lunes, 22 de octubre de 2018

Juegos malabares

Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.







–¡Billy! –le llamó Charlie tan pronto como se bajó del coche.
Me volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo del porche, hice señales a Julie para que entrase. Oía a Charlie saludarlos efusivamente a mis espaldas.
–Jules, voy a hacer como que no te he visto al volante –dijo con desaprobación.
–En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de conducir –replicó Julie mientras yo abría la puerta y encendía la luz del porche.
–Seguro que sí –se rio Charlie.
–De alguna manera he de dar una vuelta.
A pesar de los años transcurridos, reconocí con facilidad la voz retumban te de Billy. Su sonido me hizo sentir repentinamente más joven, una niña.
Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui encendiendo las luces antes de colgar mi chaqueta. Luego permanecí en la puerta, contemplando con ansiedad cómo Charlie y Julie ayudaban a Billy a salir del coche y sentarse en la silla de ruedas.
Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa sacudiéndose la lluvia.
–Menuda sorpresa –estaba diciendo Charlie.
–Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea un mal momento –respondió Billy, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a fijarse en mí.
–No, es magnífico. Espero que se puedan quedar para el partido.
–Julie mostró una gran sonrisa.
–Creo que ese es el plan… Nuestra televisión se estropeó la semana pasada.
Billy le dirigió una mueca a su hija y añadió:
–Y, por supuesto, Julie deseaba volver a ver a Bella.
Julie frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo reprimía una oleada de remordimiento. Tal vez había sido demasiado convincente en la playa.
–¿Tienen hambre? –pregunté mientras me dirigía hacia la cocina, deseosa de escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.
–No, cenamos antes de venir –respondió Julie.
–¿Y tú, Charlie? –le pregunté de refilón al tiempo que doblaba la esquina a toda prisa para escabullirme.
–Claro –replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de en frente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.
Los sándwiches de queso se estaban tostando en la sartén mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis espaldas.
–Bueno, ¿cómo va todo? –inquirió Julie.
–Bastante bien –sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo –¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?
–No –arrugó la frente–. Aún necesito piezas. Hemos pedido prestado ese –comentó mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio delantero.
–Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que están buscando?
–Un cilindro maestro –sonrió de oreja a oreja y de repente añadió–: ¿Hay algo que no funcione en la camioneta?
–No.
–Ah. Me lo preguntaba al ver que no la conducías.
Mantuve la vista fija en el sartén mientras levantaba el extremo de un sándwich para comprobar la parte inferior.
–Di un paseo con una amiga.
–Un buen coche –comentó con admiración–, aunque no reconocí a la conductora. Creía conocer a la mayoría de los chicos de por aquí.
Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba una vuelta a los sándwiches.
–Papá parecía conocerla de alguna parte.
–Jules, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario de encima del fregadero.
–Claro.
Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.
–¿Quién es? –preguntó mientras situaba dos platos sobre la encimera, cerca de mí.
Suspiré derrotada.
–Edythe Cullen.
Para mí sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia ella, que parecía un poco avergonzada.
–Entonces, supongo que eso lo explica todo –comentó–. Me preguntaba por qué papá se comportaba de un modo tan extraño.
–Es cierto –simulé una expresión inocente–. No le gustan los Cullen.
–Viejo supersticioso –murmuró en un susurro.
–No crees que se lo vaya a decir a Charlie, ¿verdad? –no pide evitar preguntárselo. Las palabras salieron precipitadamente de mis labios.
Julie se me quedó mirando un minuto, y no fui capaz de interpretar la expresión de sus ojos oscuros.
–Lo dudo –respondió finalmente–. Creo que Charlie le soltó una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me parece que esta noche es una especie de reencuentro, por lo que no creo que papá lo vuelva a mencionar.
–Ah –dije, intentando dar a entender que el asunto tampoco me importaba demasiado.
Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a Charlie la cena, fingiendo ver el partido mientras Julie charlaba conmigo; pero, en realidad, estaba escuchando la conversación de los dos hombres, atenta a cualquier indicio de algo sospechoso y buscando la forma de detener a Billy llegado el momento.




Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía dejar a Billy a solas con Charlie. Finalmente, el partido terminó.
–¿Van a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? –preguntó Julie mientras empujaba la silla de su padre fuera del umbral.
–No estoy segura –contesté con evasivas.
