre la mía para que la mantuviera contra su rostro.
–Difícilmente podía
salir con la ropa con la que entré. ¿Qué pensarían los vecinos? De todas
maneras, solo ha sido durante unos minutos y en ese momento estabas
profundamente dormida, así que estoy segura de que no me he perdido nada.
–¿Qué he dicho? –rezongué.
Abrió un poco más los
ojos, y su rostro adoptó una expresión de mayor vulnerabilidad.
–Dijiste que me
querías –susurró.
–Eso ya lo sabías.
–Ha sido distinto
escucharte decirlo.
Le miré a los ojos.
–Te quiero –dije.
Se inclinó hacia mí y
apoyó con mucho cuidado su frente contra la mía.
–Ahora tú eres mi
vida.
Nos quedamos así
sentadas un largo rato, hasta que me empezaron a rugir las tripas. Se incorporó
risueña.
–La humanidad está
muy sobrevalorada –me quejé.
–¿Deberíamos empezar
desayunando?
Me llevé la mano
libre a la yugular, con los ojos desorbitados.
Ella dio un respingo;
sus ojos se entrecerraron para dedicarme una mueca de enfado.
–¡Era una broma! –me
reí con disimulo–. ¡Y tú dijiste que no sabía actuar!
Mantuvo el ceño
fruncido.
–Disiento
completamente. ¿Puedo reformular la frase? Hora de desayunar para los humanos.
–De acuerdo. Pero
concédeme un minuto humano, si no te importa.
–Por supuesto.
–Quédate.
Edythe sonrió.
Volví a cepillarme los dientes dos veces y me di
una ducha fugaz. Me pase el cepillo por el pelo mojado, intentando alisarlo un
poco. Y, entonces, me di de bruces contra la realidad: se me había olvidado
llevarme la ropa a la ducha.
Vacilé un minuto, pero estaba demasiado
impaciente como para permitir un ataque de pánico prolongado. No había
solución, así que enrollé firmemente la toalla alrededor de mi cuerpo y avancé
hacia el pasillo con la cara de un rojo brillante. Asomé la cabeza por el
quicio de la puerta.
–Hmm…
Aún estaba en la
mecedora. Se rio al ver mi cara.
–¿Nos vemos en la
cocina, entonces?
–Sí, por favor.
Pasó junto a mí
levantando una ráfaga de aire helado y bajó las escaleras antes de que hubiera
transcurrido un segundo. Apenas fui capaz de seguir sus movimientos: Edythe se
convirtió en una mancha de color pálido y luego desapareció.
–Gracias –le grité, y
corrí al armario.
Era consciente de que
probablemente debía meditar un poco lo que iba a ponerme, pero me moría de
ganas por estar en el piso de abajo. De lo que si me acordé fue de llevarme un
jersey, para que no se preocupara de que me diera frío.
Me volví a pasar los dedos por el pelo para
domarlo, y luego bajé las escaleras corriendo. Estaba apoyada contra la
encimera, y parecía encontrarse muy cómoda allí.
–¿Qué hay para
desayunar? –pregunté.
Aquello la descolocó
durante un minuto. Sus cejas se enarcaron.
–Eh… No estoy segura.
¿Qué te gustaría?
Yo reí.
–Bueno, sola me
defiendo bastante bien. Obsérvame cazar.
Encontré un cuenco y
una caja de cereales. Ella volvió a ocupar la misma silla de la noche anterior
y me observó mientras echaba leche y tomaba una cuchara. Puse el desayuno sobre
la mesa, y luego me detuve. El espacio vacío en la mesa frente a ella me hizo
sentir descortés.
–Este… ¿quieres algo?
Puso los ojos en
blanco.
–Limítate a comer,
Bella.
Me senté y la observé mientras comía. Edythe me
contemplaba fijamente, estudiando cada uno de mis movimientos, por lo que me
sentí cohibida. Tragué para hablar, con intención de distraerla.
–¿Tenemos algo
programado para hoy?
–Tal vez –dijo ella–.
Depende de si te gusta o no mi idea.
–Me gustará –prometí
mientras tomaba una segunda cucharada.
Ella frunció los
labios.
–¿Estarías dispuesta
a conocer a mi familia?
Me atraganté con los
cereales.
Ella se incorporó de
un salto, con una mano extendida hacía mí en un gesto inútil, probablemente
pensando en que me pulverizaría los pulmones si intentaba la maniobra de
Heimlich. Sacudí la cabeza para negar y le hice un gesto, indicándole que se
sentara, mientras tosía la leche de mi esófago.
–Estoy bien, estoy
bien –dije cuando pude hablar.
–Por favor, Bella, no
vuelvas a hacerme eso.
–Lo siento.
–Quizás deberíamos
mantener esta conversación cuando hayas terminado de comer.
–De acuerdo.
De todas maneras, necesitaba un minuto.
