jueves, 19 de octubre de 2017

Teoría

Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.





– ¿Puedo hacerte solo una pregunta más? –imploré mientras aceleraba a toda velocidad por la calle desierta. No parecía prestar atención alguna a la carretera.
Ella sacudió la cabeza para negar.
–Teníamos un trato.
–No es una pregunta, en realidad –argüí–. Es más bien una aclaración sobre algo que has dicho antes.
Puso los ojos en blanco.
–Que sea rápido.
–Bueno... Dijiste que sabías que no había entrado en la librería y que me había dirigido hacia el sur. Solo me preguntaba como lo sabías.
Se quedó pensando un momento, como si estuviera deliberando de nuevo.
–Pensé que habíamos pasado la etapa de las evasivas –recalqué.
Me miró como diciéndome «Tú te lo has buscado».
–De acuerdo. Seguí tu olor.
No tenía respuesta para aquello. Me quedé mirando por la ventana, lo cual me dio tiempo para recobrar la compostura.
–Te toca a ti, Bella.
–Pero no has respondido mi otra pregunta –dije para ganar tiempo.
–Oh, vamos.
–En serio. No me has explicado cómo funciona lo de leer mentes ¿Puedes leer la mente de cualquiera en cualquier parte? ¿Cómo lo haces? ¿Puede hacerlo el resto de tu familia...?
Me sentí estúpida al pedir una aclaración sobre una fantasía.
–Has hecho más de una pregunta –puntualizó. Me limité a entrecruzar los dedos y esperar–. Solo yo tengo esa facultad, y no puedo oír a cualquiera en cualquier parte. Debo estar bastante cerca. Cuanto más familiar me resulta esa «voz», más lejos soy capaz de oírla, pero aun así, no más de unos pocos kilómetros –hizo una pausa con gesto meditabundo–. Se parece un poco a un enorme hall repleto de personas que hablan todas a la vez. Sólo es un zumbido, un bisbiseo de voces al fondo, hasta que localizo una voz, y entonces está claro lo que piensan...
»La mayor parte del tiempo no los escucho, ya que puede llegar a distraer demasiado y así es más fácil parecer normal –frunció el ceño al pronunciar la palabra–, y no responder a los pensamientos de alguien antes de que los haya expresado con palabras.
– ¿Por qué crees que no puedes oírme? –pregunté con curiosidad.
Me miró con unos ojos que daban la sensación de querer perforar los míos, con aquella mirada de frustración que tan bien conocía. Me di cuenta de que siempre de que siempre que me había mirado así, debía de haber estado intentando escuchar mis pensamientos, sin éxito. Su expresión se relajó cuando desistió.
–No lo sé –murmuró–. Mi única suposición es que tal vez tu mente funcione de forma diferente a la de los demás. Es como si tus pensamientos fluyeran en onda media y yo solo captase los de frecuencia modulada.
Me sonrió, repentinamente divertida.
– ¿Mi mente no funciona bien? ¿Soy un bicho raro?
Esas palabras me preocuparon más de lo previsto, probablemente porque había dado en el clavo. Siempre lo había sospechado, y me avergonzaba tener la confirmación.
–Yo oigo voces en la cabeza y es a ti a quien le preocupa ser un bicho raro –se rió–. No te inquietes, es solo una teoría... –su rostro se tensó–. Y eso nos trae de vuelta a ti.
Suspiré ¿Cómo empezar?
–Pensaba que habíamos pasado la etapa de las evasivas –me recordó con dulzura.
Aparté la vista del rostro de Edythe por primera vez en un intento de hallar las palabras y vi el indicador de velocidad.
– ¡Dios santo! –grité–. ¡Ve más despacio!
– ¿Qué pasa? –preguntó, a izquierda y derecha en lugar de al frente, que es a donde debería mirar. El automóvil no desaceleró.
– ¡Vas a ciento sesenta! –seguí chillando.
Eché una ojeada de pánico por la ventana, pero estaba demasiado oscuro para distinguir mucho. La carretera sólo era visible hasta donde alcanzaba la luz de los faros delanteros. El bosque que flanqueaba ambos lados de la carretera parecía un muro negro, tan duro como un muro de hierro si nos salíamos de la carretera a esa velocidad.
–Tranquilízate, Bella.
Puso los ojos en blanco sin reducir aún la velocidad.
– ¿Pretendes que nos matemos? –quise saber.
–No vamos a chocar.