–Ha sido divertido, Charlie –dijo Billy.
–Acércate a ver el próximo partido –le ánimo Charlie.
–Seguro, seguro –dijo Billy–. Aquí estaremos. Que pasen una buena noche –Sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con gesto serio–: Cuídate, Bella.
–Gracias –musité desviando la mirada.
Me dirigí hacia las escaleras mientras Charlie se despedía con la mano desde la entrada.
–Aguarda, Bella –me pidió.
Me encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me reuniera con ellos en el cuarto de estar?
Pero Charlie aún seguía relajado y sonriente a causa de la inesperada visita.
–No he tenido ocasión de hablar contigo esta noche ¿Qué tal te ha ido el día?
–Bien –vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme–. Mi equipo de bádminton ganó los cuatro partidos.
–¡Vaya! No sabía que supieras jugar al bádminton.
–Bueno, lo cierto es que no, pero mi compañero es realmente bueno –admití.
–¿Quién es? –inquirió en señal de interés.
–Eh… Mike Newton –le revelé a regañadientes.
–Ah, si. Me comentaste que eras amiga del chico de los Newton –se animó–. Una buena familia –musitó para sí durante un minuto –¿Por qué no le pides que te lleve al baile este fin de semana?
–¡Papá! –gemí–. Está saliendo con mi amiga Jessica. Además, sabes que no sé bailar.
–Ah, sí –murmuró. Entonces me sonrió con un gesto de disculpa–. Bueno, supongo que es mejor que te vayas el sábado… Había planeado ir de pesca con los chicos de la comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo quedar en casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te dejo aquí sola mucho tiempo.
–Papá, lo estás haciendo fenomenal –le sonreí con la esperanza de ocultar mi alivio–. Nunca me ha preocupado estar sola, en eso me parezco mucho a ti.
Le guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas alrededor de los ojos.
Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansada para soñar de nuevo. Estaba de buen humor cuando el gris perla de la mañana me despertó. La tensa velada con Billy y Julie ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo con un pasador. Luego, bajé las escaleras dando saltos. Charlie, que desayunaba sentado a la mesa, se dio cuenta y comentó:
–Estás muy alegre esta mañana.
Me encogí de hombros.
–Es viernes.
Me di mucha prisa para salir en cuanto se fuera Charlie. Había preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los dientes, pero Edythe fue más rápida a pesar de que salí disparada por la puerta en cuanto me aseguré de que Charlie se había perdido de vista. Me esperaba en su flamante coche con las ventanillas bajadas y el motor apagado.
Esta vez no vacilé en subirme al asiento del copiloto lo más rápidamente posible para verle el rostro. Me dedicó esa sonrisa traviesa y esos adorables hoyuelos que me hacían contener el aliento y me paralizaba el corazón. No podía concebir nada más hermoso, ya fuera humana, diosa o criatura angelical. No había nada en Edythe que de pudiera mejorar.
–¿Cómo has dormido? –me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que resultaba su voz?
–Bien. ¿Qué tal tu noche?
–Placentera.
Una sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me estaba perdiendo una broma privada.
–¿Puedo preguntarte qué hiciste?
–No –volvió a sonreír–, el día de hoy sigue siendo mío.
Quería saber cosas sobre la gente, sobre Renée, sus aflicciones, qué hacíamos juntas en nuestro tiempo libre, y luego sobre la única abuela a la que había conocido, mis pocos amigos del colegio y… me puse colorada cuando me preguntó por los chicos con los que había tenido citas. Me aliviada que en realidad nunca hubiera salido con ninguno, por lo que la conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció tan sorprendida como Jessica y Ángela por mi escasa vida romántica.
–¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? –me interrogó, con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al respecto.
–En Phoenix, no.
Frunció los labios con fuerza.
Para entonces, nos hallábamos ya en la cafetería. El día había transcurrido rápidamente en medio de ese borrón que se había convertido en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi rosquilla.
–Hoy debería haberte dejado que condujeras –dijo de repente.
Tragué lo que estaba masticando.
–¿Por qué? –quise saber.
–Me voy a ir con Alice después del almuerzo.
–Vaya –parpadeé, confusa y desencantada–. Esta bien, no está demasiado lejos para un paseo.
Me miró con impaciencia.
–No te voy a hacer ir a casa andando. Tomaremos tu coche y lo dejaremos aquí para ti.