Aparentemente, lo decía en serio. Y entonces
pensé que ya había conocido a Alice y que tampoco había sido tan terrible. Y
también al doctor Cullen. Pero eso había sido antes de saber que el doctor
Cullen era un vampiro, lo que cambiaba mucho las cosas. Y, aunque ya lo sabía
cuándo conocí a Alice, no sabía si ella sabía que yo lo sabía, y a mí eso me
parecía una diferencia importante. Además, Alice era la más «compasiva», según
Edythe.
Otros miembros de su familia eran obviamente no
tan dadivosos.
–Por fin lo he conseguido –murmuró cuando tragué
la última cucharada y aparté el bol.
–¿El qué has conseguido?
–Asustarte.
Reflexioné un momento al respecto, y entonces
alargué la mano, con los dedos extendidos, y la balanceé de un lado a otro para
hacer el gesto internacional de «Sí, un poco».
–No voy a permitir que nadie te haga daño –me
aseguró.
Pero eso hizo precisamente que me preocupara
porque alguien –Rosalie– pudiera querer hacérmelo, y ella tuviera que
interponerse para rescatarme. Me daba igual lo que hubiera dicho sobre su
propia fuerza y lo de no jugar limpio; la sola idea me ponía los pelos de
punta.
–Nadie va a intentarlo siquiera, Bella, era un
chiste.
–No quiero causarte problemas. ¿Saben al menos
que lo sé?
Ella puso los ojos en blanco.
–Oh, están bastante al día. En mi casa es
imposible guardar secretos, con nuestras distintas rarezas. Alice ya ha visto
que era posible que pasaras por casa.
Noté cómo todo un catálogo de expresiones
desfilaba por mi rostro antes de poder controlarlas. ¿Qué había visto Alice?
Ayer… Anoche… Se me subieron los colores.
Vi que sus ojos se estrechaban del modo en que
solían hacerlo cuando intentaba leerme la mente.
–Solo estaba pensando en qué habría visto Alice –le
expliqué, antes de que pudiera preguntármelo.
Ella asintió.
–Puede resultar un poco invasivo. Pero no lo
hace a propósito. Además, ve muchas eventualidades diferentes… Nunca sabe cuál
es la que va a suceder. Por ejemplo, vio un centenar de posibilidades distintas
de lo que podría haber pasado ayer, y solo sobrevivías en un setenta y cinco
por ciento de los escenarios –su voz se endureció en aquella ultima parte y su
cuerpo de envaró–. Habían hecho apuestas, ¿sabes? Sobre si te mataría.
–Ah.
Su expresión seguía siendo tensa.
–¿Quieres saber quién votó en contra y quién a
favor?
–Hmm, creo que no. Dímelo después de que los
conozca. No quiero hacer esto teniendo prejuicios.
El asombro borró la ira de su rostro.
–Ah. Entonces, ¿vendrás?
–Parece que es… lo más respetuoso. No quiero que
piensen que tengo nada que ocultar.
Ella rio con un largo tintineo. No pude evitar
sonreír.
–¿Eso significa que yo podré conocer a Charlie
pronto? –me preguntó, entusiasta–. Ya sospecha algo, y yo también prefiero no
tener nada que ocultar.
–Bueno, claro. Pero ¿qué debería decirle? Ósea,
¿cómo le explico que…?
Ella se encogió de hombros.
–Dudo mucho que le cueste aceptar la idea de que
tengas «novia». Admito que es una interpretación libre, dada la connotación
humana de la palabra.
–De hecho, tengo la impresión de que eres algo
más –confesé clavando los ojos en la mesa.
Me sonaba a transitorio, a temporal. A algo poco
duradero.
Me acarició un lado de la cara con un dedo.
–Bueno, no creo necesario darle todos los
detalles morbosos. Pero vamos a necesitar una explicación de por qué merodeo
tanto por aquí, que no sea que soy una simple «amiga». No quiero que el jefe de
policía Swan me imponga una orden de alejamiento.
–¿Estarás? –pregunté, repentinamente ansiosa–.
¿De verdad vas a estar aquí?
Parecía demasiado bueno para ser verdad, algo
con lo que solo un estúpido contaría.
–Tanto tiempo como tú me quieras.
–Te querré siempre –le avisé–. Y cuando digo
para siempre, es para siempre.
Apoyó los dedos contra mis labios y cerró los
ojos. Daba la sensación de que deseaba que no hubiera dicho aquello.
–¿Eso te entristece? –pregunté, intentando
ponerle un nombre a la expresión de su cara. Finalmente, suspiró.
–¿Nos vamos?
Miré el reloj del microondas con gesto
automático.
–¿No es un poco tempra…? Nada, olvida lo que he
dicho.
–Olvidado.
–¿Voy bien? –me pregunté, señalando mi ropa.
¿Debía arreglarme más?
