lunes, 22 de octubre de 2018

Los Cullen

Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.








Finalmente, me despertó la tenue luz de otro día nublado. Yacía con el brazo sobre los ojos, grogui y confusa. Algo, el atisbo de un sueño digno de recordar, pugnaba por abrirse paso en mi mente. Gemí y rodé sobre un costado esperando volver a dormirme. Y entonces lo acaecido el día anterior irrumpió en mi consciencia.
–¡Oh!
Me senté tan deprisa que la cabeza me empezó a dar vueltas.
Tu pelo tiene la capacidad de desafiar la gravedad –la voz divertida procedía de la mecedora de la esquina–. Es tu poder particular.
Automáticamente, estiré el brazo para alisarme el pelo.
Se sentó con las piernas cruzadas en la silla, exhibiendo una sonrisa perfecta en su perfecto rostro.
–¡Edythe, te has quedado!
Era como si, después de todo, no me hubiera despertado.
–Por supuesto. Es lo que querías, ¿no?
Asentí.
Su sonrisa se ensanchó.
–También es lo que yo quería.
Salí de la cama con paso tambaleante, no muy segura de adónde iba, solo que necesitaba estar más cerca de ella. Me esperó y su rostro no mostró ninguna sorpresa cuando me arrojé irreflexivamente a su regazo. Me quedé helada, sorprendida por mi desenfrenado entusiasmo, en el instante en el que comprendí lo que había hecho. Alcé la vista, temerosa de haberme pasado de la raya, pero ella sonreía. Muy despacio, apoyé la palma contra un lado de su cara. Ella se apoyó contra mi mano, y sus parpados se deslizaron sobre sus ojos al cerrarse.
–¿Charlie? –pregunté. Ambas estábamos hablando a un volumen normal.
–Se marchó hace una hora… Con un montón de equipamiento.
Estaría fuera todo el día, así que Edythe y yo estábamos solas, en una casa vacía, sin necesidad de ir a ninguna parte. Una enorme cantidad de tiempo. Me sentí como una loca anciana avara, regodeándose en los montones de monedas de oro que poseía, solo que en lugar de monedas lo que yo acumulaba eran segundos.
Solo entonces me di cuenta de que se había cambiado de ropa. En lugar de la camiseta de finos tirantes, vestía un suéter color melocotón.
–¿Te has ido? –pregunté.
Ella abrió los ojos y sonrió, colocando una de sus manos sobre la mía para que la mantuviera contra su rostro.
–Difícilmente podía salir con la ropa con la que entré. ¿Qué pensarían los vecinos? De todas maneras, solo ha sido durante unos minutos y en ese momento estabas profundamente dormida, así que estoy segura de que no me he perdido nada.
–¿Qué he dicho? –rezongué.
Abrió un poco más los ojos, y su rostro adoptó una expresión de mayor vulnerabilidad.
–Dijiste que me querías –susurró.
–Eso ya lo sabías.
–Ha sido distinto escucharte decirlo.
Le miré a los ojos.
–Te quiero –dije.
Se inclinó hacia mí y apoyó con mucho cuidado su frente contra la mía.
–Ahora tú eres mi vida.
Nos quedamos así sentadas un largo rato, hasta que me empezaron a rugir las tripas. Se incorporó risueña.
–La humanidad está muy sobrevalorada –me quejé.
–¿Deberíamos empezar desayunando?
Me llevé la mano libre a la yugular, con los ojos desorbitados.
Ella dio un respingo; sus ojos se entrecerraron para dedicarme una mueca de enfado.
–¡Era una broma! –me reí con disimulo–. ¡Y tú dijiste que no sabía actuar!
Mantuvo el ceño fruncido.
–Disiento completamente. ¿Puedo reformular la frase? Hora de desayunar para los humanos.
–De acuerdo. Pero concédeme un minuto humano, si no te importa.
–Por supuesto.
–Quédate.
Edythe sonrió.
Volví a cepillarme los dientes dos veces y me di una ducha fugaz. Me pase el cepillo por el pelo mojado, intentando alisarlo un poco. Y, entonces, me di de bruces contra la realidad: se me había olvidado llevarme la ropa a la ducha.
Vacilé un minuto, pero estaba demasiado impaciente como para permitir un ataque de pánico prolongado. No había solución, así que enrollé firmemente la toalla alrededor de mi cuerpo y avancé hacia el pasillo con la cara de un rojo brillante. Asomé la cabeza por el quicio de la puerta.
–Hmm…
Aún estaba en la mecedora. Se rio al ver mi cara.
–¿Nos vemos en la cocina, entonces?
–Sí, por favor.
Pasó junto a mí levantando una ráfaga de aire helado y bajó las escaleras antes de que hubiera transcurrido un segundo. Apenas fui capaz de seguir sus movimientos: Edythe se convirtió en una mancha de color pálido y luego desapareció.
–Gracias –le grité, y corrí al armario.
