Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.
Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.
Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz
gris verdoso propio de un día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la
niebla que solía envolver mi ventana.
Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de
pavor.
Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche,
y blanqueaba el camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día
anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los pinos con diseños
fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo la calzada en una superficie
resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando el suelo estaba
seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.
Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las
escaleras. En muchos sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me
encontraba disfrutando de la soledad en lugar de sentirme sola.
Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja
a morro. La perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber
que la causa no era el estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la
perspectiva de ver a mis nuevos amigos. Si no quería engañarme, debía admitir
que deseaba acudir al instituto para ver a Edythe Cullen, lo cual era una
soberana tontería.
Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me
pusiera en ridículo, debería evitarla a toda costa. Además, desconfiaba de ella
por haberme mentido sobre sus ojos. Aun me atemorizaba la hostilidad que
emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua cada vez que me
imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente que pertenecíamos a
entornos diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por
verle.
Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por
la acera cubierta hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de
perder el equilibrio cuando al fin llegué al coche, pero conseguí agarrarme al
espejo y me salve. Estaba claro, el día iba a ser una pesadilla.
Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor
a sucumbir, a entregarme a especulaciones no deseadas sobre Edythe Cullen,
pensé en Mike y en Eric, y en la evidente diferencia entre cómo me trataban los
adolescentes del pueblo y los de Phoenix. Tenía el mismo aspecto que en
Phoenix, estaba segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me habían visto
pasar lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y aún
pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era nueva en un lugar
donde escaseaban las novedades. Posiblemente, el hecho de que fuera
terriblemente patosa aquí se consideraba como algo encantador en lugar de
patético, y me encasillaban en el papel de damisela en apuros. Fuera cual fuera
la razón, me desconcertaba que Mike se comportara como un perrito faldero y que
Eric se hubiera convertido en su rival. Hubiera preferido pasar desapercibida.
El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar por
la carretera cubierta de hiela ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio
para no causar una escena de caos en Main Street.
Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el
que no había tenido percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me
dirigí a la parte trasera del monovolumen, apoyándome en él todo el tiempo,
para examinar llantas, recubiertas por finas cadenas entrecruzadas. Charlie
había madrugado para poner cadenas a los neumáticos del coche. Se me hizo un
nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada a que alguien cuidara de mí,
y la silenciosa preocupación de Charlie me pilló desprevenida.
Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando
controlar aquella repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las
cadenas, cuando oí un sonido extraño.
Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un
estruendo. Sobresaltada, alcé la vista.
Vi varías cosas a la vez. Nada se movía en cámara lenta, como
sucede en las películas, sino que el flujo de adrenalina hizo que mi mente
obrara con mayor rapidez, y pudiera asimilar al mismo tiempo varias escenas con
todo lujo de detalles.
Edythe Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia,
boquiabierta de espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas
con la misma expresión horrorizada. Pero en aquel momento tenía más importancia
una furgoneta azul oscuro que patinaba con las llantas bloqueadas chirriando
contra los frenos, y que dio un brutal trompo sobre el hielo del aparcamiento.
Iba a chocar con la parte posterior del monovolumen, y yo estaba en medio de
los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.
Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que
esperaba, inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se
produjo cuando la furgoneta golpeó contra la base de mi coche y se plegó como
un acordeón. Me golpeé la cabeza contra el asfalto helado y sentí que algo frío
y compacto me sujetaba contra el suelo. Estaba tendida en la calzada, detrás
del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de advertir
nada más porque la camioneta seguía acercándose. Después de raspar la parte
trasera del monovolumen, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de
nuevo.
– ¡Vamos! –dijo, pronunciando las palabras a tal velocidad que casi
no las entendí. Aunque era imposible no reconocer su voz.
Dos delgadas manos blancas se extendieron frente a mí, y la
furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma
providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la
carrocería de la furgoneta.
Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se
volvieron borrosas. De repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por
debajo mientras que algo me arrastraba. Empujó mis piernas hasta que se toparon
con los neumáticos del coche marrón. Con un seco crujido metálico que estuvo a
punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó pesadamente en el asfalto
entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó exactamente donde
hacía un segundo estaban mis piernas.
Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes
de que todo el mundo se pusiera a chillar. Oí a más de una persona que me
llamaba en la repentina locura que se desató a continuación, pero en medio de
todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz suave y desesperada de
Edythe Cullen que me hablaba al oído.
– ¿Bella? ¿Cómo estás?
–Estoy bien.
Mi propia voz me resultaba extraña. Intente incorporarme y
entonces me percaté de que me apretaba contra su costado con mano de acero. ¿Me
habría debilitado la conmoción?