Intenté modular el volumen de mi voz al preguntar:
– ¿Por qué vamos tan deprisa, Edythe?
–Siempre conduzco así –se volvió y me deslumbró con una sonrisa.
– ¡No apartes la vista de la carretera!
–Nunca he tenido un accidente, Bella, ni siquiera me han puesto una multa –sonrió y se acarició la frente–. A prueba de radares detectores de velocidad.
–Muy divertido –estaba que echaba chispas–. Charlie es policía, ¿recuerdas? He crecido respetando las leyes de tránsito. Además, si nos la pegamos contra el tronco de un árbol y nos convertimos en una galleta de Volvo, tendrás que regresar a pie.
–Probablemente –admitió con una fuerte aunque breve carcajada–, pero tú no –suspiró y vi con alivio que la aguja descendía gradualmente hasta los ciento veinte.
– ¿Satisfecha?
–Casi.
–Odio conducir despacio –musitó.
– ¿A esto le llamas despacio?
–Basta de criticar mi conducción –dijo bruscamente–. Sigo esperando que respondas a mi pregunta.
Me mordí el labio. Me miró con los ojos inesperadamente amarillos.
–No me voy a reír –prometió.
–Temo más que te enfades conmigo.
– ¿Tan malo es?
–Bastante, sí.
–No te preocupes por mí –dijo–. Puedo con ello.
Esperó. Tenía la vista clavada en mis manos, por lo que no le pude ver la expresión.
–El suspenso me está matando, Bella –susurró.
–Lo siento. No sé cómo empezar.
Se produjo otro largo silencio, en el que solo se escucharon el ronroneo del motor y el sonido de mi aliento entrecortado. El suyo no producía ningún ruido.
– ¿Por qué no empiezas por el principio? Dijiste que no era de tu invención.
–No.
– ¿Cómo empezaste? ¿Con un libro? ¿Con una película? –me sondeó.
–No. Fue el sábado, en la playa –me arriesgué a alzar los ojos y contemplar su rostro. Pareció confundida–. Me encontré con una vieja amiga de la familia, Jules... Julie Black –proseguí–. Su padre y Charlie han sido amigos desde que yo era niña.
Aún parecía perpleja.
–Su padre es uno de los ancianos de los quileutes –la examiné con atención. Una expresión helada sustituyó al desconcierto anterior–. Fuimos a dar un paseo... –evité explicarle todas mis maquinaciones para sonsacar la historia–, y ella me estuvo contando viejas leyendas para asustarme –vacilé–. Me contó una...
–Continúa.
–... sobre vampiros.
En ese instante me di cuenta de que hablaba en susurros. Ahora no le podía ver la cara, pero si los nudillos tensos sobre el volante.
– ¿E inmediatamente te acordaste de mí?
Seguía tranquila.
–No. Julie mencionó a tu familia.
Permaneció en silencio, sin perder de vista la carretera. De repente me alarmé, preocupada por proteger a Julie.
–Solo creía que era una superstición estúpida –añadí rápidamente–. No esperaba que yo me creyera ni una palabra –mi comentario no parecía suficiente, por lo que tuve que confesar–: Fue culpa mía. Le obligué a contármelo.
– ¿Por qué?
–Lauren dijo algo sobre ti... Intentaba provocarme. Una joven mayor de la tribu mencionó que tu familia no acudía a la reserva, solo que sonó como si aquello tuviera un significado especial, por lo que me llevé a Julie a solas y le engañé para que me lo contara –admití con la cabeza gacha.
Me sorprendí cuando habló. Su rostro estaba tan quieto que sus labios apenas se movían.
– ¿Y sobre qué hablaban esas leyendas? ¿Qué te dijo Julie Black que soy?
Abrí la boca a medias, pero la volví a cerrar.
– ¿Qué?
–No quiero decirlo –admití.
–Tampoco es mi palabra favorita –su rostro recobró un poco de calidez. Volvía a parecer humana–. Pero el hecho de no mencionarla tampoco va a borrarla del diccionario. A veces... creo que no decirla la torna más poderosa.
Me pregunté si tendría razón.
– ¿Una vampiro? –susurré.
Dio un respingo.
Pues no, decirla en voz alta no le restaba un ápice de fuerza.
Condujimos en silencio durante un minuto más, y la palabra «vampiro» pareció ir haciéndose más y más grande dentro de aquel coche. No daba la sensación de que ese fuera el término que la describía, sino, más bien, uno que tenía la capacidad de hacerle daño. Intenté pensar en algo, en cualquier cosa que anulara su sonido.