Era consciente de que probablemente debía meditar un poco lo que iba a ponerme, pero me moría de ganas por estar en el piso de abajo. De lo que si me acordé fue de llevarme un jersey, para que no se preocupara de que me diera frío.
Me volví a pasar los dedos por el pelo para domarlo, y luego bajé las escaleras corriendo. Estaba apoyada contra la encimera, y parecía encontrarse muy cómoda allí.
–¿Qué hay para desayunar? –pregunté.
Aquello la descolocó durante un minuto. Sus cejas se enarcaron.
–Eh… No estoy segura. ¿Qué te gustaría?
Yo reí.
–Bueno, sola me defiendo bastante bien. Obsérvame cazar.
Encontré un cuenco y una caja de cereales. Ella volvió a ocupar la misma silla de la noche anterior y me observó mientras echaba leche y tomaba una cuchara. Puse el desayuno sobre la mesa, y luego me detuve. El espacio vacío en la mesa frente a ella me hizo sentir descortés.
–Este… ¿quieres algo?
Puso los ojos en blanco.
–Limítate a comer, Bella.
Me senté y la observé mientras comía. Edythe me contemplaba fijamente, estudiando cada uno de mis movimientos, por lo que me sentí cohibida. Tragué para hablar, con intención de distraerla.
–¿Tenemos algo programado para hoy?
–Tal vez –dijo ella–. Depende de si te gusta o no mi idea.
–Me gustará –prometí mientras tomaba una segunda cucharada.
Ella frunció los labios.
–¿Estarías dispuesta a conocer a mi familia?
Me atraganté con los cereales.
Ella se incorporó de un salto, con una mano extendida hacía mí en un gesto inútil, probablemente pensando en que me pulverizaría los pulmones si intentaba la maniobra de Heimlich. Sacudí la cabeza para negar y le hice un gesto, indicándole que se sentara, mientras tosía la leche de mi esófago.
–Estoy bien, estoy bien –dije cuando pude hablar.
–Por favor, Bella, no vuelvas a hacerme eso.
–Lo siento.
–Quizás deberíamos mantener esta conversación cuando hayas terminado de comer.
–De acuerdo.
De todas maneras, necesitaba un minuto.
Aparentemente, lo decía en serio. Y entonces pensé que ya había conocido a Alice y que tampoco había sido tan terrible. Y también al doctor Cullen. Pero eso había sido antes de saber que el doctor Cullen era un vampiro, lo que cambiaba mucho las cosas. Y, aunque ya lo sabía cuándo conocí a Alice, no sabía si ella sabía que yo lo sabía, y a mí eso me parecía una diferencia importante. Además, Alice era la más «compasiva», según Edythe.
Otros miembros de su familia eran obviamente no tan dadivosos.
–Por fin lo he conseguido –murmuró cuando tragué la última cucharada y aparté el bol.
–¿El qué has conseguido?
–Asustarte.
Reflexioné un momento al respecto, y entonces alargué la mano, con los dedos extendidos, y la balanceé de un lado a otro para hacer el gesto internacional de «Sí, un poco».
–No voy a permitir que nadie te haga daño –me aseguró.
Pero eso hizo precisamente que me preocupara porque alguien –Rosalie– pudiera querer hacérmelo, y ella tuviera que interponerse para rescatarme. Me daba igual lo que hubiera dicho sobre su propia fuerza y lo de no jugar limpio; la sola idea me ponía los pelos de punta.
–Nadie va a intentarlo siquiera, Bella, era un chiste.
–No quiero causarte problemas. ¿Saben al menos que lo sé?
Ella puso los ojos en blanco.
–Oh, están bastante al día. En mi casa es imposible guardar secretos, con nuestras distintas rarezas. Alice ya ha visto que era posible que pasaras por casa.
Noté cómo todo un catálogo de expresiones desfilaba por mi rostro antes de poder controlarlas. ¿Qué había visto Alice? Ayer… Anoche… Se me subieron los colores.
Vi que sus ojos se estrechaban del modo en que solían hacerlo cuando intentaba leerme la mente.
–Solo estaba pensando en qué habría visto Alice –le expliqué, antes de que pudiera preguntármelo.
Ella asintió.
–Puede resultar un poco invasivo. Pero no lo hace a propósito. Además, ve muchas eventualidades diferentes… Nunca sabe cuál es la que va a suceder. Por ejemplo, vio un centenar de posibilidades distintas de lo que podría haber pasado ayer, y solo sobrevivías en un setenta y cinco por ciento de los escenarios –su voz se endureció en aquella ultima parte y su cuerpo de envaró–. Habían hecho apuestas, ¿sabes? Sobre si te mataría.
–Ah.
Su expresión seguía siendo tensa.
–¿Quieres saber quién votó en contra y quién a favor?
–Hmm, creo que no. Dímelo después de que los conozca. No quiero hacer esto teniendo prejuicios.
El asombro borró la ira de su rostro.
–Ah. Entonces, ¿vendrás?
–Parece que es… lo más respetuoso. No quiero que piensen que tengo nada que ocultar.
Ella rio con un largo tintineo. No pude evitar sonreír.
