Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.
Le dije a Charlie que tenía un montón
de deberes pendientes y ningún apetito. Había un partido de baloncesto que lo
tenía entusiasmado, aunque, por supuesto, yo no tenía idea de por qué era
especial, así que no se percató de nada inusual en mi rostro o en mi voz.
Una vez en mi habitación, cerré la
puerta. Registré el escritorio hasta encontrar mis viejos auriculares y los
conecté a mi pequeño reproductor de CD. Elegí un disco que Phil me había
regalado por Navidad. Era uno de sus grupos predilectos, aunque, para mi gusto,
gritaban demasiado y abusaban un poco del bajo. Lo introduje en el reproductor
y me tendí en la cama. Me puse los auriculares, pulsé el botón play y
subí el volumen hasta que me dolieron los oídos. Cerré los ojos, pero la luz
aún me molestaba, por lo que me puse almohada encima del rostro. Me concentré
con mucha atención en la música, intentando comprender las letras,
desenredarlas entre el complicado golpeteo de la batería. La tercera vez que escuché
el CD entero, me sabía al menos la letra entre de los estribillos. Me
sorprendió descubrir que, después de todo, una vez que conseguí superar el
ruido atronador, el grupo me gustaba. Tenía que volver a darle las gracias a
Phil.
Y funcionó. Los demoledores golpes me
impedían pensar, que era el objetivo final del asunto. Escuché el CD una y otra
vez hasta que canté de cabo a rabo todas las canciones y al fin me dormí.
Abrí los ojos en un lugar conocido.
En un rincón de mi consciencia sabía que estaba soñando. Reconocí el verde
fulgor del bosque y oí las olas batiendo las rocas en algún lugar cercano.
Sabía que podía ver el sol si encontraba en océano. Intenté seguir el sonido,
pero entonces Julie Black estaba allí, tiraba de mi mano, haciéndome retroceder
hacia la parte más sombría del bosque.
– ¿Julie? ¿Qué pasa? –pregunté. Había
pánico en su rostro mientras tiraba de mí con todas sus fuerzas para vencer mi
resistencia, pero yo no quería entrar en la negrura.
– ¡Corre, Bella, tienes que correr!
–susurró aterrada.
– ¡Por aquí, Bella! –reconocí la voz
que me llamaba desde el lúgubre corazón del bosque; era la de Mike, aunque no
podía verlo.
– ¿Por qué? –pregunté mientras seguía
resistiéndome a la sujeción de Julie, desesperada por encontrar el sol.
Pero Julie, que de repente se
convulsionó, soltó mi mano y profirió un grito para luego caer sobre el suelo
del bosque oscuro. Se retorció bruscamente sobre la tierra mientras yo la
contemplaba aterrada.
– ¡Julie! –chillé.
Pero ella había desaparecido y la
había sustituido una gran loba de ojos negros y pelaje de color marrón rojizo.
La loba me dio la espalda y se alejó, encaminándose hacia la costa con el pelo
del dorso erizado, gruñendo por lo bajo y enseñando los colmillos.
– ¡Corre, Bella! –volvió a gritar
Mike a mis espaldas, pero no me di la vuelta. Estaba contemplando una luz que
venía hacia mí desde la playa.
Y en ese momento Edythe apareció
caminando muy deprisa por entre los árboles. Llevaba un vestido negro que caía
hasta el suelo pero dejaba a la vista los brazos desde los hombros y tenía un
profundo escote en forma de «V». Su piel brillaba tenuemente y los ojos eran de
un negro insoldable. Alzó una mano y me hizo señas para que me acercara a ella.
Tenía las uñas afiladas y pintadas de un rojo tan oscuro que parecían casi tan
negras como su vestido. Llevaba los labios pintados del mismo color.
La loba, que se interponía entre
nosotras, gruñó.
Di un paso adelante, hacia Edythe.
Entonces, ella sonrió, y entre sus labios oscuros sus dientes aparecieron
afilados y puntiagudos como sus uñas.
–Confía en mí –ronroneó.
Avancé un poco más.
La loba recorrió de un salto el
espacio que mediaba entre la vampiro y yo, buscando la yugular con los
colmillos.
