viernes, 29 de diciembre de 2017

Interrogatorios

Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.





A la mañana siguiente resultó muy difícil discutir con esa parte de mí que estaba convencida de que la noche pasada había sido un sueño. Ni la lógica ni el sentido común estaban de mi lado. Me aferraba a las partes que no podían ser de mi invención, como el olor de Edythe. Estaba segura de que algo así jamás hubiera sido producto de mis propios sueños.
En el exterior, el día era brumoso y oscuro. Perfecto. Edythe no tenía razón alguna para no asistir a clase hoy. Me vestí con ropa de mucho abrigo al recordar que debía devolver la chaqueta de Edythe y recuperar la mía, otra prueba de que mis recuerdos eran reales.
Al bajar las escaleras, descubrí que Charlie ya se había ido. Era más tarde de lo que creía. Devoré en tres bocados una barra de muesli acompañada de leche, que bebí de la misma caja, y salí a toda prisa por la puerta. Con un poco de suerte, no empezaría a llover hasta que hubiera encontrado a Jessica.
Había más niebla de lo acostumbrado, el aire parecía impregnado en humo. Su contacto era gélido cuando se enroscaba en la piel expuesta del cuello y el rostro. No veía el momento de llegar al calor de mi vehículo. La neblina era tan densa que hasta que no estuve a pocos metros de la carretera no me percaté de que en ella había un coche, un coche plateado. Mi corazón latió despacio, vaciló y luego reanudó su ritmo a toda velocidad.
La ventanilla del copiloto estaba bajada, y ella se inclinaba hacia mí, sonriendo.
–¿Quieres que te lleve a la escuela hoy? –preguntó.
Percibí incertidumbre en su voz. Me daba a elegir de verdad, era libre de rehusar y una parte de ella lo esperaba. Era una esperanza vana.
–Sí, gracias –acepté e intenté hablar con voz tranquila.
Una vez dentro del caluroso coche no dijo una palabra y se dispuso a arrancar el motor. El vehículo avanzó a toda velocidad entre las calles cubiertas por los jirones de niebla. Me sentía cohibida. De hecho, lo estaba. La noche pasada todas las defensas estaban bajas... casi todas. No sabía si seguíamos siendo tan cándidas hoy. Me mordí la lengua y esperé a que hablara ella.
Se volvió y me miró burlona.
–¿Qué? ¿No tienes veinte preguntas para hoy?
–¿Te molestan mis preguntas? –pregunté, aliviada.
–No tanto como tus reacciones… No las entiendo.
Parecía bromear, pero no estaba segura. Fruncí el ceño.
–¿Reaccioné mal?
Me miró con una ceja enarcada.
–Sí, Bella. Cuando alguien te dice que bebe sangre, se supone que al menos deberías molestarte, santiguarte, tirar agua bendita, huir gritando despavorida, ese tipo de cosas. Eso me hace preguntarme qué piensas en realidad.
–Siempre te digo lo que pienso en verdad.
–Lo censuras –me acusó.
–No demasiado.
–Lo suficiente para volverme loca.
–No quieres oírlo –mascullé casi en susurro.
En cuanto pronuncié las palabras, me arrepentí de haberlo hecho. El dolor de mi voz era muy débil. Solo podía esperar que ella no lo hubiera notado.
No me respondió, por lo que me pregunté si la había hecho enfadar. Su rostro era inescrutable mientras entrábamos en el aparcamiento del instituto. Ya tarde, se me ocurrió algo.
–¿Dónde están tus hermanos? –pregunté, muy contenta de estar a solas con ella pero recordando que habitualmente ese coche iba lleno.
–Han ido en el coche de Rosalie –señaló un reluciente descapotable rojo con la capota levantada mientras estacionaba a su lado–. ¿Ostentoso, verdad?
–Eh… ¡Caramba! –musité–. Si ella tire no esto, ¿por qué viene contigo?
 –Como te he dicho, es ostentoso. Intentamos no desentonar.
–Me vas a perdonar, pero no lo consiguen –me reí mientras salíamos del coche.
Puso los ojos en blanco.
Ya no llegábamos tarde; su alocada conducción me había traído a la escuela con tiempo de sobra.
–¿Entonces, ¿por qué a conducido Rosalie hoy si es más ostentoso?
–Es culpa mía, como de costumbre. Eso diría Rosalie. ¿No lo has notado, Bella? Ahora, estoy rompiendo todas las reglas.
Se reunió conmigo delante del coche y permaneció muy cerca de mí mientras caminábamos hacia el campus. Quería acortar esa pequeña distancia, extender mi mano y tocarla, pero temía que ella no lo considerara lo suficientemente cauteloso, o que no fuera de su agrado.
–¿Por qué tienen coches como esos si quieren pasar desapercibidos? –Me pregunté en voz alta.