–Tienes un aspecto… –de repente, sus hoyuelos
asomaron– delicioso.
–¿Entonces dices que me debería cambiar?
Ella rio y sacudió la cabeza con gesto de
negación.
–No cambies nunca, Bella.
Entonces, se levantó y dio un paso en dirección
a mí, de modo que nuestras rodillas se tocaron. Colocó las manos a ambos lados
de mi cara y se reclinó hasta que su rostro quedó a apenas un centímetro del
mío.
–Con cuidado –me recordó.
Ladeó la cabeza y acortó la distancia entre
nosotras. Con una levísima presión, sus labios tocaron los míos.
¡Con cuidado!, resonó en mi mente. No te muevas. Cerré las manos en un
puño. Era consciente de que ella sentía cómo la sangre me latía en la cara.
Muy despacio, sus labios se movieron contra los
míos. Cuando se sintió más confiada, sus labios adquirieron firmeza. Noté que
se entreabrían levemente y su aliento inundó mi boca con su frialdad. No
aspiré. Sabía que su aroma me obligaba a hacer tonterías.
Sus dedos me acariciaron la cara desde las
sienes hasta el mentón, y luego asieron mi barbilla, apretando mis labios
contra los suyos.
¡Con
cuidado!, me grité mentalmente.
Y entonces, de la nada, un vertiginoso y vacuo
pitido empezó a aumentar de volumen en mis oídos. Al principio no podía
concentrarme en nada que no fueran sus labios, pero luego empecé a caer por un
túnel en el que sus labios estaban cada vez más lejos.
–¿Bella? ¿Bella?
–Eh –intenté decir.
–¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
El sonido de su nerviosismo contribuyó a traerme
de vuelta. No perdí el conocimiento del todo, así que resultó bastante fácil.
Tomé dos grandes bocanadas de aire y abrí los ojos.
–Estoy bien –le dije. Se había apartado, pero
tenía los brazos estirados hacia mí: una de sus frías manos se apoyaba en mi
frente y la otra en mi nuca. Su rostro parecía más pálido de lo habitual–. Es
solo que… creo que me olvidé de respirar durante un minuto. Lo siento –volví a inspirar hondo.
Ella me miró con suspicacia.
–¿Se te ha olvidado respirar?
–Estaba intentando ser precavida.
De repente, se mostró furiosa.
–¿Qué voy a hacer contigo? Ayer te beso, ¡y me
atacas! ¡Y hoy te desmayas!
–Lo siento.
Dejó escapar un hondo suspiro, pero rápidamente
depositó un beso en mi frente.
–Me alegro que me sea físicamente imposible sufrir
un paro cardiaco –rezongó.
–Sí, yo también me alegro –concordé.
–No te puedo llevar de esta forma a ningún
sitio.
–No, en serio, estoy bien. Completamente de
vuelta a la normalidad. Tu familia va a pensar que estoy loca de todos modos,
así que… ¿qué más da que esté un poco inestable?
Edythe frunció el ceño.
–Quieres decir, ¿más inestable de lo habitual?
–Claro. Mira, intento con todas mis fuerzas no
pensar en lo que estoy a punto de hacer, así que me vendría bien que fuéramos
pensando en irnos.
Ella sacudió la cabeza, pero me tomó de la mano
y me levantó de la silla.
Aquella vez ni siquiera me pidió permiso:
simplemente se dirigió al asiento del conductor de mi camioneta. Pensé que no
tenía mucho sentido discutir con ella después de mi último y vergonzoso
episodio y, de todas maneras, no tenía ni idea de donde vivía.
Condujo con cuidado, sin quejarse ni una sola
vez de las limitaciones de mi camioneta. Fuimos al norte de la ciudad, cruzamos
el puente sobre el río Calawah y continuamos hacia el denso bosque hasta que
dejamos atrás todas las casas. Empezaba a preguntarme cuán lejos nos dirigíamos
cuando giró bruscamente para tomar un camino sin pavimentar. No estaba
señalizado y apenas era visible entre los helechos. El bosque invadía a ambos
lados el sendero hasta tal punto que solo era distinguible a pocos metros de
distancia.
Condujimos unos cuantos kilómetros por el
camino, casi siempre dirigiéndonos al este. Estaba intentando localizar, sin
demasiado éxito, aquella vía en mi difuso mapa mental, cuando, repentinamente,
los arboles ralearon y de repente nos adentramos en una pequeña pradera, ¿o era
un jardín? Aun así, no había mucha más claridad. Había seis enormes cedros –probablemente
los arboles más grandes que había visto en mi vida– cuyas ramas daban sombra a
todo un arce de tierra. Se erigían sobre la casa que había en el centro de la
pradera, ocultándola.
