lunes, 22 de octubre de 2018

Confesiones

Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.








Con los ojos cerrados, Edythe avanzó a ciegas hacia la luz. No me hubiera acostumbrado ni aunque le estuviera viendo toda la tarde. La luz manaba de su piel, y danzaba en prismas irisados que recorrían su rostro y su cuello y descendían por sus brazos. Refulgía con tal intensidad que tuve que entonar los ojos, como si estuviera mirando directamente al sol.
Tardé un rato en alcanzar a ver más allá de su incandescencia la expresión de su rostro. Me miraba con los ojos muy abiertos, como si tuviera miedo de algo. Yo avancé un paso en dirección a ella, y ella se estremeció levemente.
–¿Te duele? –susurré.
–No –me respondió también en un susurro.
Avancé un segundo paso hacia ella. Volvía a tener la sensación de que era un imán y yo un impotente trozo de burdo metal. La rodeé muy lentamente, manteniendo la distancia, pero necesitaba aprender aquello, observarla desde todos los ángulos posibles. El sol revelaba su piel, refractando e intensificando todos los colores del espectro de la luz. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a aquella maravilla y, cuando lo hicieron, se me abrieron los ojos de par en par a causa del asombro.
Sabía que había elegido adrede la ropa que llevaba aquel día, que estaba dispuesta a mostrarme aquel espectáculo, pero la pose que había adoptado en aquel momento, con los hombros tensos y las piernas rígidas, hizo que me preguntara su no se estaría arrepintiendo ahora de su decisión.
Cerré el círculo que estaba describiendo a su alrededor, y avancé los últimos metros que nos separaban. No podía dejar de mirarla, ni siquiera para pestañar.
–Edythe –suspiré.
–¿Ahora si te asusto? –susurró.
–No.
Clavó sus ojos inquisitivos en los míos, intentando escuchar mis pensamientos. Yo me acerqué a ella con una lentitud deliberada, observando su rostro en busca de algún signo que indicara que me daba permiso para hacerlo. Sus ojos se ensancharon aún más, si cabe, y permaneció inmóvil. Con suavidad y cautela dejé que las yemas de mis dedos rozaran la reluciente piel de la parte trasera de su brazo. Me sorprendió notará tan fría como siempre. Mientras mis dedos la rozaban, los reflejos de fuego también titilaron contra mi piel y, de repente, mi mano ya no pareció una mano ordinaria. Era tan asombrosa que tenía la capacidad de hacer que yo fuera menos anodina.
–¿Qué estás pensando? – susurró.
Me costó mucho encontrar las palabras adecuadas.
–Estoy… No sabía… –inspiré hondo, y por fin me salieron las palabras–. Nunca había visto nada tan hermoso. Nunca había imaginado que tal belleza pudiera existir.
Sus ojos aún se mostraban recelosos, como si pensara que estaba diciendo lo que pensaba que ella quería escuchar. Pero sólo era la verdad, quizá la cosa más cierta y menos sometida a censura que había dicho en mi vida. Estaba demasiado abrumada para filtrar mis pensamientos o para fingir.
Empezó a alzar una mano, y entonces la bajó. El resplandor refugió:
–Lo cierto es que es muy extraño –murmuró.
–Es asombroso –jadeé.
–¿No te repugna mi manifiesta carencia de humanidad?
Sacudí la cabeza.
–No.
Entornó los ojos.
–Pues debería.
–Ahora mismo, considero que la humanidad está muy sobrevalorada.
Ella apartó su brazo de las yemas de mis dedos y lo dobló tras su espalda. En lugar de hacer caso al gesto, avancé medio paso en dirección a ella. Podía sentir el reflejo de la luz en mi rostro.
Y, de repente, se había alejado tres metros de mí, con la mano alzada en gesto de advertencia y la mandíbula tensa.
–Lo siento –le dije.
–Necesito algo de tiempo –me respondió ella.
–Tendré más cuidado.
Asintió y entonces se dirigió al centro de la pradera, dibujando un leve arco para pasar a mi lado y mantener entre nosotras aquella prudencial distancia de tres metros. Se sentó de espaldas a mí, con el sol incandescente resplandeciendo en sus omóplatos, lo que me hizo pensar en alas. Me acerqué lentamente, y entonces cuando estuve más o menos a un metro y medio de distancia, me senté frente a ella.
–¿Está bien así?
Ella asintió, pero no parecía muy convencida.
–Tan sólo permíteme que… me concentre.
Me senté, en silencio, y transcurridos unos segundos ella volvió a cerrar los ojos. A mi no me importó. Poder contemplarla así…, era algo de lo que resultaba imposible cansarse. La observé, intentando comprender el fenómeno, y ella ignoró mi presencia.
Una media hora después, de repente se tumbó de espaldas en la hierba con la mano detrás de la cabeza. La hierba era tan alta que me obstaculizaba la visión.
–¿Puedo…? –pregunté.
Ella dio un golpecito en la hierba a su lado.
Me acerqué unos centímetros, y luego medio metro al ver que ella no ponía objeción. Unos milímetros más.
Seguía con los ojos cerrados, y sus párpados brillaban con el resplandor lavanda bajo el oscuro abanico de sus pestañas. Su pecho se elevaba y descendía a un ritmo constante, casi como si estuviera dormida, salvo porque aquel movimiento transmitía una leve sensación de esfuerzo y control. Parecía muy consciente del propio proceso de la respiración.
También yo disfruté del sol, aunque el aire no era lo bastante seco para mi gusto. Me hubiera gustado recostarme como ella y dejar que el sol bañara mi cara, pero permanecí aovillada, con el mentón descansando sobre las rodillas, poco dispuesta a apartar la vista de ella. Soplaba una brisa suave que enredada mis cabellos y alborotaba la hierba que se mecía alrededor de su silueta inmóvil.