–Ve con cuidado –dijo mientras intentaba soltarme –. Creo que te has dado
un buen porrazo en la cabeza.
Sentí un dolor palpitante encima de mi oído izquierdo.
– ¡Ay! –exclamé sorprendida.
–Tal y como pensaba…
Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que
intentaba contener la risa.
– ¿Cómo demo…? –me paré para aclarar las ideas y orientarme
–. ¿Cómo llegaste aquí
tan rápido?
–Estaba a tu lado, Bella –dijo; el tono de su voz volvía a ser
serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de
mi cintura y se alejó cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemple
la expresión inocente de su rostro, lleno de preocupación. Sus ojos dorados me
desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las
mejillas gritándose entre sí, y gritándonos a nosotras.
–No te muevas –ordenó alguien.
– ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! –chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme de pie, pero la mano fría
de Edythe me detuvo.
–Quédate ahí por ahora.
–Pero hace frío –me quejé. Me sorprendió cuando se rió
quedamente, pero con un tono irónico –. Estabas allí, lejos –me acordé de repente, y dejó de reírse
–. Te encontrabas al lado
de tu coche.
Su rostro se endureció.
–No, no es cierto.
–Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de
los adultos, que acababan de llegar, pero solo prestaba atención a nuestra
discusión. Yo tenía razón y ella iba a reconocerlo.
–Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Me miró, y sucedió algo extraño. Era como si el dorado de sus
ojos se hubiera encendido, como si sus ojos me estuvieran anestesiando,
hipnotizándome. Resultaba abrumador de un modo extraño y excitante. Pero su
expresión denotaba ansiedad, como si intentara comunicarme algo crucial.
–No –dije débilmente.
El dorado de sus ojos centelló.
–Por favor, Bella.
– ¿Por qué? –inquirí.
–Confía en mí –me rogó.
Entonces oí las sirenas.
– ¿Prometes explicármelo todo después?
–Muy bien –dijo con brusquedad, repentinamente exasperada.
–Muy bien –repetí encolerizada.
Se necesitaron seis técnicos de urgencias y dos profesores, el
señor Varner y el entrenador Clapp, para desplazar la furgoneta de forma que pudieran
pasar las camillas. Edythe la rechazó con vehemencia. Intenté imitarle, pero me
traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la cabeza y que tenía una
contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín. Parecía
que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me
introducían en la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edythe fuera
adelante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de
que me pusieran a salvo.
– ¡Bella! –gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
–Estoy perfectamente, Char… papá –dije con un suspiro–. No me
pasa nada.
Se giró hacia el técnico más cercano en busca de una segunda
opinión. Lo ignoré y me detuve a analizar el revoltijo de imágenes
inexplicables que se agolpaban en mi mente. Cuando me alejaron del coche en la
camilla, había visto una abolladura profunda en el parachoques de coche marrón.
Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de Edythe, como si se
hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el bastidor
metálico.
Y luego estaba la familia de Edythe, que nos miraba a lo lejos
con una gama de expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no
había el menor atisbo de preocupación por la integridad de su hermana.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa
de ver, una explicación que excluyera la posibilidad de que hubiera
enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del
condado, por descontado. Me sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en
bajarme, y ver a Edythe cruzar majestuosamente las puertas del hospital por su
propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación
con una hilera de camas separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera
me tomó la tensión y puso un termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se
molestó en correr las cortinas para concederme un poco de intimidad, decidí que
no estaba obligada a llevar aquel collarín por más tiempo. En cuanto se fue la
enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron
otra camilla hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Tyler Crowley, de mi
clase de Historia, debajo de los vendajes ensangrentados que le envolvían la
cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que el mío, pero me miró con ansiedad.
– ¡Bella, lo siento mucho!
–Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te
encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados
mientras hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la
frente y la mejilla izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
– ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré
mal en el hielo…
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.
–No te preocupes; no me alcanzaste.
– ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego
desapareciste.
–Pues… Edythe me empujó para apartarme de la trayectoria de la
camioneta.
Parecía confuso.
– ¿Quién?
–Edythe Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada
convincente.
– ¿Cullen? No la vi… ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está
bien?
–Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a ella no le
obligaron a utilizar una camilla.
Sabía que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No
había forma de encontrar una explicación convincente para lo que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de me
cabeza. Les dije que no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión.
Pregunté si podía marcharme, pero la enfermera me dijo que primero debía hablar
con el doctor, por lo que quedé atrapada en la sala de urgencias mientras Tyler
me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose por mucho que
intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los
ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.