No sé lo que en realidad pensaba encontrarme,
pero definitivamente no era aquello. La casa, de unos cien años de antigüedad,
tenía tres pisos y una cierta… elegancia, si es que ese término se le puede
aplicar a una casa. Estaba pintada de un blanco suave y desvaído y todas las
ventanas y las puertas parecían originales, pero quizás estaban demasiado bien
conservadas como para serlo. La camioneta era el único vehículo a la vista.
Cuando Edythe apago el motor, pude oír fluir el río cerca de allí.
–¡Guau!
–¿Te gusta?
–Es… muy especial.
En un segundo, estuvo al otro lado de la puerta
del copiloto. La abrí lentamente, empezando a sentir los nervios que había
intentado reprimir.
–¿Lista?
–No, pero hagámoslo.
Edythe rio y yo intenté reír con ella, pero la
risa se me quedó pegada en la garganta. Me alisé el pelo con gesto nervioso.
–Tienes un aspecto adorable.
Me tomó de la mano de forma casual, como si ya
no tuviera que pensarlo. No era un gran gesto, pero me distrajo y me hizo
sentir un poco menos al borde de un ataque de pánico.
Caminamos hacia el porche a la densa sombra de
los árboles. Sabía que notaba mi tensión. Estiró el brazo hacia delante para
apoyarme la mano libre en la espalda durante un segundo. Luego abrió la puerta
y entró en la casa, arrastrándome tras ella.
El interior se correspondía aún menos con lo que
esperaba que el exterior. Era muy luminoso, muy espacioso y muy grande. Lo más
seguro es que un principio, hubiera estado dividido en varias habitaciones,
pero habían hecho desaparecer los tabiques para conseguir un espacio más
amplio. El muro trasero, orientado hacia el sur, había sido totalmente
remplazado por una vidriera y, más allá, de los cedros, el jardín estaba
despejado y se alargaba hasta alcanzar el acho río. Una maciza escalera
dominaba la parte oriental de la estancia. Las paredes, el ancho techo, los
suelos de madera y las gruesas alfombras eran todos de diferentes tonalidades de
blanco.
Los padres de Edythe nos aguardaban. Estaban de
pie a la izquierda de la entrada, sobre un altillo del suelo, frente a un gran
piano de cola que también era blanco.
Había visto antes al doctor Cullen, por
supuesto, pero eso no evitó que su joven y ultrajante perfección me
sorprendiera de nuevo. Presumí que quien estaba a su lado era Esme, la única a
la que no había visto con anterioridad. Tenía los mismos rasgos pálidos y
hermosos que el resto. Había algo en su rostro en forma de corazón y en las ondas
de su suave pelo de color caramelo que recordaba a la ingenuidad de la época de
las películas de cine mudo. Era pequeña y delgada, pero aun así, de facciones
menos pronunciadas, más redondeadas que las de los otros. Ambos vestían de
manera informal, con colores claros que encajaban con el interior de la casa.
Me sonrieron en señal de bienvenida, pero ninguno hizo ademán de acercarse a
nosotras en lo que supuse que era un intento de no asustarme. La voz de Edythe
rompió el breve lapso de silencio.
–Carlisle, Esme, les presento a Bella.
–Sé bienvenida, Bella.
El paso de Carlisle fue comedido y cuidadoso
cuando se acercó a mí. Alzó la mano con timidez y me adelanté un paso para
estrechársela.
–Me alegro de volver a verle, doctor Cullen.
–Llámame Carlisle, por favor.
Le sonreí de oreja a oreja con una repentina
confianza que me sorprendió. Noté el alivio de Edythe, que seguía a mi lado.
Esme sonrió y avanzó un paso para alcanzar mi
mano. El apretón de su fría mano, dura como la piedra, era tal y como yo esperaba.
–Me alegro mucho de conocerte –dijo con
sinceridad.
–Gracias. Yo también me alegro.
Y ahí estaba yo. Era como encontrarse formando
parte de un cuento de hadas… Blancanieves en carne y hueso.
–¿Dónde están Alice y Jasper? –preguntó Edythe.
Nadie tuvo ocasión de responder, ya que ambos
aparecieron en ese momento en lo alto de las escaleras.
–¡Edy está en casa! –gritó Alice, y bajó las
escaleras convertida en una mancha pálida y frenó repentinamente justo frente a
nosotras. Carlisle y Esme le lanzaron sendas miradas de aviso, pero a mí me
agradó. Eso era lo natural para ella, el modo en que se movían cuando no tenían
que preocuparse de que hubiera extraños mirando.
–¡Bella! –me saludó con entusiasmo, como si
fuéramos viejas amigas. Me tendió la mano y, cuando fui a estrechársela, me
atrajo hacia sí para darme un abrazo.
–Hola, Alice –dije, pero sonó como si me faltara
el aliento. Estaba asombrada, pero también bastante satisfecha de que pareciera
tan comprensiva; es más, daba la sensación de que ya le caía bien.
Cuando me aparté de ella, me percaté de que yo
no era la única sorprendida.