–¿Eso significa que yo podré conocer a Charlie pronto? –me preguntó, entusiasta–. Ya sospecha algo, y yo también prefiero no tener nada que ocultar.
–Bueno, claro. Pero ¿qué debería decirle? Ósea, ¿cómo le explico que…?
Ella se encogió de hombros.
–Dudo mucho que le cueste aceptar la idea de que tengas «novia». Admito que es una interpretación libre, dada la connotación humana de la palabra.
–De hecho, tengo la impresión de que eres algo más –confesé clavando los ojos en la mesa.
Me sonaba a transitorio, a temporal. A algo poco duradero.
Me acarició un lado de la cara con un dedo.
–Bueno, no creo necesario darle todos los detalles morbosos. Pero vamos a necesitar una explicación de por qué merodeo tanto por aquí, que no sea que soy una simple «amiga». No quiero que el jefe de policía Swan me imponga una orden de alejamiento.
–¿Estarás? –pregunté, repentinamente ansiosa–. ¿De verdad vas a estar aquí?
Parecía demasiado bueno para ser verdad, algo con lo que solo un estúpido contaría.
–Tanto tiempo como tú me quieras.
–Te querré siempre –le avisé–. Y cuando digo para siempre, es para siempre.
Apoyó los dedos contra mis labios y cerró los ojos. Daba la sensación de que deseaba que no hubiera dicho aquello.
–¿Eso te entristece? –pregunté, intentando ponerle un nombre a la expresión de su cara. Finalmente, suspiró.
–¿Nos vamos?
Miré el reloj del microondas con gesto automático.
–¿No es un poco tempra…? Nada, olvida lo que he dicho.
–Olvidado.
–¿Voy bien? –me pregunté, señalando mi ropa. ¿Debía arreglarme más?
–Tienes un aspecto… –de repente, sus hoyuelos asomaron– delicioso.
–¿Entonces dices que me debería cambiar?
Ella rio y sacudió la cabeza con gesto de negación.
–No cambies nunca, Bella.
Entonces, se levantó y dio un paso en dirección a mí, de modo que nuestras rodillas se tocaron. Colocó las manos a ambos lados de mi cara y se reclinó hasta que su rostro quedó a apenas un centímetro del mío.
–Con cuidado –me recordó.
Ladeó la cabeza y acortó la distancia entre nosotras. Con una levísima presión, sus labios tocaron los míos.
¡Con cuidado!, resonó en mi mente. No te muevas. Cerré las manos en un puño. Era consciente de que ella sentía cómo la sangre me latía en la cara.
Muy despacio, sus labios se movieron contra los míos. Cuando se sintió más confiada, sus labios adquirieron firmeza. Noté que se entreabrían levemente y su aliento inundó mi boca con su frialdad. No aspiré. Sabía que su aroma me obligaba a hacer tonterías.
Sus dedos me acariciaron la cara desde las sienes hasta el mentón, y luego asieron mi barbilla, apretando mis labios contra los suyos.
¡Con cuidado!, me grité mentalmente.
Y entonces, de la nada, un vertiginoso y vacuo pitido empezó a aumentar de volumen en mis oídos. Al principio no podía concentrarme en nada que no fueran sus labios, pero luego empecé a caer por un túnel en el que sus labios estaban cada vez más lejos.
–¿Bella? ¿Bella?
–Eh –intenté decir.
–¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
El sonido de su nerviosismo contribuyó a traerme de vuelta. No perdí el conocimiento del todo, así que resultó bastante fácil. Tomé dos grandes bocanadas de aire y abrí los ojos.
–Estoy bien –le dije. Se había apartado, pero tenía los brazos estirados hacia mí: una de sus frías manos se apoyaba en mi frente y la otra en mi nuca. Su rostro parecía más pálido de lo habitual–. Es solo que… creo que me olvidé de respirar durante un  minuto. Lo siento –volví a inspirar hondo.
Ella me miró con suspicacia.
–¿Se te ha olvidado respirar?
–Estaba intentando ser precavida.
De repente, se mostró furiosa.
–¿Qué voy a hacer contigo? Ayer te beso, ¡y me atacas! ¡Y hoy te desmayas!
–Lo siento.
Dejó escapar un hondo suspiro, pero rápidamente depositó un beso en mi frente.
–Me alegro que me sea físicamente imposible sufrir un paro cardiaco –rezongó.
–Sí, yo también me alegro –concordé.
–No te puedo llevar de esta forma a ningún sitio.
–No, en serio, estoy bien. Completamente de vuelta a la normalidad. Tu familia va a pensar que estoy loca de todos modos, así que… ¿qué más da que esté un poco inestable?
Edythe frunció el ceño.
–Quieres decir, ¿más inestable de lo habitual?
–Claro. Mira, intento con todas mis fuerzas no pensar en lo que estoy a punto de hacer, así que me vendría bien que fuéramos pensando en irnos.
Ella sacudió la cabeza, pero me tomó de la mano y me levantó de la silla.