La pradera, que en un principio me había parecido espectacular, palidecía al lado de la magnificencia de Edythe.
Movió los labios, y de ellos surgió un resplandor mientras… daban la sensación de temblar. Pensé que quizá hubiera dicho algo, pero sus palabras eran apenas audibles, y las había pronunciado demasiado deprisa.
–¿Has dicho algo? –susurré.
Estar allí sentada contemplándola brillar acentuaba la necesidad de quietud. Casi de veneración.
–Estoy cantando para mis adentros –murmuró–. Me tranquiliza.
Nos mantuvimos inmóviles un largo rato, salvo por sus labios, que de vez en cuando emitían un cántico demasiado débil como para que yo pudiera escucharlo. Tal vez hubiera pasado una hora, quizá más. Muy poco a poco, la tensión que no había llegado a procesar en un primer momento empezó a disiparse muy levemente, hasta que todo estuvo tan tranquilo que casi me sentí somnolienta. Cada vez que cambiaba de posición, me acercaba medio centímetro más a ella.
Me recliné un poco para estudiar su mano y traté de distinguir las facetas de su suave piel. Sin pensarlo siquiera, extendí un dedo para acariciarlo el dorso, de nuevo maravillada por la textura sedosa y fría como piedra. Noté que tenía los ojos clavados en mí y alcé la vista, manteniendo el dedo inmóvil.
Su mirada era serena y sonreía.
–Sigo sin asustarte, ¿verdad?
–Sí, lo siento.
Su sonrisa se ensanchó. Sus dientes centellaron bajo la luz del sol.
Me acerqué unos centímetros más y extendí toda mi mano para recorrer la forma de su antebrazo con las yemas de los dedos. Observé que me temblaban de nuevo. Sus ojos volvieron a cerrarse.
–¿Te molesta? –pregunté.
–No. No te puedes ni imaginar como se siente eso.
Siguiendo el suave trazado de las venas azules le pliegue de su codo, mi mano avanzó con suavidad sobre la perfecta estructura de su brazo. Estiré la otra mano para darle la vuelta a la de Edythe. Al comprender mi intención, dio la vuelta a su mano con uno de esos desconcertantes y fulgurantes movimientos suyos. Esto me sobresaltó; mis dedos se paralizaron en su brazo por un leve segundo.
–Lo siento –murmuró, y entonces sonrió, porque aquella era mi frase. Cerró los ojos de nuevo–. Contigo, resulta demasiado fácil ser yo misma.
Alcé su mano y la volví a un lado y al otro mientras contemplaba el brillo del sol sobre la palma. La sostuve cerca de mi rostro en un intento de descubrir las facetas ocultas de su piel.
–Dime que piensas –susurró. Me observaba de nuevo, con los ojos del color más luminoso que le había visto nunca, de un tono dorado claro–. Me sigue resultando extraño no saberlo.
–Ya sabes, el resto nos sentimos así todo el tiempo.
–Es una vida dura –dijo, y noté un matiz de desolación en su voz–. Aún no me has contestado.
–Deseaba poder saber que pensabas tú, y…
–¿Y?
–Quería poder creer que eres real. Y deseaba no tener miedo.
–No quiero que estés asustada.
La voz de Edythe era apenas un débil murmullo. Ambos escuchamos lo que en realidad no había dicho, que no debía tener miedo, que no había nada de que asustarse.
–Bueno, no me refería exactamente a esa clase de miedo, aunque sin duda, es algo en lo que debo pensar.
Se movió tan deprisa que ni la vi. Se sentó en el suelo, apoyada sobre el brazo derecho, y con la mano izquierda aún en las mías. Su rostro angelical estaba a escasos centímetros del mío. Podría haber retrocedido, debería haberlo hecho, ante esa inesperada proximidad, pero era incapaz de moverme. Sus ojos dorados me habían hipnotizado.
–Entonces, ¿de qué tienes miedo? –susurró.
Pero no pude contestarle. Olí su gélida respiración en mi cara como solo lo había hecho una vez. Me derretía ante ese aroma dulce y delicioso. De forma instintiva y sin pensar, me incliné más cerca para aspirarlo.
Entonces, Edythe desapareció. Su mano se desasió de las mías con tal rapidez que me escocido. Se colocó a seis metros de distancia en el tiempo que me llevó enfocar la vista. Permanecía en el borde de la pequeña pradera, a la oscura sombra de un abeto enorme. Me miraba fijamente con expresión inescrutable y los ojos ocultos por las sombras.
Sentí el ardor en mis manos y la conmoción en mi rostro.
–Lo… lo siento, Edythe –susurré. Sabía que podía escucharme.
–Concédeme un momento –replicó al volumen justo para que mis pocos sensitivos oídos lo oyeran.
Me senté totalmente inmóvil.
Después de diez segundos, increíblemente largos, regresó lentamente, tratándose de ella. Se detuvo a pocos metros y se dejó caer ágilmente al suelo para luego entrecruzar las piernas, sin apartar sus ojos de los míos ni un segundo. Suspiró profundamente dos veces y luego me sonrió disculpándose.
–Lo siento mucho –vaciló –¿Comprenderías a qué me refiero si te dijera que solo soy un ser humano?
Asentí una sola vez, incapaz de reírle la gracia. La adrenalina corrió por mi sistema circulatorio cuando comprendí lo que había estado a punto de pasar. Desde su posición, ella lo olió y su sonrisa se hizo burlona.
–Soy la mejor depredadora del mundo, ¿no es cierto? Todo cuanto me rodea te invita a venir a mí: la voz, el rostro, incluso mi olor. ¡Como si los necesitase!