Carlisle y Esme contemplaban mi rostro con ojos
enormes, como si estuvieran esperando que echara a correr en cualquier momento.
Edythe tenía la mandíbula tensa, pero no sabía si debía a la preocupación o al
enfado.
–Hueles bien –comentó Alice–, hasta ahora no me
había dado cuenta.
Mi rostro se calentó, y el calor aumentó cuando
pensé en el aspecto que debía tener para ellos, y nadie más parecía saber qué
decir.
Entonces Jasper se acercó. Edythe se había
comparado a sí misma con una leona cuando cazaba, lo que me resultaba difícil
de concebir, pero no me costaba para nada imaginarme a Jasper interpretando ese
papel. En aquel momento, sencillamente estando ahí de pie, de él emanaba algo
leonino. Pero, a pesar de ello, de repente empecé a sentirme muy cómoda. Era
como si me encontrara en un lugar familiar, rodeada de gente que conocía bien.
A gusto, como cuando estaba con Jules. Era extraño que me sintiera así en un
contexto semejante, y entonces recordé lo que Edythe me había contado que
Jasper era capaz de hacer. Resultaba muy extraño pensar en aquello. No tenía la
sensación de que nadie estuviera usando magia ni nada parecido sobre mí.
–Hola, Bella –me saludó Jasper.
No se acercó y no me ofreció la mano para qué la
estrechara, pero no resultó incómodo.
–Hola, Jasper –le sonreí con timidez, y luego a
los demás, antes de añadir como fórmula de cortesía–: Me alegro de conocerlos a
todos… Tienen una casa preciosa.
–Gracias –contestó Esme–. Estamos encantados de
que hayas venido.
Me habló con sentimiento, y me di cuenta de que
pensaba que yo era valiente.
También caí en la cuenta de que no se vía por
ninguna parte ni a Rosalie ni a Emmett y, aunque me sentí aliviada, también
experimenté cierta decepción. Hubiera sido agradable dejar aquello resuelto
mientras Jasper estaba presente, haciéndome sentir tan tranquila.
Me percaté de que Carlisle miraba a Edythe de
forma significativa con gran intensidad. Vi a Edythe asentir una vez con el rabillo
del ojo.
Tuve la sensación de estar espiando algo íntimo,
así que aparte la vista. Mis ojos vagaron hacia el hermoso piano que había
sobre la tarima. Súbitamente recordé una fantasía de la niñez que consistía en
que, cuando fuera una adulta, le compraría un piano de cola a mi madre. No era
una buena pianista, solo tocaba para sí misma en nuestro piano de segunda mano,
pero a mí me encantaba verla tocar. Se la veía feliz, absorta, y entonces me
parecía un ser nuevo y misterioso. Me hizo tomar clases, por supuesto, pero,
como la mayoría de los niños, lloriqueé hasta conseguir que dejara de llevarme.
Esme se percató de mi atención y me preguntó:
–¿Tocas?
Negué con la cabeza.
–No, en lo absoluto. Pero es tan hermoso… ¿Es
tuyo?
–No –se rio–. ¿No te ha dicho Edythe que sabe
tocar?
–Ehh. No, no lo ha mencionado. Supongo que
debería haberlo sabido.
Esme arqueó las cejas como muestra de confusión.
–¿Hay algo que no se le dé bien?
Era una pregunta retórica.
A Jasper se le escapó una carcajada, Alice puso
los ojos en blanco y Esme el dirigió una mirada maternal, que resultaba muy
impactante dado lo joven que parecía.
–Espero que no hayas estado alardeando… Es de
mala educación –la riñó.
–Solo un poco –Edythe rio con un sonido
contagioso y todos, incluso yo, reímos. La sonrisa de Esme fue la más efusiva
de todas y ambas intercambiaron una rápida mirada.
–Edythe, deberías tocar para ella –dijo Esme.
–Acabas de decir que alardear es de mala
educación.
–Puedes hacer una excepción –me sonrió–. En
realidad, lo hago por puro egoísmo. No toca muy a menudo, pero me encanta
escucharla.
–Me gustaría oírte tocar –dije.
Edythe le dedico a Esme una prolongada y
exasperada mirada y luego me obsequió con la misma expresión. Cuando consideró
que ya era suficiente, me soltó la mano y se dirigió al banquito para sentarse.
Dio una palmada en el espacio vacío que había a su lado y se dio media vuelta
para mirarme.
–Ah –murmuré, y fui a sentarme con ella.
En cuanto me senté, sus dedos revolotearon
rápidamente sobre las teclas y una composición, tan compleja y exuberante que
resultaba imposible creer que estuviera interpretada por una única persona,
llenó la habitación. Me quedé boquiabierta del asombro y a mis espaldas oí
risas en voz baja.
Edythe me miró con indiferencia mientras la
música seguía surgiendo a nuestro alrededor sin descanso.