–No llevo la llave encima –musité–. No me importa caminar, de verdad.
Lo que me importaba era disponer de menos tiempo en su compañía.
Negó con la cabeza.
–Tu camioneta estará aquí y la llave en el contacto, a menos que temas que alguien te lo pueda robar.
Se rio solo de pensarlo.
–De acuerdo –acepté con los labios apretados.
Estaba casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros que había llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el lavadero.
Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío implícito en mi aceptación, pero sonrió burlona, demasiado segura de sí misma.
–¿A dónde vas a ir? –pregunté de la forma más natural que fui capaz.
–De caza –replicó secamente–. Si voy a estar a solas contigo mañana, voy a tomar todas las precauciones posibles –su rostro se hizo más taciturno y suplicante –. Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.
Bajé la vista, temerosa del persuasivo poder de sus ojos. Me negué a dejarme convencer de que le temiera, sin importar lo real que pudiera ser el peligro. No importa, me repetí en la mente.
–No –susurré mientras le miraba a la cara–. No puedo.
–Tal vez tengas razón –murmuró.
El color de sus ojos casi parecía oscurecerse conforme los miraba.
Cambié de tema.
–¿A qué hora te veré mañana? –quise saber, ya deprimida por la idea de tener que dejarle ahora.
–Eso depende… Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? –me ofreció.
–No –respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.
–Entonces, ¿a la misma hora de siempre?
Asentí.
–¿Dónde quedamos?
–Pasaré a buscarte a casa, como siempre.
–Esto… Dejar un Volvo aparcado en la puerta de casa no va a ayudarme mucho a evitar tener que darle explicaciones a Charlie.
Ahora su sonrisa fue de superioridad.
–No pensaba llevar el coche.
–Y ¿Cómo…?
Ella me interrumpió.
–No te preocupes. Estaré allí sin el coche. Charlie no verá nada fuera de lo normal –su voz se volvió severa–. Y, si no vuelves, será un absoluto misterio para él, ¿verdad?
–Supongo –dije encogiéndome de hombros–. Tal vez salga en las noticias.
Me dedicó una mueca de enfado y yo la ignoré y le di otro mordisco a mi almuerzo. Cuando por fin su rostro se relajó –aunque aún no parecía muy contenta –le pregunté:
–¿Qué vas a cazar esta noche?
–Cualquier cosa que encontremos en el parque.
Me miró, entre frustrada y divertida de la forma tan natural que tenía de referirme a su poco habitual rutina.
–¿Por qué vas con Alice? –me extrañé.
–Alice es la más… compasiva.
Frunció el ceño al hablar.
–¿Y los otros? –pregunté con timidez –¿Cómo se lo toman?
Arrugó la frente durante unos momentos.
–La mayoría con incredulidad.
Miré a hurtadillas y con rapidez a su familia. Permanecían sentados con la mirada perdida en diferentes direcciones, del mismo modo que la primera vez que los vi. Solo que ahora eran cuatro, su hermosa hermana con melena de bronce se sentaba frente a mí, al menos por esta hora.
–No les gustó –supuse.
–No es eso –disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes para mentir–. No comprenden por qué no te puedo dejar sola.
Fruncí el ceño.
–Yo tampoco, si vamos al caso.
Ella sonrió.
–No te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.
Le dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma.
–De verdad que no lo entiendo.
–Al tener las ventajas que tengo –murmuró mientras se tocaba la frente con la punta de un dedo–, disfruto de una superior compresión de la naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me tomas desprevenida.
Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí misma por haber esperado otra cosa.
–Esa parte resulta bastante fácil de explicar –continuó. Aunque todavía no era capaz de mirarla, sentí sus ojos fijos en mi rostro–, pero hay más –prosiguió –y no es tan sencillo explicarlo con palabras…
Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras ella hablaba. De repente, Rosalie, su rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme un vistazo. No, no para echarme un vistazo. Para atrapar me en una mirada feroz con sus ojos fríos y oscuros. Hasta que Edythe se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido muy bajo. Fue casi un siseo.
Rosalie giró la cabeza y me liberé. Volví a mirar a Edythe, y supe que podía ver la confusión y el miedo que me había hecho abrir tanto los ojos. Su rostro se tensó mientras se explicaba:
–Lo lamento. Ella sólo está preocupada. Ya ves… Después de haber pasado tanto tiempo en público contigo no es solo peligroso para mí si… –bajó la vista.