Sin embargo, antes de que se me ocurriera nada que decir, ella habló:
– ¿Qué hiciste entonces?
–Busqué en Internet.
– ¿Y eso te convenció? –su voz lo daba por hecho.
–No. Nada encajaba. La mayoría eran tonterías, y entonces...
Callé de golpe. Ella aguardó y, cuando vio que no terminaba, me miró.
– ¿Qué? –instó.
–Decidí que no importaba –susurré.
Sus ojos se fueron abriendo más y más, y luego, de repente, se entrecerraron en dos finas rendijas que se fijaron en mí.
– ¿Que no importaba? –casi me gritó. Su voz se estaba tornando estridente y casi... metálica – ¡¿Que no importaba?!
–No –dije suavemente–. No me importa lo que seas.
– ¿No te importa que sea un monstruo? ¿Que no sea humana? –su voz reflejó una nota severa y burlona.
–No.
Por fin volvió a mirar al frente, sus ojos eran dos grandes y furiosas hendiduras que cruzaban su rostro. Pude notar como el coche aceleraba debajo de mi cuerpo.
–Te has enfadado –suspiré–. No debería haberte dicho nada.
Ella sacudió la cabeza y respondió, siseando entre dientes:
–No. Prefiero saber qué piensas, incluso cuando lo que piensas sea una locura.
–Así que, ¿me equivoco otra vez? –la desafié.
–No me refiero a eso –dijo, apretando los dientes.
– ¿Estoy en lo cierto? –contesté con un respingo.
– ¿Importa?
Respiré hondo.
–En realidad, no –hice una pausa–. Siento curiosidad.
Al menos, mi voz sonaba tranquila.
– ¿Sobre qué?
– ¿Cuántos años tienes?
–Diecisiete –respondió de inmediato.
Me la quedé mirando hasta que la mitad de su boca se curvó en una sonrisa.
– ¿Y cuánto hace que tienes diecisiete años? –pregunté.
–Bastante –admitió.
–De acuerdo.
Me miró como si me hubiera vuelto loca.
Sonreí complacida de que al fin fuera sincera conmigo. Esbocé una sonrisa más amplia de estímulo y ella alzó las cejas.
–No te rías, pero ¿cómo es que puedes salir durante el día?
En cualquier caso se rio.
–Un mito.
– ¿No te quema el sol?
–Un mito.
– ¿Y lo de dormir en ataúdes?
–Un mito –vaciló durante un momento y luego añadió en voz baja–. No puedo dormir.
Necesité un minuto para comprenderlo.
– ¿Nada?
–Jamás –murmuró.
Se volvió para mirarme con expresión de nostalgia. Sus ojos dorados sostuvieron mi mirada y perdí la capacidad de pensar.
De repente se giró, y entornó los párpados de nuevo.
–Aún no me has formulado la pregunta más importante.
Ahora su voz sonaba severa y cuando me miro otra vez lo hizo con ojos gélidos. Parpadeé, todavía confusa.
– ¿Cuál?
– ¿No te preocupa mi dieta? –preguntó con sarcasmo.
–Ah, esa.
–Sí, esa –remarcó con voz átona–. ¿No quieres saber si bebo sangre?
Hice una mueca.
–Bueno, Julie me dijo algo al respecto.
– ¿Qué dijo ella?
–Dijo que no... cazaban personas. Dijo que se suponía que tu familia no era peligrosa porque solo daban caza a animales.
– ¿Dijo que no éramos peligrosos?
Su voz fue profundamente escéptica.
–No exactamente. Dijo que se suponía que no lo eran, pero los quileutes siguen sin quererlos en sus tierras, solo por si acaso.
Miró hacia adelante, pero no sabía si observaba o no la carretera.
–Entonces, ¿tiene razón en lo de que no cazan personas? –pregunté, intentando alterar la voz lo menos posible.
–La memoria de los quileutes llega lejos... –susurró.
Lo acepté como una confirmación.
–Aunque no dejes que eso te satisfaga –me advirtió–. Tienen razón al mantener la distancia con nosotros. Seguimos siendo peligrosos.
–No comprendo.
–Intentamos... –explicó. Su voz se tornó más solemne y lenta–, solemos ser buenos en todo lo que hacemos, pero a veces cometemos errores. Yo, por ejemplo, al permitirme estar a solas contigo.
– ¿Esto es un error?
Oí la tristeza en mi voz, pero no supe si ella también lo había advertido.