–¿Te gusta?
Inmediatamente, lo comprendí. Por supuesto.
–La has escrito tú.
Asintió.
–Es la favorita de Esme.
Suspiré.
–¿Qué ocurre?
–Es solo que… me siento un poco insignificante.
Meditó mis palabras durante un minuto y entonces
la música se trasformó lentamente en algo más suave… que me resultaba familiar.
Era la nana que me había tarareado, solo que mil veces más compleja.
–Esta se me ocurrió –dijo en voz baja–
contemplándote mientras dormías. Es tu canción.
La música se convirtió en algo más dulce y
delicado.
No me salieron las palabras.
–Les gustas, ya lo sabes –dijo, de nuevo con
tono coloquial–. Sobre todo a Esme.
Eché un fugaz vistazo a mis espaldas, pero la
enorme estancia se había quedado vacía.
–¿Adónde han ido?
–Nos han concedido un poco de intimidad. Muy
sutiles, ¿no?
Reí, pero después fruncí el ceño.
–Me alegro de caerles bien. Ellos a mí también
me gustan. Pero Rosalie y Emmett…
Tensó el rostro.
–No te preocupes por Rosalie. Siempre es la
última en ceder.
–¿Y Emmett?
Rio con amargura.
–Él opina que soy una lunática, lo cual es
cierto, pero no tiene ningún problema contigo. Está intentando razonar con
Rosalie.
–¿Qué le he hecho? –no pude evitar preguntar–.
Quiero decir, que nunca he hablado con ella…
–No has hecho nada, Bella, de verdad. Rosalie es
la que más se debate contra… contra lo que somos. Le resulta duro que alguien
de fuera sepa la verdad, y está un poco celosa.
–¡Ja!
–Eres humana –Edythe se encogió de hombros–. Es
lo que ella también desearía ser.
Aquello me dejó sin respuesta.
–Vaya.
Me quedé escuchando la música, mi música, en
constante trasformación y evolución, aunque la base seguía siendo la misma. No
entendía muy bien como lo hacía. No parecía prestarle demasiada atención a sus
manos.
–Lo que Jasper hace resulta muy… poco extraño,
creo. Ha sido bastante increíble.
Ella rio.
–Las palabras no le hacen justicia, ¿verdad?
–Lo cierto es que no. Pero ¿le caigo bien?
Parecía…
–Eso es culpa mía. Ya te dije que era el que
hace menos tiempo que está probando nuestra forma de vida. Lo previne para que
se mantuviera a distancia.
–Vaya.
–Sí, lo sé.
Me esforcé por reprimir un escalofrío.
–Carlisle y Esme piensan que eres fantástica –me
dijo.
–Bueno… La verdad es que no he hecho nada
demasiado emocionante. Solo he estrechado un par de manos.
–Son felices de verme feliz. A Esme no le
preocuparía que tuvieras un tercer ojo y dedos palmeados. Durante todo este
tiempo se ha preocupado por mí, temiendo que se hubiera perdido alguna parte
esencial de mi carácter, ya que era muy joven cuando Carlisle m convirtió… Está
muy aliviada. Prácticamente se hecha a aplaudir cada vez que te toco.
–Alice parece entusiasta.
Puso una mueca.
–Alice tiene una perspectiva muy particular de
la vida.
Me la quedé mirando un momento, sopesando su
expresión.
–¿Qué? –me preguntó.
–No me la vas a explicar, ¿verdad?
Entornó los ojos cuando me devolvió la mirada, y
se produjo un momento de comunicación sin palabras entre nosotras, parecido al
que había presenciado antes entre Carlisle y ella, solo que sin la ventaja de
poder leerme la mente. Sabía que me ocultaba algo sobre Alice, algo que su
actitud hacia ella llevaba señalando hacía tiempo. Y ella era consciente de que
yo lo sabía, pero, de todos modos, no me lo iba a revelar. Ahora, no.
–De acuerdo –dije, como si hubiera verbalizado
su pensamiento en voz alta.
–Hmm –murmuró ella.
Y, ya que me había acordado…
–¿Qué te estaba diciendo antes Carlisle?
Ahora tenía los ojos fijos en las teclas.
–Te has dado cuenta, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
–Naturalmente.
Me miró con gesto pensativo durante unos
segundos antes de responder.
–Quería informarme de ciertas noticias… No sabía
si era algo que yo debería compartir contigo.
–¿Lo harás?
–Probablemente sea lo mejor. Puede que mi
comportamiento sea un poco extraño los próximos días, tal vez semanas. Un tanto
maniaco. Así que es mejor que me explique de antemano.
–¿Qué sucede?
–En sí mismo, nada malo. Alice acaba de «ver»
que pronto vamos a tener visitas. Saben que estamos aquí y sienten curiosidad.
–¿Visitas?