–¿Si…?
–Si las cosas van mal.
Dejó caer la cabeza entre las manos: su angustia era evidente. Quería consolarla de alguna manera, pero estaba muy perdida para saber cómo hacerlo. Extendí la mano hacia ella involuntariamente, aunque rápidamente la deje caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las cosas. Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era dolor por su pesar.
Y frustración… Frustración porque Rosalie hubiera interrumpido fuera lo que fuera que estuviese a punto de decir. No sabía como sacar el tema de nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono más normal:
–¿Tienes que irte ahora?
–Sí –dejó caer las manos. Ella miró el lugar donde mi mano descansaba, en el centro de la mesa, y suspiró. Sin embargo, luego cambió de estado de ánimo y sonrió–. Probablemente sea lo mejor. En Biología aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.
Me llevé un susto. De repente, Alice se encontraba en pie detrás del hombro de Edythe. Su pelo corto y en punta, negro como la tinta, rodeaba su exquisita, delicada y pequeña faz como un halo impreso. Su delgada figura era esbelta y grácil incluso en aquella absoluta inmovilidad. Edythe la saludó sin desviar la mirada de mí.
–Alice.
–Edythe –respondió ella. Su aguda voz de soprano era casi tan atrayente como la de su hermana.
–Alice, te presento a Bella… Bella, ésta es Alice –nos presentó haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el rostro.
–Hola, Bella –sus brillantes ojos de color obsidiana eran inescrutables, pero la sonrisa era cordial–. Es un placer conocerte al fin.
Edythe le dirigió una mirada sombría.
–Hola, Alice –musité con timidez.
–¿Estás preparada? –le preguntó.
–Casi –replicó Edythe con voz distante–. Me reuniré contigo en el coche.
Alice se alejó sin decir nada más. Su andar era tan flexible y sinuoso que sentí una aguda punzada de celos.
–Debería decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento equivocado? –le pregunté volviéndome hacia ella.
–No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.
Esbozó una amplia sonrisa.
–En tal caso, que te diviertas.
Me esforcé en parecer entusiasmada, pero, por supuesto, no la engañé.
–Lo intentaré. Y tú, intenta mantenerte a salvo, por favor.
–A salvo en Forks… ¡Que reto! –suspiré.
–Para ti lo es –su mandíbula se tensó–. Promételo.
–Prometo que intentaré mantenerme ilesa –declamé–. Esta noche haré la colada… Una tarea que no debería entrañar tanto peligro.
–No te caigas dentro de la lavadora –se mofó.
–Haré lo que pueda.
Se puso en pie y yo también me levanté.
–Te veré mañana –musité.
Me dedicó una sonrisa pesarosa.
–Te parece mucho tiempo, ¿verdad? –murmuró.
Asentí con desánimo.
–Por la mañana, allí estaré –me prometió.
Caminó hasta mi lado y extendió la mano para acariciarme la cara. Me rozó levemente los pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó. Clavé mis ojos en ella hasta que se marchó.
Sentí la enorme tentación de faltar a clases el resto del día, faltar al menos a clase de Educación física, pero mi instinto me detuvo. Sabía que Mike y los demás darían por supuesto que estaba con Edythe si desaparecía ahora, y a ella le preocupaba el tiempo que pasábamos juntas en público por si las cosas no salían bien. Me negué a entretenerme con ese último pensamiento y en vez de eso, concentré mi atención en hacer que las cosas fueran más seguras para ella.
Intuitivamente, sabía –y me daba cuenta de que ella también lo creía así –que mañana iba a ser un momento crucial. Nuestra relación no podía continuar en el filo de la navaja. Caeríamos a uno u otro lado, dependiendo por completo de su elección o de sus instintos. Había tomado mi decisión, lo había hecho incluso antes de haber sido consciente de la misma y me comprometí a llevarla a cabo hasta el final, porque para mí no había nada más terrible e insoportable que la idea de separarme de ella. Me resultaba imposible.
Resignada me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué sucedió en Biología, estaba demasiado preocupada con los pensamientos de lo que sucedería al día siguiente. En la clase de gimnasia, Mike volvía a dirigirme la palabra otra vez. Me deseó que tuviera buen tiempo en Seattle. Le expliqué con detalle que, preocupada por el coche, había cancelado mi viaje.