De repente, se convirtió en una mancha borrosa. Parpadeé y desapareció y, a continuación, la vi de nuevo de pie detrás del mismo abeto de antes, después de haber circunvalado la pradera en medio segundo.
–¡Como si pudieras huir de mi! –dijo con amargura.
Dio un salto, se elevó unos cuatro metros y alcanzó en el tronco del abeto una rama de un poco más de medio metro de grosor, que arrancó aparentemente sin esfuerzo alguno. Aterrizó en el suelo en ese mismo segundo, haciendo girar en el aire con una mano aquella enorme y nudosa lanza durante un instante. Y entonces, a una velocidad cegadora, la balanceó –de nuevo con una sola mano– como si fuera un bate contra el árbol del que la había arrancado.
Tanto el árbol como la rama se partieron por la mitad con un chasquido explosivo.
Antes de tener tiempo de agazaparme a causa del impacto, antes incluso de que el árbol tuviera tiempo de caer al suelo, ella estaba de nuevo frente a mi, a apenas medio metro, inmóvil como una escultura.
–¡Como si pudieras derrotarme! –dijo en voz baja. Tras ella, el sonido del árbol al estrellarse contra el suelo reverberó en todo el bosque.
Nunca la había visto tan completamente libre de su cuidada fachada humana. Nunca había sido menos humana ni más hermosa. Era incapaz de moverme, como un pájaro atrapado por los ojos de la serpiente.
Sus ojos resplandecían como consecuencia del arrebato. Luego, conforme pasaron los segundos, se apagaron y lentamente su expresión se tornó en una máscara de dolor. Daba la sensación de que fuera a echarse a llorar, y yo intenté acercarme, con una mano extendida hacia ella.
Ella también alzó la suya advirtiéndome.
–Aguarda.
Una vez más, me quedé paralizada.
Dio un paso hacia mí.
–No temas –murmuró con voz aterciopelada e involuntariamente seductora–. Te prometo… –vaciló–, te juro que no te haré daño.
Parecía que estaba intentando convencerse a sí misma tanto como a mí.
–No temas –repitió en un susurro mientras se acercaba con exagerada lentitud.
Se detuvo a treinta centímetros de mí y rozó delicadamente su mano con la que yo le tendía.
–Perdóname, por favor –pidió ceremoniosamente–. Puedo controlarme. Me has tomado desprevenida, pero ahora me comportaré mejor.
Esperó a que contestara, pero yo me limité a permanecer allí, contemplándola, con la mente absolutamente confundida.
–Hoy no tengo sed –me guiñó el ojo–. De verdad.
Aquello me hizo reír, aunque mi risa sonaba un tanto jadeante.
–¿Estas bien? –preguntó, extendiendo el brazo lenta y cuidadosamente para volver a poner su mano en la mía.
Miré primero su lisa mano de mármol, luego sus ojos, laxos, arrepentidos, pero que aún albergaban un poso de tristeza.
Le regalé una sonrisa tan amplia que me dolieron las mejillas. Su sonrisa en respuesta me aturdió.
Con un movimiento deliberadamente lento y sinuoso, se sentó, pegando las piernas bajo el cuerpo. Yo intenté imitarla con gesto torpe hasta que quedamos sentadas frente a frente, con las rodillas tocándose y nuestras manos aún unidas en el espacio que nos separaba.
–Bueno, ¿por dónde íbamos antes de que me comportará con tanta rudeza?
–La verdad es que no tengo ni idea.
Sonrió, pero estaba avergonzada.
–Creo que estábamos hablando de por qué estabas asustada, además del motivo obvio.
–Ah, sí.
–¿Y bien?
Miré nuestras manos y giré la mía para que la luz refulgiera por la suya.
–¡Con qué facilidad me frustro! –suspiró.
Estudié sus ojos y de repente comprendí que todo aquello era casi tan nuevo para ella como para mí. A ella también le resultaba difícil a pesar de los años de experiencia. Aquello me infundió valor.
–Tengo miedo, además de por los motivos evidentes, porque no puedo estar contigo, y porque me gustaría estarlo más de lo que debería.
Mantuve los ojos fijos en sus manos mientras decía aquello en voz baja porque me resultaba difícil confesarlo.
–Sí –admitió lentamente–. Querer estar conmigo no te conviene nada.
Fruncí el ceño.
–Debería haberme ido aquel primer día para nunca volver. Debería hacerlo ahora –sacudió la cabeza–. Quizá aquel día hubiera podido, pero ahora no sé cómo hacerlo.
–Por favor, no lo hagas.
Su rostro se crispó.
–No temas, soy una criatura esencialmente egoísta. Ansío demasiado tu compañía para hacer lo correcto.
–Me alegro.
Me fulminó con la mirada, desenlazando delicadamente sus manos de las mías y enlazándolas frente a su pecho. Cuando volvió a hablar, su voz era más áspera.
–Nunca deberías olvidar que tu compañía no es lo único que anhelo.
La vi contemplar con ojos ausentes el bosque.
Medité sus palabras durante unos instantes.
–Creo que no comprendo exactamente a qué te refieres… Al menos la última parte.
Edythe me miró de nuevo y sonrió con picardía. Su impredecible humor volvía a cambiar.
–¿Cómo te explicaría? Y sin aterrorizar te de nuevo…
Volvió a poner su mano sobre la mía, al parecer de forma inconsciente, y la sujete con fuerza entre las mías. Miró nuestras manos.
–Esto es absolutamente placentero… el calor.
Transcurrió un momento hasta que puso en orden sus ideas y continuó:
–Sabes que todos disfrutamos de diferentes sabores. Algunos prefieren el helado de chocolate y otros el de fresa.