Aquella vez ni siquiera me pidió permiso: simplemente se dirigió al asiento del conductor de mi camioneta. Pensé que no tenía mucho sentido discutir con ella después de mi último y vergonzoso episodio y, de todas maneras, no tenía ni idea de donde vivía.
Condujo con cuidado, sin quejarse ni una sola vez de las limitaciones de mi camioneta. Fuimos al norte de la ciudad, cruzamos el puente sobre el río Calawah y continuamos hacia el denso bosque hasta que dejamos atrás todas las casas. Empezaba a preguntarme cuán lejos nos dirigíamos cuando giró bruscamente para tomar un camino sin pavimentar. No estaba señalizado y apenas era visible entre los helechos. El bosque invadía a ambos lados el sendero hasta tal punto que solo era distinguible a pocos metros de distancia.
Condujimos unos cuantos kilómetros por el camino, casi siempre dirigiéndonos al este. Estaba intentando localizar, sin demasiado éxito, aquella vía en mi difuso mapa mental, cuando, repentinamente, los arboles ralearon y de repente nos adentramos en una pequeña pradera, ¿o era un jardín? Aun así, no había mucha más claridad. Había seis enormes cedros –probablemente los arboles más grandes que había visto en mi vida– cuyas ramas daban sombra a todo un arce de tierra. Se erigían sobre la casa que había en el centro de la pradera, ocultándola.
No sé lo que en realidad pensaba encontrarme, pero definitivamente no era aquello. La casa, de unos cien años de antigüedad, tenía tres pisos y una cierta… elegancia, si es que ese término se le puede aplicar a una casa. Estaba pintada de un blanco suave y desvaído y todas las ventanas y las puertas parecían originales, pero quizás estaban demasiado bien conservadas como para serlo. La camioneta era el único vehículo a la vista. Cuando Edythe apago el motor, pude oír fluir el río cerca de allí.
–¡Guau!
–¿Te gusta?
–Es… muy especial.
En un segundo, estuvo al otro lado de la puerta del copiloto. La abrí lentamente, empezando a sentir los nervios que había intentado reprimir.
–¿Lista?
–No, pero hagámoslo.
Edythe rio y yo intenté reír con ella, pero la risa se me quedó pegada en la garganta. Me alisé el pelo con gesto nervioso.
–Tienes un aspecto adorable.
Me tomó de la mano de forma casual, como si ya no tuviera que pensarlo. No era un gran gesto, pero me distrajo y me hizo sentir un poco menos al borde de un ataque de pánico.
Caminamos hacia el porche a la densa sombra de los árboles. Sabía que notaba mi tensión. Estiró el brazo hacia delante para apoyarme la mano libre en la espalda durante un segundo. Luego abrió la puerta y entró en la casa, arrastrándome tras ella.
El interior se correspondía aún menos con lo que esperaba que el exterior. Era muy luminoso, muy espacioso y muy grande. Lo más seguro es que un principio, hubiera estado dividido en varias habitaciones, pero habían hecho desaparecer los tabiques para conseguir un espacio más amplio. El muro trasero, orientado hacia el sur, había sido totalmente remplazado por una vidriera y, más allá, de los cedros, el jardín estaba despejado y se alargaba hasta alcanzar el acho río. Una maciza escalera dominaba la parte oriental de la estancia. Las paredes, el ancho techo, los suelos de madera y las gruesas alfombras eran todos de diferentes tonalidades de blanco.
Los padres de Edythe nos aguardaban. Estaban de pie a la izquierda de la entrada, sobre un altillo del suelo, frente a un gran piano de cola que también era blanco.
Había visto antes al doctor Cullen, por supuesto, pero eso no evitó que su joven y ultrajante perfección me sorprendiera de nuevo. Presumí que quien estaba a su lado era Esme, la única a la que no había visto con anterioridad. Tenía los mismos rasgos pálidos y hermosos que el resto. Había algo en su rostro en forma de corazón y en las ondas de su suave pelo de color caramelo que recordaba a la ingenuidad de la época de las películas de cine mudo. Era pequeña y delgada, pero aun así, de facciones menos pronunciadas, más redondeadas que las de los otros. Ambos vestían de manera informal, con colores claros que encajaban con el interior de la casa. Me sonrieron en señal de bienvenida, pero ninguno hizo ademán de acercarse a nosotras en lo que supuse que era un intento de no asustarme. La voz de Edythe rompió el breve lapso de silencio.
–Carlisle, Esme, les presento a Bella.
–Sé bienvenida, Bella.
El paso de Carlisle fue comedido y cuidadoso cuando se acercó a mí. Alzó la mano con timidez y me adelanté un paso para estrechársela.
–Me alegro de volver a verle, doctor Cullen.
–Llámame Carlisle, por favor.
Le sonreí de oreja a oreja con una repentina confianza que me sorprendió. Noté el alivio de Edythe, que seguía a mi lado.
Esme sonrió y avanzó un paso para alcanzar mi mano. El apretón de su fría mano, dura como la piedra, era tal y como yo esperaba.
–Me alegro mucho de conocerte –dijo con sinceridad.