–Tu y Cullen no van a ir al baile juntas, ¿verdad? –preguntó, repentinamente mohíno –Digo, eso sería raro de ver.
–No, no voy a ir con nadie –dije, molesta por su comentario.
–Entonces, ¿qué vas a hacer? –inquirió con demasiado interés.
Mi reacción instintiva fue decirle que dejara de entrometerse, pero en lugar de eso le mentí alegremente.
–La colada, y he de estudiar para el examen de Trigonometría o voy a suspender.
–¿Te está ayudando Cullen con los estudios?
–Edythe –enfaticé –no me va a ayudar con los estudios. Se va a no sé dónde durante el fin de semana.
Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor naturalidad que de costumbre.
–Ah –se animó–. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al baile con nuestro grupo. Estaría bien, todos bailaríamos contigo –prometió.
La imagen mental del rostro de Jessica hizo que el tono de mi voz fuera más cortante de lo necesario.
–Mike, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo?
–De acuerdo –se enfurruñó otra vez–. Sólo era una oferta.
Cuando al fin terminaron las clases, me dirigí al estacionamiento sin entusiasmo. No me atraía especialmente ir a casa a pie, pero no veía la forma de recuperar la camioneta. Entonces, comencé a creer una vez más que no había nada imposible para ella. Este último instinto demostró ser correcto: mi coche estaba en el mismo lugar en la que ella había estacionado el Volvo por la mañana. Incrédula, sacudí la cabeza mientras abría la puerta –no estaba echado el pestillo –y vi las llaves en el contacto.
Había un pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento. Lo tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su elegante letra:
«Sé prudente».
El sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mi misma.
El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directa al lavadero. Parecía que todo seguía igual. Hurgué entre la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizás las hubiera dejado colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.
Siguiendo el mismo instinto que me había movido a mentir a Mike, telefoneé a Jessica so pretexto de desearle suerte en el baile. Cuando ella me deseó lo mismo para mi día en Seattle, le hablé de la cancelación. Parecía más desencantada de lo realmente necesario. Después de eso, me despedí rápidamente.
Charlie estuvo distraído durante la cena, supuse que le preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el partido de baloncesto, o puede que le hubiera gustado de verdad la lasaña. Con Charlie, era difícil saberlo.
–¿Sabes, papá? –comencé, interrumpiendo su meditación.
–¿Qué pasa, Bella?
–Creo que tienes razón en lo del viaje a Seattle. Me parece que voy a esperar hasta que Jessica o algún otro me puedan acompañar.
–Ah –dijo sorprendido–. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me quede en casa?
–No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que hacer: los deberes, la colada, necesito ir a la biblioteca y al supermercado. Estaré entrando y saliendo todo en el día. Ve y diviértete.
–¿Estás segura?
–Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del congelador está bajando peligrosamente… Hemos descendido hasta tener reservas sólo para dos o tres años.
Me sonrió.
–Resulta muy fácil vivir contigo, Bella.
–Podría decir lo mismo de ti –contesté entre risas demasiado apagadas, pero no pareció notarlo. Me sentí culpable por hacerle creer aquello, y estuve a punto de seguir el consejo de Edythe y decirle dónde iba a estar. A punto.
Después de la cena, doble la ropa y puse otra colada en la secadora. Por desgracia, era la clase de trabajo que sólo mantiene ocupadas las manos y mi mente tuvo demasiado tiempo libre, sin duda, y debido a eso perdí el control. Fluctúa a entre una ilusión tan intensa que se acercaba al dolor y un miedo insidioso que minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que ya había elegido y que no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la nota de Edythe dedicando mucho más esfuerzo del necesario para embeber me con las dos simples palabras que había escrito. Ella quería que estuviera a salvo, me dije una y otra vez. Solo podía aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevalecerá sobre los demás. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi vida? Intolerable. Además, en realidad, parecía que toda mi vida gira se en torno a ella desde que vine a Forks.
Una vocecita preocupada en el fondo de mi mente se preguntaba cuánto dolería en el caso de que las cosas terminaran mal.
Me sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para acostarme. Sabía de sobra que estaba demasiado estresada para dormir, por lo que hice algo que nunca había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma consciente una medicina para el resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho horas. Normalmente no hubiera justificado esa clase de comportamiento en mí misma, pero el día siguiente ya iba a ser bastante complicado como para añadirle que estuviera atolondrado por no haber pegado un ojo. Se me sequé el pelo hasta que estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa que llevaría al día siguiente mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco.