– ¿Estará durmiendo? –preguntó una voz musical. Abrí los ojos de
inmediato.
Edythe se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le
fulminé con la mirada. No tenía el aspecto de una persona capaz de detener la
colisión de dos vehículos con sus manos desnudas. Pero la verdad es que tampoco
se parecía a nadie que hubiera conocido antes.
–Oye, Edythe, lo siento mucho… –empezó Tyler.
La interpelada alzó la mano para hacerle callar.
–No hay culpa sin sangre –le dijo con una sonrisa que dejó
entrever sus dientes deslumbrantes. Se sentó en el borde de la cama de Tyler,
me miró y volvió a sonreír con suficiencia.
– ¿Bueno, cuál es el diagnóstico?
–No me pasa nada, pero no me dejan marcharme –me quejé–. ¿Por
qué no te han atado a una camilla como a nosotros?
–Tengo enchufe –respondió–, pero no te preocupes, voy a
liberarte.
Entonces entró un doctor y me quedé boquiabierta. Era joven,
rubio y más guapo que cualquier estrella de cine, aunque estaba pálido y
ojeroso; se le notaba cansado. A tenor de lo que me había dicho Charlie, ése
debía de ser el padre de Edythe.
–Bueno, señorita Swan –dijo el doctor Cullen con una voz
marcadamente seductora–, ¿cómo se encuentra?
–Estoy bien –repetí, ojala fuera por última vez.
Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la
encendió.
–Las radiografías son buenas –dijo–. ¿Le duele la cabeza? Edythe
me ha dicho que se dio un golpe bastante fuerte.
–Estoy perfectamente –repetí con un suspiro mientras lanzaba una
rápida mirada de enojo a Edythe.
El médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató
cuando esbocé un gesto de dolor.
– ¿Le duele? –preguntó.
–No mucho.
Había tenido jaquecas peores.
Oí una risita, busque a Edythe con la mirada y vi su sonrisa condescendiente.
Entrecerré los ojos con rabia.
–De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se puede
ir a casa con él, pero debe regresar rápidamente si siente mareos o algún trastorno
de visión.
– ¿No puedo ir a la escuela? –inquirí al imaginarme los intentos
de Charlie por ser atento.
–Hoy debería tomarse las cosas con calma.
Fulminé a Edythe con la mirada.
– ¿Puede ella ir a la escuela?
–Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos sobrevivido –dijo
despreocupadamente..
–En realidad –le corrigió el doctor Cullen–, parece que la mayoría
de los estudiantes están en la sala de espera.
– ¡Oh, no! –gemí, cubriéndome el rostro con las manos.
El doctor Cullen enarcó las cejas.
– ¿Quiere quedarse aquí?
– ¡No, no! –insistí al tiempo que sacaba las piernas por el
borde de la camilla y me levantaba con prisa, con demasiada prisa, porque me
tambalee y el doctor Cullen me sostuvo. Parecía preocupado.
–Me encuentro bien –volví a asegurarle. No merecía la pena
explicarle que mi falta de equilibrio no tenía nada que ver con el golpe en la
cabeza.
–Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor –sugirió
mientras me sujetaba.
–No me duele mucho –insistí.
–Parece que ha tenido mucha suerte –dijo con una sonrisa
mientras firmaba mi informe con una floritura.
–La suerte fue que Edythe estuviera a mi lado –le corregí
mirando con dureza al objeto de mi declaración.
–Ah, sí, bueno –musitó el doctor Cullen, súbitamente ocupado con
los papeles que tenía delante. Después miró a Tyler y se marchó a la cama
contigua. Tuve la intuición de que el doctor estaba al tanto de todo.
–Lamento decirle que usted se va a tener que quedar con nosotros
un poquito más –le dijo a Tyler, y empezó a examinarle sus heridas.
Me acerqué a Edythe en cuanto el doctor me dio la espalda.
– ¿Puedo hablar contigo un momento? –murmuré muy bajo. Se apartó
un paso de mí, con la mandíbula tensa.
–Tu padre te espera –dijo entre dientes.
Miré al doctor Cullen y a Tyler, e insistí:
–Quiero hablar contigo a solas, si no te importa.
Me miró con ira, me dio la espalda y anduvo a trancos por la
gran sala. Casi tuve que correr para seguirla, pero se volvió para hacerme
frente tan pronto como nos metimos en un pequeño corredor.
– ¿Qué quieres? –preguntó molesta.
Su antipatía me intimidó, hablé con más severidad de la que
pretendía.
–Me debes una explicación –le recordé.
–Te salvé la vida. No te debo nada.
Retrocedí antes el resentimiento de su tono.
–Me lo prometiste.