–Un lujo –admitió con una media sonrisa–. A todos nos gusta conducir deprisa.
–Claro –musité.
Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, Jessica estaba esperando debajo del saliente del tejado de la cafetería. Sobre su brazo, bendita sea, estaba mi chaqueta.
–Hey, Jessica –dije cuando estuvimos a pocos pasos–. Gracias por acordarte.
Me la entregó sin decir nada.
–Buenos días, Jessica –le saludó amablemente Edythe. No tenía la culpa de que su voz fuera tan irresistible ni de lo que sus ojos eran capaces de obrar.
–Eh… Hola –posó sus ojos sobre mí, intentando reunir sus pensamientos dispersos–. Supongo que te veré en Trigonometría.
Me dirigió una mirada elocuente y reprimí un suspiro. ¿Qué demonios iba a decirle?
–Sí, allí nos vemos.
Se alejó, deteniéndose dos veces para mirarnos por encima de su hombro.
–¿Qué le vas a contar? –murmuró Edythe.
–¿Eh? –La miré, y luego clavé los ojos en la espalda de Jessica–. Ah. ¿Qué está pensando?
Torció la boca hacia un lado.
–No sé si es demasiado ético que te diga lo que está…
–Lo que no es ético es que te reserves tus injustas ventajas para ti misma.
Me dedicó una sonrisa traviesa, mientras me quitaba su chaqueta y se la entregaba para reemplazarla por la mía. Se la puso sin más.
–Quiere saber si nos estamos viendo a escondidas, y también hasta dónde has llegado conmigo –dijo al final.
La sangre fluyó a mi cara a tal velocidad que estuve segura de que la tendría completamente roja antes de que hubiera transcurrido un segundo.
Miró a otro lado, y su rostro se mostró repentinamente tan incómodo como el mío. Retrocedió un paso e hizo chirriar los dientes.
Me llevó un minuto darme cuenta de que el sonrojo que a mí tanto me avergonzaba probablemente tuviera un significado completamente diferente para ella.
Aquello me incitó a tranquilizarme.
–Oh, no ¿Qué debo decirle?
Empezó a caminar y yo la seguí, sin fijarme adónde me estaba llevando. La gente pasaba a nuestro lado de camino a clase, probablemente mirando, pero apenas era consciente de su presencia.
Pasado unos minutos, alzó la vista hacia mí con el rostro relajado y sonriendo de nuevo.
–Esa es una buena pregunta. Me muero de ganas por escuchar qué se te ocurre.
–Edythe…
Ella sonrió y, entonces su mano se alzó para atrapar un mechón suelto que se había escapado del nudo de mi coleta y lo colocó en su lugar. Con la misma rapidez, volvió a dejar su mano al costado. Mi corazón resopló de hiperactividad.
–Te veré en el almuerzo –dijo, haciendo gala de sus hoyuelos. Se dio la vuelta y se alejó.
Me quedé allí pasmada, colorada e irritada. ¡Menuda tramposa! Ahora estaba incluso más preocupada sobre lo que le iba a decir a Jessica.
Pasado un segundo, me recuperé lo suficiente como para darme cuenta de que estaba justo en frente del aula de Literatura. Junto a la puerta se detuvieron tres personas que me observaban con distintos grados de sorpresa y asombro. Agaché la cabeza y me apresuré a entrar en la clase.
Me senté en mi sitio de siempre al tiempo que lanzaba la cartera contra el suelo con fastidio.
–Buenos días, Bella –me saludó Mike desde el asiento contiguo. Alcé la vista para ver el aspecto extraño y resignado de su rostro–. ¿Cómo te fue en Port Angels?
–Fue… –no había una forma sincera de resumirlo–. Estuvo genial –concluí sin convicción–. Jessica consiguió un vestido estupendo.
–¿Dijo algo de la noche del lunes? –preguntó con los ojos relucientes. Sonreí ante el giro que había tomado la conversación.
–Dijo que se lo había pasado realmente bien –le confirmé.
–¿Segura? –dijo con avidez.
–Segurísima.
Entonces el señor Mason llamó al orden a la clase y nos pidió que entregásemos nuestros trabajos. Lengua e Historia se pasaron de forma borrosa, mientras yo seguía preocupada sobre la forma en que iba a explicarle las cosas a Jessica. Me iba a costar muchísimo si Edythe estaba escuchando lo que decía a través de los pensamientos de Jessica. ¡Qué inoportuno podía llegar a ser su pequeño don cuando no servía para salvarme la vida!
La niebla se había disuelto hacia el final de la segunda hora, pero el día seguía oscuro, con nubes bajas y opresivas. Le sonreí al cielo.
Jessica se sentaba en la fila de atrás cuando entré en clase de Trigonometría, casi botando fuera del asiento de pura agitación. Me senté a su lado con renuencia mientras me intentaba a mí misma de que sería mejor zanjar el asunto lo antes posible.