–Gracias. Yo también me alegro.
Y ahí estaba yo. Era como encontrarse formando parte de un cuento de hadas… Blancanieves en carne y hueso.
–¿Dónde están Alice y Jasper? –preguntó Edythe.
Nadie tuvo ocasión de responder, ya que ambos aparecieron en ese momento en lo alto de las escaleras.
–¡Edy está en casa! –gritó Alice, y bajó las escaleras convertida en una mancha pálida y frenó repentinamente justo frente a nosotras. Carlisle y Esme le lanzaron sendas miradas de aviso, pero a mí me agradó. Eso era lo natural para ella, el modo en que se movían cuando no tenían que preocuparse de que hubiera extraños mirando.
–¡Bella! –me saludó con entusiasmo, como si fuéramos viejas amigas. Me tendió la mano y, cuando fui a estrechársela, me atrajo hacia sí para darme un abrazo.
–Hola, Alice –dije, pero sonó como si me faltara el aliento. Estaba asombrada, pero también bastante satisfecha de que pareciera tan comprensiva; es más, daba la sensación de que ya le caía bien.
Cuando me aparté de ella, me percaté de que yo no era la única sorprendida.
Carlisle y Esme contemplaban mi rostro con ojos enormes, como si estuvieran esperando que echara a correr en cualquier momento. Edythe tenía la mandíbula tensa, pero no sabía si debía a la preocupación o al enfado.
–Hueles bien –comentó Alice–, hasta ahora no me había dado cuenta.
Mi rostro se calentó, y el calor aumentó cuando pensé en el aspecto que debía tener para ellos, y nadie más parecía saber qué decir.
Entonces Jasper se acercó. Edythe se había comparado a sí misma con una leona cuando cazaba, lo que me resultaba difícil de concebir, pero no me costaba para nada imaginarme a Jasper interpretando ese papel. En aquel momento, sencillamente estando ahí de pie, de él emanaba algo leonino. Pero, a pesar de ello, de repente empecé a sentirme muy cómoda. Era como si me encontrara en un lugar familiar, rodeada de gente que conocía bien. A gusto, como cuando estaba con Jules. Era extraño que me sintiera así en un contexto semejante, y entonces recordé lo que Edythe me había contado que Jasper era capaz de hacer. Resultaba muy extraño pensar en aquello. No tenía la sensación de que nadie estuviera usando magia ni nada parecido sobre mí.
–Hola, Bella –me saludó Jasper.
No se acercó y no me ofreció la mano para qué la estrechara, pero no resultó incómodo.
–Hola, Jasper –le sonreí con timidez, y luego a los demás, antes de añadir como fórmula de cortesía–: Me alegro de conocerlos a todos… Tienen una casa preciosa.
–Gracias –contestó Esme–. Estamos encantados de que hayas venido.
Me habló con sentimiento, y me di cuenta de que pensaba que yo era valiente.
También caí en la cuenta de que no se vía por ninguna parte ni a Rosalie ni a Emmett y, aunque me sentí aliviada, también experimenté cierta decepción. Hubiera sido agradable dejar aquello resuelto mientras Jasper estaba presente, haciéndome sentir tan tranquila.
Me percaté de que Carlisle miraba a Edythe de forma significativa con gran intensidad. Vi a Edythe asentir una vez con el rabillo del ojo.
Tuve la sensación de estar espiando algo íntimo, así que aparte la vista. Mis ojos vagaron hacia el hermoso piano que había sobre la tarima. Súbitamente recordé una fantasía de la niñez que consistía en que, cuando fuera una adulta, le compraría un piano de cola a mi madre. No era una buena pianista, solo tocaba para sí misma en nuestro piano de segunda mano, pero a mí me encantaba verla tocar. Se la veía feliz, absorta, y entonces me parecía un ser nuevo y misterioso. Me hizo tomar clases, por supuesto, pero, como la mayoría de los niños, lloriqueé hasta conseguir que dejara de llevarme.
Esme se percató de mi atención y me preguntó:
–¿Tocas?
Negué con la cabeza.
–No, en lo absoluto. Pero es tan hermoso… ¿Es tuyo?
–No –se rio–. ¿No te ha dicho Edythe que sabe tocar?
–Ehh. No, no lo ha mencionado. Supongo que debería haberlo sabido.
Esme arqueó las cejas como muestra de confusión.
–¿Hay algo que no se le dé bien?
Era una pregunta retórica.
A Jasper se le escapó una carcajada, Alice puso los ojos en blanco y Esme el dirigió una mirada maternal, que resultaba muy impactante dado lo joven que parecía.
–Espero que no hayas estado alardeando… Es de mala educación –la riñó.
–Solo un poco –Edythe rio con un sonido contagioso y todos, incluso yo, reímos. La sonrisa de Esme fue la más efusiva de todas y ambas intercambiaron una rápida mirada.
–Edythe, deberías tocar para ella –dijo Esme.
–Acabas de decir que alardear es de mala educación.
–Puedes hacer una excepción –me sonrió–. En realidad, lo hago por puro egoísmo. No toca muy a menudo, pero me encanta escucharla.