–Bella, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué
hablas.
Lo dijo de forma cortante. Me enfadé y le miré con gesto
desafiante.
–No me pasa nada en la cabeza.
Me devolvió la mirada con desafío.
– ¿Qué quieres de mí, Bella?
–Quiero saber la verdad –dije–. Quiero saber por qué miento por
ti.
– ¿Qué crees que pasó? –preguntó bruscamente.
–Todo lo que sé –le contesté de forma atropellada– es que no
estabas cerca de mí, en absoluto, y Tyler tampoco te vio, de modo que no me
vengas con eso de que me he dado un golpe muy fuerte en la cabeza. La furgoneta
iba a matarnos, pero no lo hizo. Tus manos dejaron abolladuras tanto en la
carrocería de la furgoneta como en el coche marrón, pero has salido ilesa. Y luego
la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas…
Me di cuenta de que parecía una locura y fui incapaz de
continuar. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas de pura rabia. Rechiné
los dientes para intentar contenerlas.
Edythe me miró con incredulidad, pero su rostro estaba tenso y
permanecía a la defensiva.
– ¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?
Su voz cuestionaba mi cordura, pero solo sirvió para alimentar más
mis sospechas, ya que parecía la típica frase perfecta que pronuncia un actor
consumado. Apreté la mandíbula y me limité a asentir con la cabeza.
Ella sonrió con dureza y dijo en tono de burla:
–Nadie te va a creer, ya lo sabes.
–No se lo voy a decir a nadie.
Hablé despacio, pronunciando lentamente cada palabra, controlando
mí enfado con cuidado. La sorpresa recorrió su rostro y su sonrisa desapareció.
–Entonces, ¿qué importa?
–Me importa a mí –insistí–. No me gusta mentir, por eso quiero
tener un buen motivo para hacerlo.
– ¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?
–Gracias.
Esperé, furiosa, echando chispas.
–No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
–No.
–En tal caso… espero que disfrutes de la decepción.
Me miró con el ceño fruncido y yo le devolví la adusta mirada,
hasta que al final rompí el silencio intentando concentrarme. Corría el peligro
de que su rostro, hermoso y lívido, me distrajera. Era como intentar apartar la
vista de un ángel destructor.
– ¿Por qué te molestaste en salvarme? –pregunté con toda la
frialdad que pude.
Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro bellísimo
fue inesperadamente vulnerable.
–No lo sé –susurró.
Entonces me dio la espalda y se marchó.
Estaba tan enfadada que necesité unos minutos antes de poder
moverme. Cuando pude andar, me dirigí lentamente hacia la salida que había al
fondo del corredor.
La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a
quienes conocía en Forks parecían hallarse presentes, y todos me miraban
fijamente. Charlie se acercó a toda prisa. Levante las manos.
–Estoy perfectamente –le aseguré, hosca. Seguía exasperada y no
estaba de humor para charlar.
– ¿Qué te dijo el médico?
–El doctor Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y
puedo ir a casa.
Suspiré. Mike y Jessica y Eric me esperaban y ahora se estaban
acercando.
–Vámonos –le urgí.
Sin llegar a tocarme, Charlie me rodeó la espalda con un brazo y
me condujo a las puertas de cristal de la salida. Saludé tímidamente con la
mano a mis amigos con la esperanza de que comprendieran que no había de qué
preocuparse. Fue un gran alivio subirme al coche patrulla, era la primera vez
que experimentaba esa sensación.
Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismada en mis cosas que
apenas era consciente de la presencia de Charlie. Estaba segura de que esa
actitud a la defensiva de Edythe en el pasillo no era sino la confirmación de
unos sucesos tan extraños que difícilmente me hubiera creído de no haberlos
visto con mis propios ojos.
Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:
–Eh… Esto… Tienes que llamar a Renée.
Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.
– ¡Se lo has dicho a mamá!
–Lo siento.
Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo
más fuerte de lo necesario.
Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que
asegurarle que estaba bien por lo menos treinta antes de que se calmara. Me rogó
que volviera a casa, olvidando que en aquel momento estaba vacía, pero resistir
a sus súplicas me resultó mucho más fácil de lo que pensaba. El misterio que Edythe
representaba me consumía; aún más ella me obsesionaba. Tonta. Tonta. Tonta. No tenía
tantas ganas de huir de Forks como debería, como hubiera tenido cualquier
persona normal y cuerda.
Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no
dejaba de mirarme con preocupación y eso me sacaba de quicio. Me detuve en el
cuarto de baño al subir y me tomé tres pastillas de Tylenol. Calmaron el
dolor y me fui a dormir cuando éste
remitió.
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