Una vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me tendí al fin en la cama. Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me levanté y revolví la caja de zapatos con los CD hasta encontrar una recopilación de los nocturnos de Chopin. Lo puse a un volumen muy bajo y volví a tumbarme, concentrándome en ir relajando cada parte de mi cuerpo. En algún momento de ese ejercicio, hicieron efecto las pastillas contra el resfriado y, por suerte, me quedé dormida.
Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Aún así, salté de la cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un rápido vistazo para verificar que Charlie se había marchado ya. Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho. Desayuné sin saborear lo que comía y me apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero no se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra las costillas.
Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba ella. Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.
Al principio no estaba sonriente, sino seria, casi sombría, pero su expresión se alegró en cuanto se fijo en mí, y se rio entre dientes.
–Buenos días.
–¿Qué ocurre?
Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.
–Vamos a juego.
Se volvió a reír. Me di cuenta de que ella llevaba un suéter del mismo tono que el mío con cuello de pico que dejaba a la vista una camiseta blanca debajo, y unos vaqueros. Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una secreta punzada de arrepentimiento… ¿Por qué tenía ella que parecer una modelo de pasarela y yo no?
Cerré la puerta al salir mientras ella se dirigía a la camioneta. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.
–Hicimos un trato –le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta.
Me dedico una mirada sombría cuando trepó para subirse al asiento.
Me coloqué en mi sitio y traté de no arrugar el rostro cuando arranqué el motor con un estruendo enorme.
–¿A dónde? –le pregunté.
–Ponte el cinturón… Ya estoy nerviosa.
Puse los ojos en blanco pero hice lo que me pedía.
–¿A dónde? –repetí.
–Toma la 101 hacia el norte.
Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.
–¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
–Un poco de respeto –le recriminé–, este trasto tiene los suficientes años para ser el abuelo de tu coche.
A pesar de su pesimismo, pronto estuvimos fuera de los límites del pueblo. Una maltesa espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.
–Gira a la derecha para tomar la 101 –me indicó cuando estaba a punto de preguntárselo.
Obedecí en silencio.
–Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.
Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera como para mirarla y asegurarme de que estaba en lo cierto.
–¿Qué hay allí, dónde se acaba el asfalto? –quise saber.
–Una senda.
–¿Vamos de caminata? –pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había puesto las zapatillas de tenis.
–¿Supone algún problema? –Lo dijo como si esperara que fuera así.
–No.
Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que la camioneta era lenta, tenía que esperar a verme a mí…
–No te preocupes, solo son ocho kilómetros y no iremos deprisa.
¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara como el pánico quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar humillante.
Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo sentía pavor ante la perspectiva de nuestra llegada.
–¿En qué piensas? –preguntó con impaciencia al cabo de un rato.
–Solo me preguntaba a donde nos dirigimos –volví a mentirle.
–Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo.
Ambas nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que comenzaban a diluirse en el firmamento.
–Charlie dijo que hoy haría bien tiempo.
–¿Le dijiste lo que te proponías? –me preguntó.
–No.
–Pero seguramente le dijiste a Jessica que te iba a llevar a Seattle… –dijo como si ya lo supiera.
–No, le dije que había suspendido el viaje… cosa que es cierta.
–¿Nadie sabe que estás conmigo? –inquirió, ahora con enfadado.
–Eso depende… ¿He de suponer que se lo has contado a Alice?
–Eso es de mucha ayuda, Bella –dijo bruscamente.
Fingí no haberle oído, pero volvió a la carga y preguntó:
–¿Es por el clima? ¿Un trastorno afectivo estacional? ¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?
–Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotras podría ocasionarte problemas –le recordé.
–¿Y a ti que te preocupan mis posibles problemas si no regresas a casa? –su voz era una mezcla entre ácida y gélida.
Negué con la cabeza sin apartar la vista de la carretera. Murmuró algo en voz baja, tan deprisa que no la comprendí.
Nos mantuvimos en silencio el resto del trayecto en coche. Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación, pero no se me ocurría nada que decir.
Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de pequeños indicadores de madera. Estacioné sobre el estrecho arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en ella puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para mirarle. Hacía calor, mucho más de que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, y a causa de las nubes hacía casi bochornoso. Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura, contenta de haberme puesto una camiseta liviana, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.