–Me gustaría oírte tocar –dije.
Edythe le dedico a Esme una prolongada y exasperada mirada y luego me obsequió con la misma expresión. Cuando consideró que ya era suficiente, me soltó la mano y se dirigió al banquito para sentarse. Dio una palmada en el espacio vacío que había a su lado y se dio media vuelta para mirarme.
–Ah –murmuré, y fui a sentarme con ella.
En cuanto me senté, sus dedos revolotearon rápidamente sobre las teclas y una composición, tan compleja y exuberante que resultaba imposible creer que estuviera interpretada por una única persona, llenó la habitación. Me quedé boquiabierta del asombro y a mis espaldas oí risas en voz baja.
Edythe me miró con indiferencia mientras la música seguía surgiendo a nuestro alrededor sin descanso.
–¿Te gusta?
Inmediatamente, lo comprendí. Por supuesto.
–La has escrito tú.
Asintió.
–Es la favorita de Esme.
Suspiré.
–¿Qué ocurre?
–Es solo que… me siento un poco insignificante.
Meditó mis palabras durante un minuto y entonces la música se trasformó lentamente en algo más suave… que me resultaba familiar. Era la nana que me había tarareado, solo que mil veces más compleja.
–Esta se me ocurrió –dijo en voz baja– contemplándote mientras dormías. Es tu canción.
La música se convirtió en algo más dulce y delicado.
No me salieron las palabras.
–Les gustas, ya lo sabes –dijo, de nuevo con tono coloquial–. Sobre todo a Esme.
Eché un fugaz vistazo a mis espaldas, pero la enorme estancia se había quedado vacía.
–¿Adónde han ido?
–Nos han concedido un poco de intimidad. Muy sutiles, ¿no?
Reí, pero después fruncí el ceño.
–Me alegro de caerles bien. Ellos a mí también me gustan. Pero Rosalie y Emmett…
Tensó el rostro.
–No te preocupes por Rosalie. Siempre es la última en ceder.
–¿Y Emmett?
Rio con amargura.
–Él opina que soy una lunática, lo cual es cierto, pero no tiene ningún problema contigo. Está intentando razonar con Rosalie.
–¿Qué le he hecho? –no pude evitar preguntar–. Quiero decir, que nunca he hablado con ella…
–No has hecho nada, Bella, de verdad. Rosalie es la que más se debate contra… contra lo que somos. Le resulta duro que alguien de fuera sepa la verdad, y está un poco celosa.
–¡Ja!
–Eres humana –Edythe se encogió de hombros–. Es lo que ella también desearía ser.
Aquello me dejó sin respuesta.
–Vaya.
Me quedé escuchando la música, mi música, en constante trasformación y evolución, aunque la base seguía siendo la misma. No entendía muy bien como lo hacía. No parecía prestarle demasiada atención a sus manos.
–Lo que Jasper hace resulta muy… poco extraño, creo. Ha sido bastante increíble.
Ella rio.
–Las palabras no le hacen justicia, ¿verdad?
–Lo cierto es que no. Pero ¿le caigo bien? Parecía…
–Eso es culpa mía. Ya te dije que era el que hace menos tiempo que está probando nuestra forma de vida. Lo previne para que se mantuviera a distancia.
–Vaya.
–Sí, lo sé.
Me esforcé por reprimir un escalofrío.
–Carlisle y Esme piensan que eres fantástica –me dijo.
–Bueno… La verdad es que no he hecho nada demasiado emocionante. Solo he estrechado un par de manos.
–Son felices de verme feliz. A Esme no le preocuparía que tuvieras un tercer ojo y dedos palmeados. Durante todo este tiempo se ha preocupado por mí, temiendo que se hubiera perdido alguna parte esencial de mi carácter, ya que era muy joven cuando Carlisle m convirtió… Está muy aliviada. Prácticamente se hecha a aplaudir cada vez que te toco.
–Alice parece entusiasta.
Puso una mueca.
–Alice tiene una perspectiva muy particular de la vida.
Me la quedé mirando un momento, sopesando su expresión.
–¿Qué? –me preguntó.
–No me la vas a explicar, ¿verdad?
Entornó los ojos cuando me devolvió la mirada, y se produjo un momento de comunicación sin palabras entre nosotras, parecido al que había presenciado antes entre Carlisle y ella, solo que sin la ventaja de poder leerme la mente. Sabía que me ocultaba algo sobre Alice, algo que su actitud hacia ella llevaba señalando hacía tiempo. Y ella era consciente de que yo lo sabía, pero, de todos modos, no me lo iba a revelar. Ahora, no.
–De acuerdo –dije, como si hubiera verbalizado su pensamiento en voz alta.
–Hmm –murmuró ella.
Y, ya que me había acordado…
–¿Qué te estaba diciendo antes Carlisle?
Ahora tenía los ojos fijos en las teclas.
–Te has dado cuenta, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
–Naturalmente.
Me miró con gesto pensativo durante unos segundos antes de responder.