–Uno muy peligroso –murmuró.
A continuación, ambas permanecimos en silencio. Observé como giraban las luces del coche con las curvas de la carretera. Se movían con demasiada rapidez, no parecían reales, sino un videojuego. Era consciente de que el tiempo se me escapaba rápidamente, se me acababa como la carretera que recorríamos, y tuve un miedo espantoso a no disponer de otra oportunidad para estar con ella de nuevo como en este momento, abiertamente, sin muros entre nosotras. Sus palabras apuntaban hacia un fin y retrocedí ante esa idea. No podía perder ninguno de los minutos que tenía a su lado.
–Cuéntame más –pedí con desesperación, sin preocuparme de lo que dijera, solo para oír su voz de nuevo.
Me miró rápidamente, sobresaltada por el cambio que se había operado en mi voz.
– ¿Qué más quieres saber?
–Dime por qué cazan animales en lugar de personas –sugerí con voz aún alterada por la desesperación. Tomé conciencia de que tenía los ojos llorosos y luché contra el pesar que intentaba apoderarse de mí.
–No quiero ser un monstruo –respondió en voz muy baja.
–Pero ¿no bastan los animales?
Hizo una pausa.
–No puedo estar segura, pero yo lo compararía con vivir a base de queso y leche de soja. Nos llamamos a nosotros mismos vegetarianos, es nuestro pequeño chiste privado. No sacia el apetito por completo, bueno, más bien la sed, pero nos mantiene lo bastante fuertes para resistir... la mayoría de las veces –su tono se ensombreció–. Unas veces son más difíciles que otras.
– ¿Te resulta muy difícil ahora? –pregunté.
Suspiró.
–Sí.
–Pero ahora no tienes hambre –dije, afirmando, no preguntando.
– ¿Qué te hace pensar eso?
–Tus ojos. Te dije que tenía una teoría. Parece que el color está relacionado con tu estado de humor, y por lo general la gente se enfada cuando tiene hambre, ¿no?
Se rio.
–Eres más observadora de lo que pensaba.
Escuché el sonido de su risa y lo grabé en la memoria.
–Este fin de semana estuvieron cazando, ¿verdad? –quise saber cuándo todo se hubo calmado.
–Sí –calló durante un segundo, como si estuviera decidiendo decir algo o no–. No quería salir, pero era necesario. Es un poco más fácil estar cerca de ti cuando no tengo sed.
– ¿Por qué no querías marcharte?
–El estar lejos de ti me pone... ansiosa –su mirada era amable e intensa; me estremecí hasta la médula–. No bromeaba cuando te pedí que no te cayeras al mar o te dejaras atropellar el jueves pasado. Estuve abstraída todo el fin de semana, preocupándome por ti, y después de lo acaecido esta noche, me sorprende que hayas salido indemne del fin de semana –movió la cabeza; entonces recordó algo–. Bueno, no del todo.
– ¿Qué?
–Tus manos –me recordó.
Observé las palmas de mis manos y las rasgaduras casi curadas de los pulpejos. A Edythe no se le escapaba nada.
–Me caí –reconocí con un suspiro.
–Eso es lo que pensé –las comisuras de sus labios se curvaron–. Supongo que, siendo tú, podría haber sido mucho peor, y esa posibilidad me atormentó mientras duró mi ausencia. Fueron tres días realmente largos y la verdad es que puse a Emmett de los nervios.
– ¿Tres días? ¿No acabas de regresar hoy?
–No, volvimos el domingo.
–Entonces, ¿por qué no fueron a la escuela?
Estaba frustrada, casi enfadada, al pensar en el gran chasco que me había llevado a causa de su ausencia.
–Bueno, me has preguntado si el sol me dañaba, y no lo hace, pero no puedo salir a la luz del día... Al menos no donde me pueda ver alguien.
– ¿Por qué?
–Alguna vez te lo mostraré –me prometió.
Pensé en ello durante un momento.
–Me podrías haber llamado –decidí.
Se quedó confusa.
–Pero sabía que estabas a salvo.
–Pero yo no sabía dónde estabas. Yo... –vacilé y entorné los ojos.
– ¿Qué? –su sedosa voz resultaba tan hipnótica como sus ojos.
–Me disgusta no verte. También me pone ansiosa.
Me sonrojé al decirlo en voz alta. Se quedó quieta. Yo alcé la vista con aprensión: parecía apenada, como si algo le estuviera haciendo daño.
–Edythe, ¿estás bien?