Asentí.
–Lamento emplear la analogía de la comida, pero no se me ocurre otra forma de explicártelo.
Le dediqué una sonrisa y ella me la devolvió con pesar.
–Verás, cada persona posee un olor particular, una esencia propia. Si encierras a una alcohólica en una habitación repleta de cerveza rancia, se la beberá, pero si ha superado el alcoholismo y lo desea, podría resistirse.
»Supongamos ahora que ponemos en esa habitación una botella de brandi añejo, de cien años, el coñac más raro y exquisito y llenamos la habitación con su aroma… En tal caso, ¿cómo crees que le iría?
Permanecimos sentadas en silencio, mirándonos a los ojos la una a la otra en un intento de descifrarnos mutuamente el pensamiento.
Edythe fue la primera en romper el silencio.
–Tal vez no sea la comparación adecuada. Puede que sea muy fácil rehusar el brandi. Quizá debería haber empleado una heroinómana en vez de una alcohólica para el ejemplo.
–Bueno, ¿estas diciendo que soy tu marca de heroína? –le pregunté para tomarle el pelo y animarle.
Sonrió de inmediato, pareciendo apreciar mi esfuerzo.
–Sí, tú eres exactamente mi marca de heroína.
–¿Sucede eso con frecuencia? –pregunté.
Miró hacia las copas de los árboles mientras pensaba en la respuesta.
–He hablado con mis hermanos al respecto –prosiguió con la vista fija en la lejanía–. Para Jasper, todos los humanos son más de lo mismo. Él es el miembro más reciente de nuestra familia y ha de esforzarse mucho para conseguir una abstinencia completa. No ha dispuesto de tiempo para hacerse más sensible a las diferencias del olor, del sabor –súbitamente me miró con gesto de disculpa–. Lo siento.
–No me molesta. Por favor, no te preocupes por ofenderme o asustarme o lo que sea… Es así como piensas. Te entiendo, o al menos puedo intentarlo. Explícate como mejor puedas.
–De modo que Jasper no está seguro de si alguna vez se ha cruzado con alguien tan… –Edythe titubeó, en busca de la palabra adecuada–, tan apetecible como tú me resultas a mí. Y eso me lleva a pensar que no lo ha hecho –sus ojos se volvieron hacia mí–. Seguro que recordaría algo así –volvió a apartar la mirada–. Emmett es el que hace más tiempo que ha dejado de beber, por decirlo de alguna manera, y él comprende lo que quiero decir. Dice que le sucedió dos veces, una con más intensidad que otra.
–¿Y a ti?
–Jamás… hasta ahora.
Nos quedamos mirando de nuevo. Esta vez fui yo quien rompió el silencio.
–¿Qué hizo Emmett?
Era la pregunta equivocada. Su rostro se crispó y adoptó una expresión atormentada. Aguardé, pero no me iba a contestar.
–Bueno, supongo que es una pregunta estúpida.
Me miró con unos ojos que suplicaban que la comprendiera.
–Hasta el más fuerte de nosotros recae en la bebida, ¿verdad?
–¿Me estas pidiendo permiso? –susurré. Un escalofrío que no guardaba ninguna relación con sus manos heladas me recorrió la columna.
Sus ojos, sorprendidos, se abrieron de par en par.
–¡No!
–Pero me estás diciendo que no hay esperanza, ¿verdad?
Sabía que no era normal encarar la muerte de aquel modo, sin experimentar una sensación de miedo genuino. Y sabía perfectamente que no se debía a mi gran valor. Sencillamente, no podría haber elegido otra cosa, aún a sabiendas de que todo terminaría así.
De nuevo, se mostró furiosa, pero no creía que lo estuviera conmigo.
–¡Por supuesto que hay esperanza! Por supuesto que no voy a… –dejó la frase en el aire. Noté como sus ojos estuvieran físicamente incendiando los míos–. Es diferente para nosotras. Emmett y esos dos desconocidos con los que se cruzó… Eso sucedió hace mucho tiempo y él no era tan experto y cuidadoso como lo es ahora.
Se sumió en el silencio y me miró intensamente mientras yo meditaba al respecto.
–De modo que si nos hubiéramos encontrado… en… un callejón oscuro o algo parecido…
–Necesité todo mi autocontrol (cada año de práctica, sacrificio y esfuerzo) para no abalanzarme sobre ti en medio de esa clase llena de niños y… –se le quebró la voz, y sus ojos se apartaron velozmente de los míos–. Cuando pasaste a mi lado, podía haber arruinado en el acto todo lo que Carlisle ha construido para nosotros. No hubiera sido capaz de refrenarme sino hubiera estado controlando mi sed durante los últimos… bueno, demasiados años.
Me lanzó una mirada sombría mientras las dos recordábamos.
–Debiste pensar que estaba loca.
–No comprendí el motivo. ¿Cómo podías odiarme con tanta rapidez…?
–Para mí, parecías una especie de demonio convocado directamente desde mi infierno particular para arruinarme. La fragancia procedente de tu piel… El primer día creí que me iba a trastornar. En esa única hora, ideé cien formas diferentes de engatusarte para que saliera de clase conmigo y tenerte a solas. Las rechacé todas al pensar en mi familia, en lo que podía hacerles. Tenía que huir, alejarme antes de pronunciar las palabras que te harían seguirme…
Entonces, alzó la mirada: debajo de sus pestañas, sus ojos dorados ardían, hipnóticos, letales.
–Y tú hubieras acudido –me aseguró.
Intenté hablar con serenidad.
–Sin duda.
Torció el gesto al mirar nuestras manos.