–Quería informarme de ciertas noticias… No sabía si era algo que yo debería compartir contigo.
–¿Lo harás?
–Probablemente sea lo mejor. Puede que mi comportamiento sea un poco extraño los próximos días, tal vez semanas. Un tanto maniaco. Así que es mejor que me explique de antemano.
–¿Qué sucede?
–En sí mismo, nada malo. Alice acaba de «ver» que pronto vamos a tener visitas. Saben que estamos aquí y sienten curiosidad.
–¿Visitas?
–Sí, como nosotros, pero… no. Me refiero a que los visitantes no se parecen a nosotros en sus hábitos de caza. Lo más probable es que no vayan al pueblo  para nada, pero, desde luego, no voy a dejar que estés fuera de mi vista hasta que se hayan marchado.
–Guau. ¿No deberíamos…? Quiero decir, ¿no hay alguna manera de avisar a la gente?
Su rostro estaba triste y serio.
–Carlisle les pedirá que no cacen por aquí cerca, a modo de cortesía, y es bastante probable que no se opongan a eso, pero no podemos hacer nada más, por varios motivos –suspiró–. No cazarán aquí, pero lo harán en alguna otra parte. Así son las cosas cuando vives en un mundo lleno de monstruos.
Me estremecí.
–Por fin, una reacción racional –murmuró–. Empezaba a creer que no tenías instinto de supervivencia alguno.
Dejé pasar el comentario y aparté la vista para que mis ojos recorrieran de nuevo la espaciosa y blanca estancia.
–No es lo que esperabas, ¿verdad? –inquirió, con voz nuevamente divertida.
–No –Admití.
–No hay ataúdes ni cráneos apilados por los rincones. Ni siquiera creo que tengamos telarañas… ¡Qué decepción debe ser para ti! –prosiguió con malicia.
Ignoré su broma.
–No esperaba que fuera tan luminoso, tan despejado.
Se puso más seria al responder:
–Es el único lugar donde no tenemos que fingir.
Mi canción fue evolucionando hacia una conclusión, las notas finales habían cambiado, eran más melancólicas y la última se sostuvo durante un segundo eterno. El sonido de aquella nota encerraba algo tan melancólico que se me hizo un nudo en la garganta.
Me la aclaré y dije:
–Gracias.
A ella también la había conmovido la música. Se me quedó mirando durante un momento con actitud inquisitiva, pero luego sacudió la cabeza y suspiró
–¿Quieres ver el resto de la casa? –me preguntó.
–¿Voy a ver cráneos apilados por las esquinas?
–Siento decepcionarte.
–Bueno, está bien, pero ahora mis expectativas son muy bajas.
Subimos por la gran escalinata tomadas de la mano. Con la que tenía libre, acaricié la suave y lisa barandilla. En lo alto de la misma había un gran vestíbulo de paredes revestidas con paneles de madera clara, del mismo color que las tablas del suelo.
–La habitación de Rosalie y Emmett… El despacho de Carlisle… –hacía gestos con la mano conforme íbamos pasando por delante de las puertas–. La habitación de Alice…
Edythe hubiera continuado, pero me detuve en seco al final del vestíbulo, contemplando con las cejas enarcadas el ornamento que pendía del muro por encima de mi cabeza. Se rio de mi expresión.
–Es irónico, lo sé –dijo ella.
–Debe ser muy antigua –aventuré.
Sentí la necesidad de tocarla, para ver si la vetusta pátina era tan suave como parecía, pero era evidente que debía ser muy valiosa.
Se encogió de hombros.
–Es del siglo XVI, a principios de la década de los treinta, más o menos.
Aparté los ojos de la cruz para mirarla.
–¿Por qué la tienen aquí?
–Por nostalgia. Perteneció al padre de Carlisle.
–¿Coleccionaba antigüedades?
–No. La talló el mismo para colgarla en la pared, encima del púlpito de la vicaría en la que predicaba.
Me di vuelta para contemplar la cruz mientras hacía un cálculo mental. La cruz tenía más de trescientos setenta años. El silencio se prolongó mientras me esforzaba por asimilar la noción de tantísimo tiempo.
–¿Te encuentras bien? –preguntó.
–¿Cuántos años tiene Carlisle? –inquirí en voz baja, aún con la vista alzada.
–Acaba de celebrar su cumpleaños tricentésimo sexagésimo segundo –contestó Edythe. Me estudió atentamente mientras hablaba, y yo traté de asimilar la información–: Carlisle nació en Londres, él cree que hacia 1640. Aunque las fechas no se señalaban con demasiada precisión en aquella época, al menos, no para la gente común, sí se sabe que sucedió durante el gobierno de Cromwell.
Aquel nombre recordó algunos hechos inconexos en mi mente, de la asignatura Historia Universal que había tenido el año anterior. Debería haber prestado más atención.
–Fue el único hijo de un pastor anglicano. Su madre murió al alumbrarlo a él. Su padre era un hombre duro. Fanático. Creía a pies juntillas en la realidad del mal. Encabezó partidas de caza contra brujos, licántropos… y vampiros.