– ¡No! –grité, levantando de un
empujón la ropa de cama.
El repentino movimiento hizo que los
auriculares tiraran el reproductor de CD de encima de la mesilla. Resonó sobre
el suelo de madera.
La luz seguía encendida. Totalmente
vestida y con los zapatos puestos, me senté sobre la cama. Desorientada, eché
un vistazo al reloj de la cómoda. Eran las cinco y media de la madrugada.
Gemí, me dejé caer de espaldas y rodé
de frente. Me quité las botas a puntapiés, aunque me sentía demasiado incómoda
para conseguir dormirme. Volví a dar otra vuelta y desabotoné los vaqueros,
sacándomelos a tirones mientras intentaba permanecer en posición horizontal.
Sentía la trenza del pelo en la parte posterior de la cabeza, por lo que me
ladeé, solté la goma y la deslicé rápidamente con los dedos. Me puse la
almohada encima de los ojos. No sirvió de nada, por supuesto. Mi subconsciente
había sacado a relucir exactamente las imágenes que había intentado evitar con
tanta desesperación. Ahora iba a tener que enfrentarme a ellas.
Me incorporé, la cabeza me dio
vueltas durante un minuto mientras la circulación fluía hacía abajo. Lo primero
es lo primero, me dije a mi misma, feliz de retasar el asunto lo máximo
posible. Tomé mi neceser.
Sin embargo, la ducha no duró tanto
como yo esperaba. Pronto no tuve nada que hacer en el cuarto de baño, incluso a
pesar de haberme tomado mi tiempo para secarme el pelo con el secador. Crucé
las escaleras de vuelta a mi habitación envuelta en una toalla. No sabía si
Charlie aún dormía o si se había marchado ya. Fui a la ventana a echar un
vistazo y vi que el coche patrulla no estaba. Se había ido a pescar otra vez.
Me puse lentamente el chándal más
cómodo que tenía y luego arreglé la cama, algo que no hacía jamás. Ya no podía
aplazarlo más, por lo que me dirigí al escritorio y encendí el viejo ordenador.
Odiaba utilizar internet en Forks. El
módem estaba muy anticuado, tenía un servicio gratuito muy inferior al de
Phoenix, de modo que, viendo que tardaba tanto en conectarse, decidí servirme
un cuenco de cereales entretanto.
Comí despacio, masticando cada bocado
con lentitud. Al terminar, lavé el cuenco y la cuchara, los sequé y los guardé.
Arrastré los pies escalera arriba y lo
primero de todo recogí del suelo el reproductor de CD y lo situé en el mismo
centro de la mesa. Desconecté los auriculares y los guardé en un cajón del
escritorio. Luego volví a poner el mismo disco a un volumen lo bastante bajo
para que solo fuera música de fondo.
Me volví hacia el ordenador con otro
suspiro. La pantalla estaba llena de popups de anuncios y comencé a cerrar
todas las ventanillas. Al final me fui a mi buscador favorito, cerré unos
cuantos popups más, y tecleé una única palabra.
Vampiro.
Fue de una lentitud que me sacó de
quicio, por supuesto. Había mucho que cribar cuando aparecieron los resultados.
Todo cuanto concernía a películas, series televisivas, juegos de rol, música
underground y compañías de productos góticos. Entonces encontré un sitio
prometedor: «Vampiros, de la A a la Z». Esperé con impaciencia a que el
navegador cargara la página, haciendo clic rápidamente en cada anuncio que
surgía en la pantalla para cerrarlo. Finalmente, la pantalla estuvo completa:
era una página simple con fondo blanco y texto negro, de aspecto académico. La
página de inicio me recibió con dos citas.
«No hay en todo el vasto y oscuro
mundo de espectros y demonios ninguna criatura tan terrible, ninguna tan temida
y aborrecida, y aun así aureolada por una aterradora fascinación, como el
vampiro, que en sí mismo no es espectro ni demonio, pero comparte con ellos su
naturaleza oscura y posee las misteriosas y terribles cualidades de ambos»
Reverendo Montague Summers.