–¡Cuéntamelo todo! –me ordenó antes de que me sentara.
–¿Qué quieres saber? –intenté salirme por la tangente.
–¿Qué ocurrió anoche?
–Fuimos a cenar y luego me llevó a casa.
Me miró con una forzada expresión de escepticismo.
–¿Cómo llegaste a casa tan pronto?
–Conduce demasiado rápido –esperaba que escuchara eso–. Fue aterrador.
–¿Fue como una cita? ¿Le habías dicho que se reunieran allí?
–No… Me sorprendió verle en Port Angels.
Contrajo los labios contrariada ante la manifiesta sinceridad de mi voz.
–¿Has salido alguna vez con ella antes de anoche?
–Nunca.
–Porque, bueno, ya sabes que no es precisamente un secreto que a ella le gustan las chicas, y no la he visto tan cerca de otra persona, que no sean sus hermanos, antes de que llegaras aquí. Creo que está obsesionada contigo.
Compuse una mueca molesta.
–¿En serio, Jessica?
–¿Qué? Ella te ha recogido hoy para traerte a clase… ¿o no? –me sondeó.
–Sí, eso también ha sido una sorpresa. Se dio cuenta de que la noche pasada no tenía la chaqueta –le expliqué.
–Supongo que no tardará mucho en aburrirse de ti. Es Edythe Cullen, después de todo.
Mi rostro se descompuso por un segundo, lo suficiente para que ella se percatara del cambio y sonriera, un poco engreída.
–Sí –dije–. Seguro tienes razón.
El señor Varner apareció en ese preciso instante y el murmullo general empezó a acallarse cuanto comenzó a escribir ecuaciones en la pizarra.
–Aunque, ¿sabes qué? –Dijo Jessica en voz muy baja–. Creo que deberías alejarte de ella primero. Ya sabes, quedarte con la gente normal antes de que tú también empieces a mirar a las chicas demasiado.
Ya estaba enfadada. No me gustaba como hablaba de Edythe en general, y el modo en que dijo «normal», refiriéndose a su inclinación sexual me sacó de mis casillas. No, Edythe no era normal, pero no era porque, como su tono trataba de dar a entender, tuviera… algo malo. Ella estaba más allá de la normalidad, por encima de ella. La superaba tanto que la normalidad y Edythe ni siquiera estaban en el mismo plano de existencia.
–Probablemente sea lo mejor –murmuré con voz dura–. No sea cosa de que nos contagie a todas, ¿verdad?
Me lanzó una mirada de asombro, pero yo me giré hacia el profesor. Era consciente de que volvía a vigilarme con suspicacia, hasta que el señor Varner se dio cuenta y llamó su atención para que contestara una pregunta.
Jessica me dejó atrás en el pasillo de camino a la clase de Español, pero no me importó. Seguía enfadada. No volvió a hablarme hasta el final de la clase, cuando ya empezaba a guardar mis libros –un poco demasiado entusiasmada– en mi mochila.
–Hoy no te vas a sentar con nosotros para almorzar, ¿verdad?
Su rostro volvía a mostrarse receloso, y más precavido ahora. Evidentemente, pensaba que iba a estar encantada de pavonearme, de ir por ahí exhibiendo mi cercanía con Edythe para parecer más genial. Al fin y al cabo, Jessica y yo llevábamos siendo amigas un tiempo. Ella había asumido que le sería leal… pero ahora había descubierto que estaba equivocada.
–No estoy segura –dije.
No tenía ningún sentido mostrar excesiva confianza. Recordaba con demasiada claridad cómo me sentí cada vez que desaparecía. No quería invocar a mi mala suerte.
Se alejó sin esperarme, pero entonces trastabilló levemente, y se detuvo en el umbral de la puerta del aula.
–En serio, esto tiene que ser una broma –dijo Jessica en voz lo suficientemente alta como para que yo pudiera escucharla… Yo, y todos los presentes en un radio de tres metros.
Me miró por encima del hombro, sacudió su cabello al girarse y se marchó dando grandes zancadas.
Algo me decía que podía dar mi amistad con Jessica por concluida si seguía mis sentimientos recién descubiertos.
Tenía prisa por llegar a la puerta, y ver a que venía el comentario de Jessica, igual que el resto de la clase. Uno a uno, todos se detuvieron para darse media vuelta y mirarme antes de salir. Cuando por fin conseguí seguirles, no sabía bien qué esperar. Irracionalmente, estaba casi esperando encontrarme a Tyler en un esmoquin y con un ramillete en la mano.
Pero fuera de mi aula de Español, apoyada contra la pared –y con un aspecto mil veces más hermoso del que nadie tenía derecho a lucir–, Edythe me estaba esperando. Sus grandes ojos parecían divertidos, y las comisuras de sus labios estaban a punto de curvarse en una sonrisa. Era obvio que había estado escuchando.