–Ay –gimió en voz baja–, eso no está bien.
No comprendí esa respuesta.
– ¿Qué he dicho?
– ¿No lo ves, Bella? De todas las cosas en las que te has visto involucrada, es una de las que me hace sentir peor –fijó los ojos en la carretera abruptamente; habló a borbotones, a tal velocidad que no la comprendí–. No quiero oír que te sientas así. Es un error. No es seguro. Bella, soy peligrosa. Grábatelo, por favor.
–No.
Me esforcé por no parecer una niña enfurruñada.
–Hablo en serio –gruñó.
–También yo. Te lo dije, no me importa qué seas. Es demasiado tarde.
–Jamás digas eso –espetó con dureza y en voz baja.
Me mordí el labio, contenta de que no supiera cuanto dolía aquello. Contemplé la carretera. Ya debíamos estar cerca. Conducía mucho más deprisa.
– ¿En qué piensas? –inquirió aún con voz dura.
Me limité a negar con la cabeza, no muy segura de que fuera capaz de hablar.
– ¿Estás llorando?
No me había dado cuenta de que la humedad de mis ojos se había desbordado. Rápidamente, me froté la mejilla con la mano y, efectivamente, allí estaban las lágrimas delatoras, traicionándome.
–No –negué, pero mi voz se quebró.
La vi extender una mano hacia mí con vacilación, pero luego se contuvo y lentamente la volvió a poner en el volante.
–Lo siento –se disculpó con voz pesarosa.
Supe que no sólo se estaba disculpando por las palabras que me habían perturbado. La oscuridad se deslizaba a nuestro lado en silencio.
–Dime una cosa –pidió después de que hubiera transcurrido otro minuto, y la oí controlarse para que su tono fuera ligero.
– ¿Sí?
–Esta noche, justo antes de que yo doblara la esquina, ¿en qué pensabas? No comprendí tu expresión... No parecías asustada, sino más bien concentrada al máximo en algo.
–Intentaba recordar cómo incapacitar a un atacante, ya sabes... autodefensa. Le iba a meter la nariz en el cerebro a ese... –pensé en el tipo moreno con una oleada de odio.
– ¿Ibas a luchar contra ellos? –Eso le perturbó – ¿No pensaste en correr?
–Me caigo mucho cuando corro –admití.
– ¿Y en chillar?
–Estaba a punto de hacerlo.
Sacudió la cabeza.
–Tienes razón. Definitivamente, estoy luchando contra el destino al intentar mantenerte con vida.
Suspiré. Al traspasar los límites de Forks fuimos más despacio. El viaje le había llevado menos de veinte minutos.
– ¿Te veré mañana? –quise saber.
–Sí. También he de entregar un trabajo –me sonrió–. Te reservaré un asiento para almorzar.
Después de todo lo que habíamos pasado aquella noche, era una tontería que esa pequeña promesa me causara tal excitación y me impidiera articular palabra.
Estábamos enfrente de la casa de Charlie. Las luces estaban encendidas y mi coche en su sitio. Todo parecía absolutamente normal. Era como despertar de un sueño.
Detuvo el vehículo, pero no me moví.
– ¿Me prometes estar ahí mañana?
–Lo prometo.
Sopesé la respuesta durante unos instantes y luego asentí con la cabeza. Me quité la chaqueta después de olerla por última vez.
–Te la puedes quedar... No tienes una para mañana –me recordó.
–Ah, de acuerdo –accedí entre confusa y sorprendida. Solo esperaba que Charlie no se diera cuenta, ni comenzara a hacer preguntas, aunque ambas opciones eran poco probables.
Esbozó una amplia sonrisa. Con la mano en la manivela, vacilé mientras intentaba prolongar el momento.
– ¿Bella? –dijo en tono diferente, serio y dubitativo.
– ¿Si? –me volví hacía ella con demasiada avidez.
– ¿Vas a prometerme algo?
–Sí –respondí, y al momento me arrepentí de mi incondicional aceptación ¿Qué ocurría si me pedía que me alejara de ella? No podía mantener esa promesa.
–No vayas sola al bosque.
La miré fijamente, totalmente confusa.
– ¿Por qué?
Frunció el ceño y miró con severidad por la ventana.
–No soy la criatura más peligrosa que ronda por ahí fuera. Dejémoslo así.
Me estremecí levemente ante su repentino tono sombrío, pero estaba aliviada. Al menos, esta era una promesa fácil de cumplir.
–Lo que tú digas.