«Si hay en este mundo un hecho bien
autenticado, ése es el de los vampiros. No le falta de nada: informes
oficiales, declaraciones juradas de personajes famosos, cirujanos, sacerdotes y
magistrados. Las pruebas judiciales son de los más completas, y aun así, ¿hay
alguien que crea en vampiros?» Rousseau.
El resto del sitio consistía en un
listado alfabético de los diferentes mitos de los vampiros por todo el mundo.
El primero en el que hice clic fue el danag, un vampiro filipino a quien se
suponía responsable de la plantación de taro en las islas mucho tiempo atrás.
El mito aseguraba que los danag trabajaron con los hombres durante muchos años,
pero la colaboración finalizó el día en que una mujer se cortó el dedo y un
danag lamió la herida, ya que disfrutó tanto del sabor de la sangre que la
desangró por completo.
Leí con atención las descripciones en
busca de algo que me resultara familiar, dejando solo lo verosímil. Parecía que
la mayoría de los mitos sobre los vampiros se concentraban en reflejar a
hermosas mujeres como demonios y a los niños como víctimas. También parecían
estructuras creadas para explicar la alta tasa de mortalidad infantil y
proporcionar a los hombres una coartada para la infidelidad. En muchas de las
historias se mezclaban espíritus incorpóreos y admoniciones contra los
entierros realizados incorrectamente. No había mucho que guardara parecido con
las películas que había visto, y solo a unos pocos, como el estrie hebreo y el
upier polaco, le preocupaba beber sangre.
Solo tres entradas atrajeron de
verdad mi atención: el rumano varacolaci, un poderoso no muerto que podía
aparecerse como un hermoso humano de piel pálida, es eslovaco nelapsi, una
criatura de tal fuerza y rapidez que era capaz de masacrar toda una aldea en
una sola hora después de la medianoche, y otro más, el stregoni benefici.
Sobre este último había una única
afirmación.
Stregoni Benefici: Vampiro italiano
que afirmaba estar del lado del bien; era enemigo mortal de todos los vampiros
diabólicos.
Aquella pequeña entrada constituía un
alivio, era el único entre cientos de mitos que aseguraba la existencia de
vampiros buenos.
Sin embargo, en conjunto, había pocos
que coincidieran con la historia de Julie o mis propias observaciones. Había
realizado mentalmente un pequeño catálogo y lo comparaba cuidadosamente con
cada mito mientras iba leyendo. Velocidad, fuerza, belleza, tez pálida, ojos
que cambiaban de color, y luego los criterios de Julie: bebedores de sangre,
enemigos de los lobos, piel fría, inmortalidad. Había muy pocos mitos en los
que encajara al menos un factor.
Y había otro problema adicional a
raíz de lo que recordaba de las pocas películas de terror que había visto y que
se reforzaba con aquellas lecturas: los vampiros no podían salir durante el día
porque el sol los quemaría hasta reducirlos a cenizas. Dormían en ataúdes todo
el día y sólo salían de noche.
Exasperada, apagué el botón de
encendido del ordenador sin esperar a cerrar el sistema operativo
correctamente. Sentí una turbación aplastarme a pesar de toda mi irritación.
¡Todo aquello era tan estúpido! Estaba sentada en mi cuarto rastreando
información sobre vampiros. ¿Qué era lo que me sucedía? Decidí que la mayor
parte de la culpa estaba fuera del umbral de mi puerta, en el pueblo de Forks
y, por extensión, en la húmeda península de Olympic.
Tenía que salir de la casa, pero no
había ningún lugar al que quisiera ir
que no implicara conducir durante tres días. Volví a calzarme las botas, sin
tener muy claro a donde dirigirme, y bajé las escaleras. Me envolví en mi
impermeable sin comprobar que tiempo hacia y salí por la puerta pisando fuerte.
Estaba nublado, pero aún no llovía.
Ignoré el coche y empecé a caminar hacia el este, cruzando el patio de la casa
de Charlie en dirección al bosque.