–Hola, Bella.
–Hola.
Una parte de mí era consciente de que teníamos público, pero me daba absolutamente igual.
–¿Estas hambrienta? –me preguntó.
–Sí, claro.
En realidad no tenía ni idea de si lo estaba. Sentía como todo mi cuerpo era recorrido por una agradable electricidad. Mis nervios no eran capaces de procesar nada más. Inquieta, jugueteé con la cremallera de la chaqueta.
Viró hacía la cafetería, balanceando su mochila para colocársela.
El entrar con Edythe en el abigarrado flujo de gente a la hora del almuerzo se pareció mucho a mi primer día: todos me miraban. No pude evitar mirar hacia la esquina del fondo como hacia todos los días. Toda su familia estaba presente, y solo se prestaban atención entre sí. O bien no se fijaron en Edythe y en mí o, sencillamente, no les importaba. Pero no pude evitar preguntarme qué pensarían de mí.
Y yo me pregunté qué pensaba de ellos.
Justo entonces, Alice alzó la vista y me sonrió desde la otra punta de la sala. Yo le devolví la sonrisa automáticamente, y luego bajé la vista abochornada, dándome cuenta de que bien pudo haber sido destinada a Edythe. Ella parecía enfadada. Mis ojos fueron de una a la otra mientras mantenían una especie de conversación silenciosa. Primero, la sonrisa de Alice se ensanchó, dejando a la vista unos dientes tan blancos que su resplandor se percibía incluso desde la otra punta de la sala. Edythe enarcó las cejas y su labio superior se crispó muy levemente. Alice puso los ojos en blanco, mirando al techo, y extendió las manos como dando a entender un «me rindo». Edythe le dio la espalda y avanzó en la cola. Alcanzó una bandeja y empezó a llenarla.
–¿Alice es tu hermana favorita?
Me miró.
–No está bien tener favoritismos pero, ¿por qué piensas eso?
–Parece que es con quien menos te cuesta hablar.
Se quedó pensando en ello un momento.
–Estoy muy unida a toda mi familia, pero Alice y yo somos las que más cosas en común tenemos –dijo en voz lo suficientemente baja para que solo yo le escuchara–. Aunque hay días en que es muy pesada.
Yo volví a mirarle: ahora se estaba riendo abiertamente. Aunque no nos miraba, pensé que era probable que se estuviera riendo de ella.
Estaba tan concentrada en aquel pequeño intercambio que no me di cuenta de lo que llevaba en la bandeja hasta que la empleada de la cafetería se dirigió a nosotras:
–Son veinticuatro con treinta y tres –dijo.
–¿Qué? –giré la cabeza hacia la bandeja y reaccioné a destiempo.
Edythe ya estaba pagando y, acto seguido, deslizándose con elegancia a la mesa donde nos habíamos sentado juntas la semana anterior.
–Oye –siseé, corriendo unos cuantos pasos detrás de ella para alcanzarla–. No me puedo comer todo esto.
–La mitad es para mí, por supuesto.
Enarqué una ceja.
–¿En serio?
–Toma lo que quieras –dijo deslizando la bandeja al centro de la mesa.
Me hundí en el asiento frente al suyo, dejando que el peso muerto de mi mochila la deslizara al suelo. En la otra punta de la larga mesa, un grupo de estudiantes de último año la contemplaban con los ojos como platos.
–Siento curiosidad –comenté mientras elegía una manzana y la hacía girar entre las manos–, ¿Qué harías si alguien te desafiara a comer?
–Tú siempre sientes curiosidad.
Hizo una mueca y arrancó la punta de un pedazo de pizza, se la metió en la boca y empezó a masticarla con expresión martirizada. Un segundo después, tragó y me miró con ademán de superioridad.
–Si alguien te desafía a comer tierra, puedes, ¿verdad? –preguntó con condescendencia.
Arrugué la nariz.
–Una vez lo hice… en una apuesta –admití–. No fue tan malo.
Se echó a reír.
–Supongo que no me sorprende. Toma.
Empujó hacia mí el resto de la pizza. Le di un mordisco. Me preguntaba si realmente sabría a tierra. No era la mejor pizza que había comido en mi vida, pero no estaba mal. Mientras masticaba, miró por encima de mi hombro y rió.
–¿Qué pasa?
–Jessica está completamente descolocada.
–Lo sé.
–Su imaginación se ha desbordado por completo cuando te vio salir de mi coche,
Me encogí de hombros y le di otro mordisco a la pizza.
Ladeó la cabeza.
–¿Realmente estás de acuerdo con ella?
Me apresuré a tragar.
–¿Si estoy de acuerdo con ella en qué?
–En por qué estoy aquí contigo.
Me llevó un minuto recordar nuestra conversación. Recordaba algunas cosas que desearía que no hubiera escuchado, como el hecho de que supuestamente le gustaran las chicas y eso parecía ser desagradable para Jessica.