–Luego intenté cambiar la hora de mi programa en un estéril intento de evitarte y de repente ahí estabas tú, en esa oficina pequeña y caliente, y el aroma era enloquecer. Estuve a punto de tomarte en ese momento. Solo había otro frágil humano… cuya muerte era fácil de arreglar.
Resultaba tremendamente extraño revivir mis recuerdos, solo que esta vez con subtítulos. Entender por primera vez lo que aquello había significado, comprender el alcance del peligro. ¡Pobre señor Cope! Me estremecí al pensar lo cerca que había estado de ser la responsable de su muerte sin saberlo.
–No sé cómo pero resistí. Me obligué a no esperarte ni a seguirte desde la escuela. Fuera, donde ya no te podía oler, resultó más fácil pensar con claridad y adoptar la decisión correcta. Dejé a mis hermanos cerca de casa… Estaba demasiado avergonzada para confesarle mi debilidad, solo sabían que algo iba mal… Entonces me fui directa al hospital a ver a Carlisle y decirle que me marchaba.
La miré fijamente, sorprendida.
–Intercambiamos nuestros coches, ya que el suyo tenía el depósito lleno y yo tenía miedo de detenerme. No me atrevía a ir a casa y enfrentarme a Esme. Ella no me hubiera dejado ir sin discutir, hubiera intentado convencerme de que no era necesario…
»A la mañana siguiente estaba en Alaska –parecía avergonzada, como si estuviera admitiendo una gran demostración de cobardía–. Pasé allí dos días con unos viejos conocidos, pero sentí nostalgia de mi hogar. Detestaba saber que había defraudado a Esme y a los demás, mi familia adoptiva. Resultaba difícil creer que eras irresistible respirando el aire puro de las montañas. Me convencí de que había sido débil al escapar. Me había enfrentado antes a la tentación, pero no de aquella magnitud, no se acercaba ni por asomo, pero yo era fuerte ¿y quién eras tú? ¡Una humana insignificante! –de repente sonrió de oreja a oreja –¿Quién eras tú para echarme del lugar donde quería estar? De modo que regresé…
Yo no podía hablar.
–Tomé precauciones, cacé y me alimenté más de lo acostumbrado antes de volver a verte. Estaba decidida a ser lo bastante fuerte para tratarte como a cualquier otro humano. Fui muy arrogante en ese punto.
»Existía la incuestionable complicación de que no podía leerte los pensamientos para saber cuál era tu reacción hacia mí. No estaba acostumbrada a tener que dar tantos rodeos. Tuve que escuchar tus palabras de la mente de Jessica que, por cierto, no es muy original, y resultaba un fastidio tener que detenerme ahí, sin saber si realmente querías decir lo que estabas diciendo. Todo era extremadamente irritante.
Torció el gesto al recordarlo.
–Quise que, de ser posible, olvidarás mi conducta del primer día, por lo que intenté hablar contigo como con cualquier otra persona. De hecho, estaba ilusionada con la esperanza de descifrar algunos de tus pensamientos. Pero tú resultaste demasiado interesante, y me vi atrapada por tus expresiones…
»Y de vez en cuando alargabas la mano o novias el pelo…., y el aroma me aturdía otra vez.
»Entonces estuviste a punto de morir aplastada ante mis propios ojos. Más tarde pensé en una excusa excelente para justificar por  qué había actuado así en ese momento, ya que tu sangre se hubiera derramado delante de mí de no haberte salvado y no hubiera sido capaz de contenerme y revelar a todos lo que éramos. Pero me inventé esa excusa más tarde. En ese momento, todo lo que pensé fue: “Ella, no”.
Cerró los ojos, ensimismada en su agónica confesión. Yo le escuchaba con más deseo de lo racional. El sentido común me decía que debería estar aterrada. En lugar de eso, me sentía aliviada al comprenderlo todo por fin. Y me sentía llena de compasión por lo que Edythe había sufrido, incluso ahora, cuando había confesado el ansia de tomar mi vida.
Finalmente, fui capaz de hablar, aunque mi voz era débil:
–¿Y en el hospital?
Sus ojos se clavaron en los míos.
–Estaba aterrorizada. Después de todo, no podía creer que hubiera puesto a toda mi familia en peligro y yo misma hubiera quedado a tu merced… De entre todos, tenías que ser tú. Como si necesitará otro motivo para matarte –ambas nos acordamos cuando se le escapó esa frase–. Pero aquel desastre tuvo el efecto contrario –continuó apresuradamente–, y me enfrente a Rosalie, Emmett y Jasper cuando sugirieron que había llegado la hora… Fue la peor discusión que hemos tenido nunca. Carlisle se puso de mi lado, y Alice –frunció el ceño con amargura cuando pronunció su nombre, no imaginé la razón–. Esme dijo que hiciera lo que tuviera que hacer para quedarme.
Edythe sacudió la cabeza con una leve e indulgente sonrisa en los labios.
–Me pasé todo el día siguiente fisgando en las mentes de todos con quienes habías hablado, sorprendida de que hubieras cumplido con tu palabra. No te comprendí en lo absoluto, pero sabía que no me podía implicar más contigo. Hice todo lo que estuvo en mi mano para permanecer lo más lejos de ti. Y todos los días el aroma de tu piel, tu respiración…, me golpeaban con la misma fuerza del primer día.
Nuestras miradas se encontraron otra vez. Los ojos de Edythe eran sorprendentemente tiernos.
–Y por todo eso –prosiguió–, hubiera preferido delatarnos en aquel primer momento que herirte aquí, ahora, sin testigos ni nada que me detenga.
–¿Por qué?