La oí dar un portazo y pude comprobar que también ella se había desprendido del suéter y se había recogido la melena en un moño improvisado. Lo único que llevaba era una delgada camiseta sin mangas. Permanecía de espaldas a mí, observando el bosque, y tuve ocasión de contemplar la delicada silueta de sus omóplatos, que casi parecían alas recogidas bajo su piel blanca. Sus brazos eran tan delgados que me costaba creer que contuvieran la fuerza que sabía que poseían.
–Por aquí –indicó, girando la cabeza, aún molesta. Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque directamente hacia la derecha de la camioneta.
–¿Y la senda?
El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo para darle alcance.
–Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.
–¡¿No iremos por la senda?! –pregunté con desesperación.
–No voy a dejar que te pierdas.
Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y se me cortó la respiración.
Nunca había visto que mostrara tanta piel. Sus pálidos brazos, la frágil apariencia de sus clavículas, las vulnerables oquedades que se dibujaban sobre ellas, la columna de su cuello, tan parecido al de un cisne, la ligera protuberancia de sus pechos, y las costillas, que casi se podían contar bajo la capa del algodón. Comprendí con una oleada de desesperación que era demasiado perfecta. No había manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha para mí.
Desconcertada por mi expresión torturada, Edythe me miró fijamente.
–¿Quieres volver a casa? –preguntó con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza al mío impregnó su voz.
–No.
Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía.
–¿Qué va mal? –preguntó con dulzura.
–No soy una buena senderista –le expliqué con desánimo–. Tendrás que tener paciencia conmigo.
–Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.
Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme en ánimo, súbitamente sombrío. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi rostro.
–Te llevaré de vuelta a casa –prometió, pero no supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha inmediata. Era evidente que ella creía que era el miedo a mi inminente desaparición lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.
–Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de una selva antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino –le repliqué con acritud.
Enarcó las cejas mientras intentaba comprender mi tono y la expresión de mis facciones.
Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.
No resultó tan duro como pensaba que sería. El camino era plano la mayor parte del tiempo y no parecía molestarle ir a mi ritmo. Tropecé dos veces con las raíces, pero las dos veces su mano estuvo rápida y me sostuvo por el hombro antes de que pudiera caerme. Cuando me tocaba, mi corazón se desbocada y latía intermitentemente como solía. Observé su expresión la segunda vez que ocurrió aquello, y de repente estuve segura de que podía oír mis latidos.
Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto tiempo como me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y su hermosura me sumía en la tristeza.
Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en cuando, Edythe formulaba una pregunta al azar, una de las que no. Me había hecho en los dos días anteriores de interrogatorio. Me interrogó sobre mi cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y las mascotas de mi infancia… Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que se murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de la que me tenía acostumbrada… De los bosques desiertos se levantó un eco similar al tañido de las campanas.
La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero ella no mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos árboles, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Edythe se encontraba muy a gusto y cómoda en aquel dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.
Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como ella había predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia.
–¿Aún no hemos llegado? –le pinché, fingiendo fruncir el ceño.
–Casi –sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo–. ¿Ves esa luz más clara de ahí delante?
–Hmm –miré atentamente a través del denso follaje del bosque –¿Debería verlo?
–Puede que sea un poco pronto para tus ojos.
–Tendré que pedir hora para visitar al oculista –murmuré, y ella sonrió.
Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún género de duda una luminosidad en los árboles que se hallaban delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme avanzaba. Edythe me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.
Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helechos para entrar en el lugar más hermoso que había visto en mi vida.
La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres: violetas, amarillas y blancas. Podía oír el agua discurrir de un arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa. Caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Tras aquel minuto de asombro absoluto me di media vuelta para compartir con ella todo aquello, pero Edythe no estaba detrás de mí, como creía. Repentinamente ansiosa, gire a mí alrededor en su busca. Finalmente, la localice, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en e mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos, y recordé por qué estábamos allí. El misterio de Edythe y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.
Di un paso hacia ella con el brazo estirado. Sus ojos se mostraban recelosos. Le sonreí para infundir le valor y le hice señas para que se reuniera conmigo, acercándome un poco más. Alzó la mano en señal de aviso y yo vacilé y retrocedí un paso.
Edythe inspiró hondo, cerró los ojos y entonces salió al deslumbrante brillo del medio día.






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