–No estoy segura de qué te refieres.
Ella frunció el ceño.
–«Creo que está obsesionada contigo» –citó.
Me sorprendió que pareciera tan molesta.
–En realidad, creo que eso se aplicaría más a mí que a ti –opiné.
–Por lo que me aburriré pronto, ¿no?
Aquello me dolió un poco –ese era mi mayor miedo, y parecía demasiado plausible–, pero intenté ocultarlo encogiéndome otra vez de hombros.
–Bella, estas volviendo a ser absurda.
–¿Sí?
Me dedicó una expresión divertida que estaba entre una sonrisa y una mueca de enfado.
–En este preciso instante, hay varias cosas que me preocupan. El aburrimiento no es una de ellas –ladeó la cabeza y sus ojos perforaron los míos –. ¿No me crees?
Intenté acordarme de respirar. Tuve que desviar la mirada para recuperarme.
–Eh… Sí, claro. Supongo.
–Bueno, esa es una afirmación abrumadoramente firme –resopló.
Le di otro mordisco a la pizza, masticando de forma deliberadamente lenta esta vez. Ella aguardó, observándome con su intensa mirada y ese ceño fruncido que indicaba que estaba intentando ver dentro de mi cabeza. Cuando di un segundo mordisco en silencio, expulsó un resoplido furioso por la nariz.
–Detesto profundamente que hagas eso.
–¿El qué? ¿No contarte todas y cada una de las estúpidas ideas que se me cruzan por la cabeza?
Noté que quería sonreír, pero no cedió.
–Exactamente.
–De acuerdo. ¿Creo que te aburrirás de mí? Sí, lo creo. Sinceramente, no sé por qué sigues aquí. Pero no quería verbalizarlo, porque no quería que pensaras en algo que quizá todavía no se te había ocurrido.
Se le escapó una sonrisa al fin.
–Muy cierto. No me había dado cuenta, pero ahora que lo mencionas, creo que realmente tengo que pasar a otra cosa. Son comentarios de Jessica, después de todo.
Un segundo después, tendió el brazo sobre la mesa en dirección a mí, insegura, y la dejó a mi alcance.
Yo rocé mis dedos con los suyos, no quería que se arrepintiera y se alejara como en Port Angels.
Sonrió, pero, acto seguido, hizo una mueca de dolor.
–Lo siento –dije, apartándola.
–No –objetó–. No es por ti. Aquí.
Muy delicadamente, como si mi mano fuera un objeto soplado en el vidrio más delicado, depositó los dedos sobre mi palma. Imitando su cautela, yo cerré la mano con delicadeza alrededor de sus dedos.
–¿Qué sucede? –susurré a media voz.
–Muchas reacciones distintas –su frente volvió a fruncirse–. Rosalie tiene una voz mental particularmente estridente.
No pude evitarlo: inmediatamente miré hacia la otra punta de la cafetería, y me arrepentí mucho de haberlo hecho.
Rosalie lanzaba puñales con la vista a la espalda de Edythe; y Emmett, que estaba frente a ella, también se había vuelto para quedarse mirándola. Cuando mire, Rosalie dirigió su iracunda mirada hacia mí.
Mis ojos se clavaron en Edythe y sentí como el vello de mi nuca se erizaba; sin embargo ella ahora estaba devolviendo la misma mirada fulminante, con el labio superior crispado sobre sus dientes en una mueca hostil. Para mi sorpresa, Emmett se giró de inmediato y Rosalie apartó su amenazadora expresión. Clavó la mirada en la mesa con gesto repentinamente contrariado.
Alice daba la sensación de estar pasándoselo en grande, Jasper no se volvió en ningún momento.
–¿Acabo de enfadar a…? –tragué saliva antes de poder terminar la frase: «¿A un montón de vampiros?».
–No –dijo con firmeza, y luego suspiró–: Pero yo sí.
Volví a mirar a Rosalie durante una fracción de segundo. No se había movido.
–¿Es por mí? ¿Por qué soy una chica?
El recuerdo de los ojos lívidos clavados en su espalda hizo que me invadiera una oleada de pánico.
Ella sacudió la cabeza y sonrió.
–No tienes que preocuparte por mí –me aseguró, de forma un poco engreída–. No estoy diciendo que Rosalie no pudiera acabar conmigo en un combate justo, pero sí es cierto que yo nunca juego limpio y que no pretendo empezar ahora. Y ella sabe que no le conviene intentar nada contra mí.
–Edythe…
Ella rió.
–Es un chiste. No es nada, Bella. Problemas normales entre hermanos.
–… Si tú lo dices.
–Yo lo digo.
Miré nuestras manos, aún entrelazadas. Era la primera vez que sostenía sus manos, en realidad, pero el gesto quedaba envuelto en el asombroso recuerdo de por qué me la había ofrecido en primer lugar.