–Nos vemos mañana –suspiró, y supe que deseaba que saliera del coche.
–Entonces, hasta mañana.
Abrí la puerta a regañadientes.
– ¿Bella?
Me di la vuelta mientras se inclinaba hacia mí, por lo que tuve su pálido rostro a unos centímetros del mío. Mi corazón se detuvo.
–Que duermas bien –dijo.
Su aliento rozó mi cara, aturdiéndome. Era el mismo exquisito aroma que emanaba de la cazadora, pero de una forma más concentrada. Parpadeé, totalmente deslumbrada. Edythe se alejó.
Fui incapaz de moverme hasta que se me despejó un poco la mente. Entonces salí del coche con torpeza, teniendo que apoyarme en el marco de la puerta. Creí oírle soltar una risita, pero el sonido fue demasiado bajo para confirmar que fuera cierto.
Aguardó hasta que llegué a la puerta y entonces oí el sonido del motor del coche. Me volví a tiempo de contemplar el vehículo plateado desapareciendo detrás de la esquina. Me di cuenta de que hacía mucho frío.
Tomé la llave de forma maquinal, abrí la puerta y entré. Charlie me llamó desde el cuarto de estar.
– ¿Bella?
–Sí, papá, soy yo.
Fui hasta allí. Estaba viendo un partido de baloncesto.
–Has vuelto pronto.
– ¿Sí? –estaba sorprendida.
–Aún no son más de las ocho –me dijo – ¿Se divirtieron?
–Sí, lo hemos pasado muy bien –la cabeza me dio vueltas al intentar recordar todo el asunto de la salida de chicas que había planeado–. Las dos encontraron vestidos.
– ¿Te encuentras bien?
–Solo cansada. He caminado mucho.
–Bueno, tal vez deberías acostarte ya.
Parecía preocupado. Me pregunté qué aspecto tendría mi cara.
–Antes debo llamar a Jessica.
– ¿Pero no acabas de estar con ella? –preguntó sorprendido.
–Sí, pero me dejé la cartera en su coche –mentí–. Quiero asegurarme de que mañana me la trae.
–Bueno, al menos dale tiempo de llegar a casa.
–Cierto –acepté.
Fui a la cocina y caí exhausta en una silla. Entonces empecé a marearme de verdad. Me pregunté si, después de todo, no iba a entrar en estado de shock.
"¡Contrólate!", me dije.
El teléfono me sobresaltó cuando sonó de repente. Levanté el auricular de un tirón.
– ¿Diga? –pregunté entrecortadamente.
– ¿Bella?
–Hola, Jess. Ahora te iba a llamar.
–Sí, la chaqueta. La vi –su voz reflejaba sorpresa y alivio – ¿Estás en casa?
–Sí ¿Me la puedes traer mañana?
–Claro, pero ¡dime que ha pasado! –exigió.
–Eh, mañana, en Trigonometría, ¿ok?
Lo entendió enseguida.
–Ah, tu padre está ahí, ¿no?
–Sí, exacto.
–De acuerdo. En ese caso, mañana hablamos –percibí la impaciencia en su voz–. ¡Adiós!
–Adiós, Jess.
Subí lentamente las escaleras mientras un profundo sopor me nublaba la mente. Me preparé para irme a la cama sin prestar atención a lo que hacía. No me percaté de que estaba helada hasta que estuve en la ducha, con el agua -demasiado caliente- quemándome la piel. Tirité violentamente durante varios minutos; después el chorro de agua relajó mis músculos agarrotados. Luego, sumamente cansada para moverme, permanecí en la ducha hasta que se acabó el agua caliente.
Salí a trompicones y envolví mi cuerpo en una toalla en un intento de conservar el calor del agua para que no regresaran los dolorosos tiritones. Rápidamente me puse el pijama. Me acurruqué debajo de la colcha, aovillándome como una pelota, abrazándome, para conservar el calor. Me estremecí varias veces.
La cabeza me seguía dando vueltas, llena de imágenes que no lograba comprender, y algunas otras que intentaba reprimir.
Al principio, no tenía nada claro, pero cuando gradualmente me fui acercando a la inconsciencia, se me hicieron evidentes algunas certezas.
Estaba totalmente segura de tres cosas. Primera, Edythe era una vampiro. Segunda, una parte de ella, y no sabía lo potente que podía ser esa parte, tenía sed de mi sangre. Y tercera: estaba incondicional e irrevocablemente enamorada de ella.






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