–Ay, Bella –me acarició delicadamente la mejilla con las yemas de sus dedos. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo ante ese roce fortuito–. Bella, no podría superar hacerte daño. No sabes cómo me ha torturado –fijo su mirada en el suelo, nuevamente avergonzada –la idea de verte inmóvil, pálida, helada… No volver a ver como te ruborizas, no ver jamás esa chispa de intuición en los ojos cuando sospechas mis intenciones… Sería insoportable –clavó sus hermosos y torturados ojos en los míos–. Ahora eres lo más importante para mí, lo más importante que he tenido nunca.
La cabeza empezó a darme vueltas ante el rápido giro de nuestra conversación. Hacía apenas unos minutos, pensaba que estábamos hablando de mi muerte inminente. Y ahora, de repente nos estábamos declarando. Aguardó, y supe que sus ojos no se apartaban de mí a pesar de fijar los míos en nuestras manos. Al final, dije:
–Ya conoces mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que, burdamente traducido, significa que preferiría morir antes de alejarme de ti –hice una mueca–. Soy idiota.
–Eres idiota –aceptó con una risa, y también me reí. Aquella situación era una completa idiotez, imposible y mágica.
–Y de ese modo la leona se enamoró de la oveja… –murmuró.
Desvié la vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al oírle pronunciar la palabra.
–¡Que oveja tan estúpida! –musité.
–¡Que leona tan morbosa y masoquista!
Su mirada se perdió en el bosque durante un largo rato y me pregunté qué estaría pensando.
–¿Por qué…? –comencé, pero luego me detuve al no estar segura de cómo proseguir.
Edythe me miro y sonrió. El sol arrancó un destello de su cara, a sus dientes.
–¿Sí?
–Dime por qué huiste antes.
Su sonrisa se desvaneció.
–Sabes el porqué.
–No, lo que quería decir exactamente es ¿qué hice mal? Ya sabes, voy a tener que estar en guardia, por lo que será mejor aprender qué es lo que no debería hacer. Esto, por ejemplo –le acaricié la base de la mano–, parece que te hace mal.
Volvió a sonreír.
–Bella, no hiciste nada mal. Fue culpa mía.
–Pero quiero ayudar si está en mi mano, hacértelo más llevadero.
–Bueno… –lo pensó durante unos instantes–. Sólo fue lo cerca que estuviste. Por instinto, la mayoría de los seres humanos nos rehúyen repelido por nuestra diferenciación… No esperaba que te acercara tanto, y el olor de tu cuello…
Su voz se quebró, y me miró para ver si me había asustado.
–De acuerdo, entonces –respondí con displicencia en un intento de aliviar la atmósfera, repentinamente tensa, y me tape el cuello–, nada de exponer el cuello.
Funcionó, rompió a reír.
–No, en realidad, fue más la sorpresa que otra cosa.
Alzó la mano libre y la depositó con suavidad en un lado de mi garganta. Me quedé inmóvil. El frío de su tacto era un aviso natural, un indicio de que debería estar aterrada, pero no era miedo lo que sentía, aunque, sin embargo, había otros sentimientos…
–Ya lo ves –dijo–. Todo está en orden.
Se me aceleró el pulso, y deseé poder refrenarlo al presentir que eso, los latidos en mis venas, lo iba a dificultar todo un poco más. Lo más seguro es que ella pudiera oírlo.
–Eso me encanta –murmuró.
Liberó con suavidad la otra mano. Mis manos cayeron flácidas sobre mi vientre. Me acarició la mejilla con suavidad para luego sostener mi rostro entre sus pequeñas y frías manos.
–Quédate muy quieta –susurró.
Me quedé paralizada cuando, de repente, se inclinó hacia mí, apoyando su mejilla contra la base de mi cuello, y escuchó mi corazón. Oí el sonido de su acompasada respiración mientras contemplaba cómo el sol y la brisa jugaban con su cabellera color bronce, la parte más humana de Edythe.
Me estremecí cuando sus manos se deslizaron cuello abajo con deliberada lentitud. La oí contener el aliento, pero las manos no se detuvieron y suavemente siguieron su ascenso hasta llegar a mis hombros, y entonces se detuvieron.
–Ah –dijo.
No sé cuánto tiempo estuvimos sentadas sin movernos. Pudieron ser horas. Al final, mi pulso se sosegó. Sabía que en cualquier momento ella podría no contenerse y mi vida terminaría tan deprisa que ni siquiera me daría cuenta, aunque seguía sin tener miedo. No podía pensar en nada, excepto en que ella me tocaba.
Luego, demasiado pronto, desligó sus brazos de mi cuello y se apartó.
Sus ojos estaban llenos de paz de nuevo:
–No volverá a ser tan arduo.
–¿Te ha resultado difícil?
–No ha sido tan difícil como había supuesto. ¿Y a ti?
–No, para mi no lo ha sido en absoluto.
Nos sonreímos.
–Toca –tomó mi mano con gran ligereza, como si ni siquiera hubiera tenido que pensar en ello y la situó sobre su mejilla–. ¿Notas cómo me la has calentado?
Su piel habitualmente gélida estaba casi caliente, pero apenas lo noté, ya que estaba tocando su rostro, algo con lo que llevaba soñando desde el primer día que la vi.
–No te muevas –susurré.
Nadie podía permanecer tan inmóvil como una vampira. Cerró los ojos y se convirtió en una estatua.
Me moví incluso más lentamente que ella, teniendo cuidado de no hacer ningún movimiento inesperado. Rocé su mejilla, deslicé delicadamente las puntas de mis dedos sobre sus párpados color lavanda y la sombra de sus ojeras. Tracé la silueta de su nariz recta, y entonces, con muchísimo cuidado, la de sus labios perfectos. Los entreabrió y sentí su fría respiración en la yema de los dedos. Quise inclinar me para inhalar su aroma, pero era consciente de que quizá era demasiado. Si ella podía controlarse, yo también podía hacerlo, aunque fuera a mucha menor escala. Dejé caer la mano y me alejé, sin querer llevarle demasiado lejos.