–Volvamos a lo que estabas pensando –dijo como si pudiera leer mis pensamientos.
Suspiré.
–¿Te ayudaría saber que ella no fue la única en acusarme de estar obsesionada?
–Genial, también has oído eso –gruñí. No sabía por qué me sorprendía, sabía que estaría pendiente de la conversación.
–He estado cautivada desde el principio hasta el fin.
–Lo siento –dije.
–¿Por qué te disculpas? No tienes la culpa, ni has influenciado mis sentimientos hacía ti. Fue algo que salió de mí, y no creo que ese sentimiento vaya a cambiar.
Me quedé mirándola con escepticismo.
–Pongámoslo así –frunció los labios en una expresión pensativa–. Aunque eres la única persona respecto a la que no puedo estar completamente segura, estaría dispuesta a apostar una gran cantidad de dinero a que yo paso más tiempo pensando en ti que tú pensando en mí.
–Ja –reí, estupefacta–. No estés tan segura de ello.
Enarcó una ceja y habló en voz tan baja que tuve que inclinarme hacía ella para escucharla.
–Ah, pero tú solo estás consciente durante unas dieciséis horas de cualquier periodo de veinticuatro. Eso me da bastante ventaja, ¿no te parece?
–Pero no estas teniendo en cuenta los sueños.
–¿Las pesadillas cuentan cómo sueños? –suspiró ella.
El sonrojo me empezó a trepar por el cuello.
–Cuando sueño contigo, definitivamente no es una pesadilla.
Se le abrió levemente la boca a causa de la sorpresa, y su rostro mostró de repente cierta vulnerabilidad.
–¿En serio? –preguntó.
Era evidente que aquello le agradaba, así que, aún abochornada por mi confesión, respondí:
–Absolutamente todas las noches.
Cerró los ojos solo un minuto, pero cuando los abrió, su sonrisa volvió a delatarlos.
–Las fases REM son las más cortas del ciclo del sueño. Te sigo llevando horas de ventaja.
Fruncí en ceño. Me resultaba muy difícil procesar aquello.
–¿De verdad piensas en mí?
–¿Por qué te cuesta tanto creerlo?
–Bueno, mírame –dije, algo innecesario puesto que ya lo estaba haciendo–. Soy absolutamente normal; bueno, salvo por todas las situaciones en que la muerte me ha pasado rozando y porque tengo dificultad para caminar sobre una superficie recta sin tropezarme. Y mírate a ti.
La señale con un gesto de la mano, a ella y a su desconcertante perfección.
Esbozó una sonrisa con lentitud. Empezó siendo muy pequeña, pero terminó exhibiendo sus hoyuelos en toda su plenitud, como el número final del espectáculo de fuegos artificiales del 4 de julio.
–No te voy a quitar la razón sobre las situaciones en las que la muerte te ha pasado rozando.
–Bueno, ahí lo tienes.
–Pero eres la persona menos ordinaria que he conocido nunca.
Nos sostuvimos la mirada mutuamente durante un largo segundo. Mis ojos buscaron los suyos mientras intentaba creer que ella pudiera estar viendo algo lo suficientemente importante como para mantenerlos allí. Siempre tenía la sensación de que estaba a punto de esfumarse, de desaparecer como si, al fin y al cabo, solo fuera un mito.
–Pero, ¿por qué…? –no sabía cómo expresarlo.
Ella ladeó la cabeza, a la espera.
–Anoche… –me detuve y sacudí la cabeza.
Ella frunció el ceño.
–¿Lo haces a propósito? ¿Dejas los pensamientos a medias para volverme loca?
Inspiré hondo.
–De acuerdo. Afirmas que no te aburro.
Ella asintió, luchando por esconder una sonrisa.
–Pero anoche, era como si estuvieras buscando una manera de decirme adiós.
–Muy perceptiva –susurró. Y la angustia surgió de nuevo cuando confirmó mis peores temores.
Por primera vez, sus dedos presionaron levemente los míos.
–Aunque las dos cosas no están relacionadas.
–¿Qué dos cosas?
–La profundidad de mis sentimientos hacia ti y la necesidad de marcharme. Bueno, si están relacionadas, pero inversamente.
«La necesidad de marcharme». Se me hizo un nudo en el estómago.
–No lo entiendo.
Me miró de nuevo a los ojos; los suyos ardían, hipnotizándome. Su voz apenas era audible.
–Cuanto más me preocupo por ti, más crucial me parece encontrar un modo de… mantenerte a salvo. De mí. Marcharme sería lo más adecuado.
Sacudí la cabeza.
–No.
Inspiró hondo, y dio la sensación de que sus ojos se oscurecían de un modo extraño.
–Bueno, no se me ha dado bien dejarte en paz las veces que lo he intentado. No sé cómo hacerlo.