–Sí, como nosotros, pero… no. Me refiero a que
los visitantes no se parecen a nosotros en sus hábitos de caza. Lo más probable
es que no vayan al pueblo para nada,
pero, desde luego, no voy a dejar que estés fuera de mi vista hasta que se
hayan marchado.
–Guau. ¿No deberíamos…? Quiero decir, ¿no hay
alguna manera de avisar a la gente?
Su rostro estaba triste y serio.
–Carlisle les pedirá que no cacen por aquí
cerca, a modo de cortesía, y es bastante probable que no se opongan a eso, pero
no podemos hacer nada más, por varios motivos –suspiró–. No cazarán aquí, pero
lo harán en alguna otra parte. Así son las cosas cuando vives en un mundo lleno
de monstruos.
Me estremecí.
–Por fin, una reacción racional –murmuró–.
Empezaba a creer que no tenías instinto de supervivencia alguno.
Dejé pasar el comentario y aparté la vista para
que mis ojos recorrieran de nuevo la espaciosa y blanca estancia.
–No es lo que esperabas, ¿verdad? –inquirió, con
voz nuevamente divertida.
–No –Admití.
–No hay ataúdes ni cráneos apilados por los
rincones. Ni siquiera creo que tengamos telarañas… ¡Qué decepción debe ser para
ti! –prosiguió con malicia.
Ignoré su broma.
–No esperaba que fuera tan luminoso, tan
despejado.
Se puso más seria al responder:
–Es el único lugar donde no tenemos que fingir.
Mi canción fue evolucionando hacia una
conclusión, las notas finales habían cambiado, eran más melancólicas y la
última se sostuvo durante un segundo eterno. El sonido de aquella nota
encerraba algo tan melancólico que se me hizo un nudo en la garganta.
Me la aclaré y dije:
–Gracias.
A ella también la había conmovido la música. Se
me quedó mirando durante un momento con actitud inquisitiva, pero luego sacudió
la cabeza y suspiró
–¿Quieres ver el resto de la casa? –me preguntó.
–¿Voy a ver cráneos apilados por las esquinas?
–Siento decepcionarte.
–Bueno, está bien, pero ahora mis expectativas
son muy bajas.
Subimos por la gran escalinata tomadas de la
mano. Con la que tenía libre, acaricié la suave y lisa barandilla. En lo alto
de la misma había un gran vestíbulo de paredes revestidas con paneles de madera
clara, del mismo color que las tablas del suelo.
–La habitación de Rosalie y Emmett… El despacho
de Carlisle… –hacía gestos con la mano conforme íbamos pasando por delante de
las puertas–. La habitación de Alice…
Edythe hubiera continuado, pero me detuve en
seco al final del vestíbulo, contemplando con las cejas enarcadas el ornamento
que pendía del muro por encima de mi cabeza. Se rio de mi expresión.
–Es irónico, lo sé –dijo ella.
–Debe ser muy antigua –aventuré.
Sentí la necesidad de tocarla, para ver si la
vetusta pátina era tan suave como parecía, pero era evidente que debía ser muy
valiosa.
Se encogió de hombros.
–Es del siglo XVI, a principios de la década de
los treinta, más o menos.
Aparté los ojos de la cruz para mirarla.
–¿Por qué la tienen aquí?
–Por nostalgia. Perteneció al padre de Carlisle.
–¿Coleccionaba antigüedades?
–No. La talló el mismo para colgarla en la
pared, encima del púlpito de la vicaría en la que predicaba.
Me di vuelta para contemplar la cruz mientras
hacía un cálculo mental. La cruz tenía más de trescientos setenta años. El
silencio se prolongó mientras me esforzaba por asimilar la noción de tantísimo
tiempo.
–¿Te encuentras bien? –preguntó.
–¿Cuántos años tiene Carlisle? –inquirí en voz
baja, aún con la vista alzada.
–Acaba de celebrar su cumpleaños tricentésimo
sexagésimo segundo –contestó Edythe. Me estudió atentamente mientras hablaba, y
yo traté de asimilar la información–: Carlisle nació en Londres, él cree que
hacia 1640. Aunque las fechas no se señalaban con demasiada precisión en
aquella época, al menos, no para la gente común, sí se sabe que sucedió durante
el gobierno de Cromwell.
Aquel nombre recordó algunos hechos inconexos en
mi mente, de la asignatura Historia Universal que había tenido el año anterior.
Debería haber prestado más atención.
–Fue el único hijo de un pastor anglicano. Su
madre murió al alumbrarlo a él. Su padre era un hombre duro. Fanático. Creía a
pies juntillas en la realidad del mal. Encabezó partidas de caza contra brujos,
licántropos… y vampiros.
Era extraño cómo aquella palabra tenía la
capacidad de darle la vuelta a las cosas, y hacía que su relato sonara menos a
clase de Historia.
–Quemaron a muchos inocentes, por supuesto, ya
que las criaturas a las que realmente ellos perseguían no eran tan fáciles de
atrapar.