Abrió los ojos, y había hambre en ellos. No la suficiente para atemorizarme, pero lo bastante para que se me hiciera un nudo en el estómago y el pulso se me acelerara mientras la sangre de mis venas no cesaba de martillar.
–Querría –susurró–, querría que pudieras sentir la complicidad… la confusión que yo siento, que pudieras entenderlo.
Llevó la mano a mi rostro y luego recorrió fugazmente mi cabello.
–Dímelo –musité.
–No sé si sabría cómo. Por una parte, ya te he hablado del hambre…, la sed, que siento por ti al ser quien soy. Creo que, por extensión, lo puedes comprender, aunque –prosiguió con una media sonrisa –probablemente no puedas identificarte por completo al no ser adicta a ninguna droga. Pero ahora deseo también más cosas, hay otros apetitos… –me aceleró el pulso de nuevo al tocarme los labios con sus dedos–, apetitos que ni siquiera entiendo.
–Puede que lo entienda mejor de lo que crees.
–No estoy acostumbrada a tener apetitos tan humanos. ¿Siempre es así?
–No lo sé –me detuve–. Para mi también es la primera vez.
Colocó las manos a ambos lados de mi cara.
–No sé lo cerca que puedo estar de ti –admitió–. No sé si podré…
Yo cubrí sus manos con las mías y me incliné hacia delante muy despacio, hasta que mi frente toco la suya.
–Esto basta.
Cerré los ojos y suspiré.
Permanecimos así sentadas un momento, y entonces sus dedos se deslizaron hacia mí pelo. Ladeó la cara y apoyó sus labios contra mi frente. El ritmo de mi pulso estalló en una carrera desbocada.
–Se te da mejor de lo que tú misma crees –apunté cuando conseguí volver a hablar de nuevo.
Ella se apartó, pero volví a tomarle las manos.
–Nací con instintos humanos. Puede que estén enterrados muy hondo, pero están ahí.
Nos quedamos mirando durante otro periodo de tiempo inmensurable. Me preguntaba si le apetecería moverse tan poco como a mí, pero podía ver declinar la luz y la sombra del bosque casi comenzaba a alcanzarnos.
–Tienes que irte.
–Creía que no podías leer mi mente.
–Cada vez resulta más fácil –sonrió ella.
Noté un atisbo de humor en el tono de su voz.
–¿Te puedo enseñar algo?
–Lo que tú quieras.
Sonrió ampliamente.
–¿Qué te parece si te muestro un camino más rápido hasta la camioneta?
Yo la observé con sospecha.
–¿No te apetece ver como viajo por el bosque? –insistió–. Te prometo que es seguro.
–¿Te vas a convertir en murciélago?
Rompió a reír.
–¡Cómo si no hubiera oído eso antes!
–Sí, supongo que te lo dirán constantemente.
Se incorporó con un movimiento tan veloz que me resultó imperceptible. Me tendió la mano y me levanté a su lado de un salto. Me rodeó y me miró por encima del hombro.
–Súbete a mi espalda.
Aguardé a ver si bromeaba, pero al parecer lo decía en serio. Me dirigió una sonrisa al leer mi vacilación y extendió los brazos hacia mí. Mi corazón reaccionó. Aunque Edythe no pudiera leer mi mente, el pulso siempre me delataba. Procedió a ponerme sobre su espalda, con poco esfuerzo por mi parte, aunque, cuando ya estuve acomodada, la rodeé con brazos y piernas con tal fuerza que hubiera estrangulado a una persona normal era como agarrarse a una roca.
–Peso un poco más de la media de las mochilas que sueles llevar –le avisé.
–¡Bahh! –resopló. Casi pude imaginarle poniendo los ojos en blanco. Nunca antes le había visto tan animada.
De forma inesperada me aferró la mano y presionó la palma sobre el rostro para inhalar profundamente.
–Cada vez más fácil –dijo.
Y entonces echó a correr.
Si en alguna ocasión había tenido miedo en su presencia, aquello no era nada en comparación con cómo me sentí en ese momento.
Cruzó como una bala, como un espectro, la oscura y densa masa de maleza del bosque sin hacer ruido, sin evidencia alguna de que sus pies rozaban el suelo. Su respiración no se alteró en ningún momento, jamás dio muestras de esforzarse, pero los árboles pasaban volando  mi lado a una velocidad vertiginosa, no golpeándonos por centímetros.
Estaba demasiado aterrada para cerrar los ojos, aunque el frío aire del bosque me azotaba el rostro hasta escocerme. Me sentí como si en un acto de estupidez hubiera sacado la cabeza por la ventanilla de un avión en pleno vuelo, y experimenté el acelerado desfallecimiento del mareo.
Entonces, terminó. Aquella mañana habíamos caminado durante horas para alcanzar el prado de Edythe, y ahora, en cuestión de minutos, estábamos de regreso junto a la camioneta.
–Estimulante, ¿verdad? –dijo entusiasmada y con voz aguda.
Se quedó inmóvil, a la espera de que me bajara. Lo intenté, pero no me respondían los músculos. Me Mantuve aferrada a ella con brazos y piernas mientras la cabeza no dejaba de darme vueltas.
–¿Bella? –preguntó, ahora inquieta.
–Creo que necesito tumbarme –respondí jadeante.
–Ah, perdona.
Tardé unos segundos en recordar cómo destensar los dedos. Entonces, todo pareció deshacerse a mí alrededor y descendí de su cuerpo medio arrastrándome, trastabillando de espaldas hasta que terminé por perder el equilibrio y me caí del todo.