–¿Me harías un favor? –Ella asintió–. Deja de intentar averiguarlo.
Esbozó una media sonrisa.
–Supongo que, dada la frecuencia con la que te expones a situaciones cercanas a la muerte, es más seguro que me mantenga cerca.
–Completamente cierto. Nunca se sabe cuándo una malvada furgoneta puede volver a atacarme.
Ella frunció el ceño.
–Edythe, ¿aún piensas venir conmigo a Seattle, verdad? Hay muchas furgonetas en Seattle. Acechan desde detrás de cada esquina, literalmente.
–En realidad, tengo otra pregunta para ti. ¿Tienes que ir a Seattle este sábado de verdad o es solo una excusa para que no tener que dar una negativa a tu manada de admiradores?
–Eh…
–Eso pensaba.
–¿Sabes? Me pusiste en una especie de aprieto por el asunto de Tyler en el estacionamiento.
–¿Lo dices porque ahora piensa que va a llevarte al baile de graduación?
Se me abrió la boca sola, y entonces apreté los dientes.
Ahora ella estaba intentando no reírse.
–Ay, Bella.
Sabía que había algo más.
–¿Qué?
–Ya se ha comprado el esmoquin.
No tenía palabras para aquello. Debió de percibir el pánico en mis ojos.
–Podría ser peor: en realidad lo compró antes de pedírtelo. Y era de segunda mano, así que tampoco hizo una gran inversión.
Yo seguía sin poder hablar. Ella volvió a apretarme la mano.
–Se te ocurrirá cómo resolverlo.
–Nunca voy a bailes.
–Si te hubiese pedido que me acompañaras al baile de primavera, ¿me habrías dicho que no?
Miré sus grandes ojos dorados y trate de imaginarme diciéndole que no, como había hecho con Mike y los otros.
–Probablemente, no, pero hubiera encontrado alguna excusa para cancelarlo después. Me habría roto la pierna, si hubiera sido necesario.
Parecía confundida.
–¿Por qué ibas a hacer eso?
Moví la cabeza con tristeza.
–Supongo que nunca me has visto en gimnasia, pero creía que tu lo entenderías.
–¿Te refieres al hecho de que eres incapaz de caminar por una superficie plana y estable sin encontrar algo con lo que tropezar?
–Obviamente.
–Soy muy buena profesora, Bella.
–Creo que la coordinación no es una habilidad que pueda aprenderse.
Ella sacudió la cabeza.
–Pero, volviendo a la pregunta, ¿tienes que ir a Seattle o te importaría que fuéramos a un lugar diferente?
En cuanto utilizó el plural, no me preocupé por nada más.
–Estoy abierta a sugerencias –concedí–, pero he de pedirte otro favor.
Me miró con precaución, como hacía siempre que formulaba una pregunta abierta.
–¿Cuál?
–¿Puedo conducir?
Frunció el ceño.
–¿Por qué?
–Bueno, sobre todo porque, como conductora, das mucho miedo. Pero también porque le dije a Charlie que iba a ir sola, y no quiero que empiece a preguntar.
Puso los ojos en blanco.
–De todas las cosas por las que te tendría que asustar, a ti te preocupa mi conducción –movió la cabeza con desagrado, pero luego volvió a ponerse seria–. ¿No le quieres decir a tu padre que vas a pasar el día conmigo?
Comprendí el trasfondo de sus palabras. Creía que la ocultaba de Charlie para que no supiera lo que pasaba entre ambas, para que no pensara como Jessica. Y ahora que lo pensaba, no estaba muy segura de la reacción de Charlie cuando se enterara. Eso me ponía un poco nerviosa.
–Con Charlie, menos es siempre más –le expliqué–. De todos modos, ¿a dónde vamos a ir?
–Alice dice que va a hacer buen tiempo, por lo que estaré fuera de la atención pública y podrás estar conmigo si así lo quieres.
Otra vez me dejaba la alternativa de elegir.
–¿Y me enseñarás a que te referías con lo del sol? –pregunté, entusiasmada por la idea de resolver otra de las incógnitas.
–Sí –sonrió, y luego dudó–. Pero si no quieres estar a solas conmigo, seguiría prefiriendo que no fueras a Seattle tú sola. Me entran escalofríos solo de pensar en tantas furgonetas.
–Da la casualidad de que no me importa estar a solas contigo.
–Lo sé –suspiró–. Pero se lo deberías contar a Charlie.
–¿Por qué iba a hacer eso?
Sus ojos relampaguearon con súbita fiereza.
–Para darme algún pequeño incentivo para traerte de vuelta.
–Creo que me arriesgaré.
Resopló con enojo y desvió la mirada.
–Bueno, pues ya está decidido. ¿Cambiamos de tema?
Mi intento de hablar de otra cosa no fue de mucha ayuda.
–¿De qué quieres hablar? –preguntó entre dientes, aún enfadada.