Era extraño cómo aquella palabra tenía la capacidad de darle la vuelta a las cosas, y hacía que su relato sonara menos a clase de Historia.
–Quemaron a muchos inocentes, por supuesto, ya que las criaturas a las que realmente ellos perseguían no eran tan fáciles de atrapar.
»Carlisle hizo lo que estuvo en su mano para proteger a los inocentes. Siempre creyó en el método científico, y trató de convencer a su padre de que fuera más allá de la superstición y buscara pruebas reales. Él no aprobaba su implicación. Su padre lo quería, y los que defendían a los monstruos a menudo solían terminar involucrados con ellos.
»Su padre era tenaz… y obsesivo. Contra todo pronóstico, halló pruebas de la existencia de algunos monstruos reales. Carlisle le imploró que tuviera cuidado y, hasta cierto punto, lo escuchó. En lugar de atacarlos ciegamente, aguardó y los observó durante largo tiempo. Espió a un aquelarre de auténticos vampiros que vivían en las cloacas de la ciudad y solo salían de caza durante las noches. En aquellos días, cuando los monstruos no eran meros mitos y leyendas, esa era forma en la que debían vivir.
»Su gente reunió horcas y teas, por supuesto –rio sombríamente–, y se apostó allí donde el pastor había visto a los monstruos salir a la calle. Había dos puntos de acceso. El pastor y unos cuantos de sus hombres pusieron un tonel de brea en uno de los accesos, mientras los demás esperaban fuera del segundo a que surgieran los monstruos.
Me di cuenta de que estaba volviendo a aguantar la respiración, y me obligué a exhalar.
–No pasó nada. Esperaron mucho tiempo y finalmente se marcharon, decepcionados. El pastor estaba furioso: debía de haber otras salidas, y era evidente que los vampiros habían huido, atemorizados. Por supuesto, aquellos hombres con lanzas y hachas no representaban ningún peligro para un vampiro, pero él lo desconocía. Ahora que estaban prevenidos, ¿Cómo volvería a encontrar a sus monstruos?
Edythe bajó la voz.
–No le costó mucho. Debió hacerlos enfadar. Los vampiros no se pueden permitir llamar la atención o, de lo contrario, se habrían limitado a masacrar a toda la razia. En su lugar, uno de ellos le siguió a su casa.
»Carlisle recuerda la noche claramente, un recuerdo humano. Era de esa clase de noches que se quedan grabadas para siempre. Su padre volvió a casa muy tarde o, más bien, muy temprano. Carlisle le había esperado despierto, preocupado. El pastor estaba furioso y despotricaba sobre su fracaso. Carlisle intentó tranquilizarlo, pero él lo ignoró. Y entonces, descubrieron que había un hombre en el centro de la pequeña estancia en la que vivían.
»Carlisle dice que iba vestido con harapos, como un mendigo, pero que su rostro era hermoso y que hablaba en latín. Gracias a la vocación de su padre y a su propia curiosidad, Carlisle era un hombre sorprendentemente educado para la época, y comprendió lo que el hombre había dicho. El hombre le dijo a su padre que era un necio y que pagaría por el daño que había causado. El pastor se interpuso entre él y su hijo para protegerlo…
»Pienso en ese momento a menudo. Si no hubiera revelado qué era lo que más quería en el mundo, ¿habrían sido distintas nuestras historias?
Se quedó meditabunda durante unos segundos, y luego prosiguió.
–El vampiro sonrió y le dijo al pastor: «Irás a tu infierno sabiendo esto: que lo que más amas se habrá convertido en lo que más odias».
»Apartó al pastor a un lado y aferró a Carlisle…
Parecía absorta en su historia, pero de pronto calló. Sus ojos volvieron al presente, y me miró como si hubiera dicho algo que no debía. O quizás pensara que me había molestado.
–¿Qué pasó? –susurré.
Cuando habló, dio la sensación de que elegía cada palabra minuciosamente.
–Se aseguró de que el pastor supiera lo que le iba a suceder a Carlisle y luego le asesinó muy lentamente mientras él observaba, retorciéndose de dolor y espanto.
Yo retrocedí levemente. Ella asintió comprensiva.
–El vampiro se marchó. Carlisle sabía cuál sería su suerte si alguien lo encontraba en aquellas condiciones. Cualquier cosa que el monstruo hubiera infectado sería destruida. Carlisle actuó por instinto para salvar su piel. Se arrastró hasta el sótano y se enterró entre patatas podridas durante tres días. Es un milagro que consiguiera mantenerse en silencio y pasar desapercibido.
»Se dio cuenta de que se había “convertido” cuando todo terminó.
No estaba muy segura de lo que reflejaba mi rostro, pero de repente enmudeció.
–¿Cómo te encuentras? –preguntó.
–Estoy bien. ¿Qué pasó luego?
Ella esbozó una media sonrisa ante mi turbación, y luego se giró para volver al vestíbulo, llevándome consigo.
–Vamos –me animó–. Te lo voy a mostrar.





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