Ella me tendió la mano, intentando contener la risa, pero rehusé su oferta. En cambio, me quedé en el suelo y metí la cabeza entre las rodillas. Me pintaban los oídos y la cabeza me daba tantas vueltas que sentí náuseas.
Una mano gélida se posó delicadamente en mi nuca. Me alivio bastante.
–Supongo que no fue una buena idea –musitó.
Intenté mostrarme positiva, pero mi voz sonó plana cuando respondí:
–No, ha sido muy interesante.
–¡Vaya! Estás blanca como un fantasma, tan blanca como yo misma.
–Creo que debería haber cerrado los ojos.
–Recuérdalo la próxima vez.
Alcé la cabeza, espantada.
–¿La próxima vez?
Edythe se rio, seguía con el humor por las nubes.
–Fanfarrona –musité, y volví a esconder la cabeza.
Pasado medio minuto, el mareo empezó a ceder.
–Bella, mírame.
Levanté la cabeza y ahí estaba ella, con el rostro a apenas unos centímetros del mío. Su belleza fue como un golpe imprevisto que aturdió mi mente. Era incapaz de acostumbrarme.
–Mientras corría, he estado pensando…
–… en no estrellarnos contra los árboles, espero.
–Tonta Bella. Correr es mi segunda naturaleza, no es algo en lo que tenga que pensar.
–Fanfarrona –repetí.
Edythe sonrió.
–No. He pensado que había algo que quería intentar.
Volvió a colocar las manos a ambos lados de mi rostro. No pude respirar.
Vaciló… Aquello era una especie de test para ver si era seguro, para cerciorarse de que aún se mantenía bajo control.
Entonces sus fríos y perfectos labios presionaron muy suavemente los míos.
Ninguna de las dos estaba preparada para mi respuesta.
La sangre me hervía bajo la piel quemándome los labios. Mi respiración se convirtió en un violento jadeo. Mis dedos se enredaron en su pelo, y mi rostro se fundió con el suyo, con los labios entreabiertos para respirar su aliento embriagador.
Inmediatamente, sentí que sus labios se convertían en piedra. Sus manos, gentilmente pero con fuerza, apartaron mi cara. Abrí los ojos y vi su expresión.
–¡Huy! –musité.
–Eso es quedarse corto.
Sus ojos eran feroces y apretaba la mandíbula para controlarse. Mi rostro seguía a escasos centímetros del suyo, aturdiéndome.
–¿Debería…?
Intenté desasirme para concederle cierto espacio, pero sus manos no me permitieron alejarme más de un centímetro.
–No. Es soportable. Aguarda un momento, por favor –pidió con voz amable, controlada.
Mantuve la vista fija en sus ojos, contemplé como la excitación que lucía en ellos se sosegaba. Entonces, me dedicó una sonrisa.
–¡Listo! –exclamó, complacida consigo misma.
–¿Soportable? –pregunté.
–Soy más fuerte de lo que pensaba –rio–. Bueno es saberlo.
–Pero yo no. Lo siento.
–Después de todo, solo eres humana.
–Muchas gracias –repliqué mordazmente.
Se puso de pie con uno de sus movimientos ágiles, rápidos, casi invisibles. Me tendió su mano de nuevo j v me colgué de ella para levantarme. Necesitaba ese apoyo, aún no había recuperado el equilibrio.
–¿Sigues estando mareada a causa de la carrera? ¿O ha sido mi pericia al besar?
Parecía muy desenfadada y humana ahora que se reía. Era una Edythe nueva, diferente a la que yo conocía, y estaba loca por ella. Ahora, separarme de ella me iba a causar un dolor físico.
–Las dos cosas.
–Tal vez deberías dejarme conducir.
–¿Estás loca?
–Conduzco mejor que tú en tu mejor día –se burló–. Tus reflejos son mucho más lentos.
–No lo dudo, pero creo que ni mis nervios ni mi coche seríamos capaces de soportar el modo en que conduces.
–Un poco de confianza, Bella, por favor.
Tenía la mano en el bolsillo, crispada sobre las llaves. Fruncí los labios con gesto pensativo y sacudí la cabeza firmemente.
–No. Ni en broma.
Arqueó las cejas con incredulidad. Comencé a dar un rodeo a su lado para dirigirme al asiento del conductor. Puede que me hubiera dejado pasar si no me hubiese tambaleado ligeramente. Puede que no.
–Bella, llegados a este punto, ya he invertido un enorme esfuerzo personal en mantenerte viva. No voy a dejar que te pongas al volante de un coche cuando ni siquiera puedes caminar en línea recta. Además no hay que dejar que las amigas conduzcan borrachas –citó con una risita mientras su brazo creaba una trampa ineludible alrededor de mi cintura.
–¿Borracha? –objeté.
Aferró más su brazo, aprontándome más contra ella. Podía oler el insoportable dulzor de la fragancia de su aliento.
–Mi sola parecencia te embriaga.
–No puedo rebatirlo –dije con un suspiro. No había forma de sortearlo ni podía resistirme a ella. Alcé las llaves y las dejé caer, observando que su mano, velo como el rayo, las atrapaba sin hacer ruido–. Con calma… Mi camioneta es una señora mayor.
–Muy sensata.
–¿Y tú no estás afectada por mi presencia?
Se dio media vuelta y estiró una mano buscando la mía, y la sostuvo contra su rostro. Se apoyó contra mi palma, y sus ojos se cerraron delicadamente. Inspiró honda y lentamente.
–Pase lo que pase –murmuró. Abrió los ojos y me dedicó una sonrisa–, tengo mejores reflejos.





Anterior          Siguiente

No hay comentarios:

Publicar un comentario