»Carlisle hizo lo que estuvo en su mano para
proteger a los inocentes. Siempre creyó en el método científico, y trató de
convencer a su padre de que fuera más allá de la superstición y buscara pruebas
reales. Él no aprobaba su implicación. Su padre lo quería, y los que defendían
a los monstruos a menudo solían terminar involucrados con ellos.
»Su padre era tenaz… y obsesivo. Contra todo
pronóstico, halló pruebas de la existencia de algunos monstruos reales.
Carlisle le imploró que tuviera cuidado y, hasta cierto punto, lo escuchó. En
lugar de atacarlos ciegamente, aguardó y los observó durante largo tiempo.
Espió a un aquelarre de auténticos vampiros que vivían en las cloacas de la
ciudad y solo salían de caza durante las noches. En aquellos días, cuando los
monstruos no eran meros mitos y leyendas, esa era forma en la que debían vivir.
»Su gente reunió horcas y teas, por supuesto –rio
sombríamente–, y se apostó allí donde el pastor había visto a los monstruos
salir a la calle. Había dos puntos de acceso. El pastor y unos cuantos de sus
hombres pusieron un tonel de brea en uno de los accesos, mientras los demás
esperaban fuera del segundo a que surgieran los monstruos.
Me di cuenta de que estaba volviendo a aguantar
la respiración, y me obligué a exhalar.
–No pasó nada. Esperaron mucho tiempo y
finalmente se marcharon, decepcionados. El pastor estaba furioso: debía de
haber otras salidas, y era evidente que los vampiros habían huido,
atemorizados. Por supuesto, aquellos hombres con lanzas y hachas no
representaban ningún peligro para un vampiro, pero él lo desconocía. Ahora que
estaban prevenidos, ¿Cómo volvería a encontrar a sus monstruos?
Edythe bajó la voz.
–No le costó mucho. Debió hacerlos enfadar. Los
vampiros no se pueden permitir llamar la atención o, de lo contrario, se
habrían limitado a masacrar a toda la razia. En su lugar, uno de ellos le
siguió a su casa.
»Carlisle recuerda la noche claramente, un
recuerdo humano. Era de esa clase de noches que se quedan grabadas para
siempre. Su padre volvió a casa muy tarde o, más bien, muy temprano. Carlisle
le había esperado despierto, preocupado. El pastor estaba furioso y
despotricaba sobre su fracaso. Carlisle intentó tranquilizarlo, pero él lo
ignoró. Y entonces, descubrieron que había un hombre en el centro de la pequeña
estancia en la que vivían.
»Carlisle dice que iba vestido con harapos, como
un mendigo, pero que su rostro era hermoso y que hablaba en latín. Gracias a la
vocación de su padre y a su propia curiosidad, Carlisle era un hombre
sorprendentemente educado para la época, y comprendió lo que el hombre había
dicho. El hombre le dijo a su padre que era un necio y que pagaría por el daño
que había causado. El pastor se interpuso entre él y su hijo para protegerlo…
»Pienso en ese momento a menudo. Si no hubiera
revelado qué era lo que más quería en el mundo, ¿habrían sido distintas
nuestras historias?
Se quedó meditabunda durante unos segundos, y
luego prosiguió.
–El vampiro sonrió y le dijo al pastor: «Irás a
tu infierno sabiendo esto: que lo que más amas se habrá convertido en lo que
más odias».
»Apartó al pastor a un lado y aferró a Carlisle…
Parecía absorta en su historia, pero de pronto
calló. Sus ojos volvieron al presente, y me miró como si hubiera dicho algo que
no debía. O quizás pensara que me había molestado.
–¿Qué pasó? –susurré.
Cuando habló, dio la sensación de que elegía
cada palabra minuciosamente.
–Se aseguró de que el pastor supiera lo que le
iba a suceder a Carlisle y luego le asesinó muy lentamente mientras él
observaba, retorciéndose de dolor y espanto.
Yo retrocedí levemente. Ella asintió
comprensiva.
–El vampiro se marchó. Carlisle sabía cuál sería
su suerte si alguien lo encontraba en aquellas condiciones. Cualquier cosa que
el monstruo hubiera infectado sería destruida. Carlisle actuó por instinto para
salvar su piel. Se arrastró hasta el sótano y se enterró entre patatas podridas
durante tres días. Es un milagro que consiguiera mantenerse en silencio y pasar
desapercibido.
»Se dio cuenta de que se había “convertido”
cuando todo terminó.
No estaba muy segura de lo que reflejaba mi
rostro, pero de repente enmudeció.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó.
–Estoy bien. ¿Qué pasó luego?
Ella esbozó una media sonrisa ante mi turbación,
y luego se giró para volver al vestíbulo, llevándome consigo.
–Vamos –me animó–. Te lo voy a mostrar.
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