Miré a nuestro alrededor para asegurarme de que nadie nos podía oír. En el rincón del fondo Alice estaba inclinada hacia adelante, hablando con Jasper. Emmett estaba sentado junto a él, pero Rosalie se había ido.
–¿Por qué te fuiste a ese lugar, Goat Rocks, el último fin de semana? ¿Para cazar? Charlie dijo que no era un buen lugar para acampar a causa de los osos.
Me miró fijamente, como si estuviera pasando por alto lo evidente.
–¿Osos? –pregunté entonces, de forma entrecortada; ella esbozó una sonrisa burlona–. Ya sabes, no estamos en temporada de osos –añadí con severidad para ocultar mi sorpresa.
–Si lees con cuidado la normativa, verás que las leyes recogen solo la caza con armas –me informó.
Me contempló con regocijo mientras lo asimilaba lentamente.
–¿Osos? –repetí con dificultad.
–El favorito de Emmett es el oso pardo –dijo a la ligera, pero sus ojos escrutaban mi reacción. Intenté recobrar la compostura.
–¡Humm! –musité mientras tomaba otra porción de pizza como pretexto para bajar los ojos. La mastiqué muy despacio, y luego tragué–. Bueno –dije un momento después–, ¿cuál es tu favorito?
Enarcó una ceja y sus labios se curvaron con desaprobación.
–El puma.
–Claro, tiene sentido –asentí como si acabara de decir algo completamente normal.
–Por supuesto –dijo imitando mi tono–, debemos tener cuidado para no causar un impacto medioambiental desfavorable con una caza imprudente. Intentamos concentrarnos en zonas con sobrepoblación de depredadores… Y nos alejamos tanto como sea necesario. Aquí siempre hay ciervos y alces. Nos servirían, pero ¿qué diversión puede haber en eso? –sonrió.
–Ninguna –murmuré mientras daba otro mordisco a la pizza.
–El comienzo de la primavera es la estación favorita de Emm para cazar osos –sonrió como si recordara alguna broma–. Acaban de salir de la hibernación y se muestran mucho más irritables.
–No hay nada más divertido que un oso pardo irritado –admití asintiendo.
Se rió y movió la cabeza.
–Dime lo que realmente estás pensando, por favor.
–Me lo intento imaginar, pero no puedo –admití–, ¿Cómo cazan un oso sin armas?
–Oh, las tenemos –exhibió sus relucientes dientes con una sonrisa breve, que… no era realmente una sonrisa–, solo que no de la clase que se contempló al legislar las leyes de caza. Si has visto atacar a un oso en la televisión, tendrías que poder visualizar como caza Emmett.
Observé a Emmett, al otro extremo de la cafetería, agradecida de que no estuviera mirando en mi dirección. De repente, las largas y duras lineas de músculos que recorrían sus brazos y piernas resultaban más amenazantes. Lo imaginé sosteniendo una montaña por la base, y levantandola…
Edythe siguió la dirección de mi mirada y soltó una suave risa.
La miré, enervada.
–¿Es peligroso? –pregunté en voz baja–. ¿Alguna vez haz resultado herida?
Su risa tintineó como una campana.
–Ay, Bella. Tan peligroso como tu porción de pizza.
Miré el borde de la pizza y dije:
–¿Tú también te pareces a un oso?
–Más como un puma, o eso me han dicho –respondió a la ligera–. Tal vez nuestras preferencias sean significativas.
–Tal vez –repetí. Intenté sonreír, pero mi mente estaba luchando por unir aquellas imágenes tan paradójicas, sin éxito–. ¿Es algo que podría llegar a ver?
–¡Absolutamente no! –susurró.
Su cara se tornó aún más lívida de lo habitual y de repente su mirada era de terror. Apartó delicadamente su mano de la mía y envolvió los brazos con fuerza alrededor de su cuerpo.
Mi mano quedó en la mesa vacía, entumecida por el frío.
–¿Demasiado aterrador para mí? –pregunté.
Cerró los ojos un momento para recobrar el control. Cuando por fin sus ojos se encontraron con los míos, parecía enfadada.
–Casi desearía que fuera posible. Pareces no entender la realidad presente. Quizás te sentaría bien ser testigo de lo peligrosa que soy en realidad.
–Entonces, ¿por qué? – le insté, ignorando su expresión enojada.
Me miró fijamente durante más de un minuto y al final dijo:
–Más tarde –se incorporó ágilmente–. Vamos a llegar tarde.
Miré a mi alrededor, sorprendida de ver que tenía razón: la cafetería estaba casi vacía.
Cuando estaba a su lado, el tiempo y el espacio se desdibujaban de tal manera que perdía la noción de ambos. Me incorporé de un salto mientras recogía la mochila.
–En tal caso, más tarde –admití.
No lo iba a olvidar.






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