No transcurrió mucho tiempo antes de
que me hubiera adentrado en él lo suficiente para que la casa y la carretera
desaparecieran de la vista y el único sonido audible fuera el de la tierra
húmeda al succionar mis botas y los súbitos silbos de los arrendajos.
La estrecha franja de un sendero
discurría a lo largo del bosque; de lo contrario no me hubiera arriesgado a
vagabundear de aquella manera por mis propios medios, ya que carecía de sentido
de la orientación y era perfectamente capaz de perderme en parajes mucho menos
alambicados. El sendero se adentraba más
y más en el corazón del bosque, incluso puedo aventurar que casi siempre
rumbo Este. Serpenteaba entre los abetos y las cicutas, entre los tejos y los
arces. Tenía leves nociones de los árboles que había a mi alrededor, y todo
cuanto sabía se lo debía a Charlie, que me había ido enseñando sus nombres
desde la ventana del coche patrulla cuando yo era pequeña. A muchos no los
identificaba y de otros no estaba del todo segura porque estaban casi cubiertos
por parásitos verdes.
Seguí el sendero impulsada por mi
enfado conmigo misma. Una vez que éste empezó a desaparecer, aflojé el paso.
Unas gotas de agua cayeron desde el dosel de ramas de las alturas, pero no estaba
segura de si empezaba a llover o si se trataba de los restos de lluvia del día
anterior, acumulada sobre el haz de las hojas, y que ahora goteaba lentamente
en el suelo. Un árbol caído recientemente –sabía que esto era así porque no
estaba totalmente cubierto de musgo– descansaba sobre el tronco de uno de sus
hermanos, cuyo resultado era la formación de un banco no muy alto a pocos –y
seguros– pasos del sendero. Llegué hasta él saltando con precaución por encima
de los helechos y me senté colocando la chaqueta de modo que estuviera entre
húmedo asiento y mi ropa. Apoyé la cabeza, cubierta por la capucha, contra el
árbol vivo.
Aquel era el peor lugar al que podía
haber acudido, debería haberlo sabido, pero ¿a qué otro sitio podía ir?
El bosque, de un verde intenso, se
parecía demasiado al escenario del sueño de la última noche para alcanzar la
paz de espíritu. Ahora que ya no oía el sonido de mis pasos sobre el barro, el
silencio era penetrante. Los pájaros también permanecían callados y aumentó la
frecuencia de las gotas, lo que parecía confirmar que allí arriba, en el cielo,
estaba lloviendo. Ahora que me había sentado, la altura de los helechos
sobrepasaba la de mi cabeza, por lo que cualquiera hubiera podido caminar por
la senda a tres pies de distancia sin verme.
Allí entre los árboles resultaba
resultaba mucho más fácil creer en los disparates de los que me avergonzaba
dentro de la casa. Nada había cambiado en aquel bosque durante miles de años, y
todos los mitos y leyendas de mil países diferentes me parecían mucho más
verosímiles en medio de aquella calima verde que mi despejado dormitorio.
Me obligué a concentrarme en las dos
preguntas vitales que debía contestar, pero lo hice a regañadientes.
Primero tenía que decidir si podía
ser cierto lo que Julie me había dicho sobre los Cullen.
Mi mente respondió de inmediato con
una rotunda negativa. Resultaba estúpido y mórbido entretenerse con unas ideas
tan ridículas. Pero, en ese caso, ¿qué pasaba?, me pregunté. No había una
explicación racional a por qué seguía viva en aquel momento. Hice recuento
mental de lo que había observado con mis propios ojos: lo inverosímil de su
fortaleza y velocidad, el color cambiante de sus ojos, del negro al dorado y
viceversa, la belleza sobrehumana, la piel fría y pálida, y otros pequeños
detalles de los que había tomado nota poco a poco: no parecía comer jamás y se
movía con una gracia turbadora. Y luego estaba la forma en que hablaba a veces,
con cadencias poco habituales y frases que encajaban mejor con el estilo de una
novela de finales del siglo XIX que de una clase del siglo XXI. Había hecho
novillos el día que hicimos la prueba del grupo sanguíneo, tampoco se negó a ir
de camping a la playa hasta que supo a dónde íbamos a ir, y parecía saber lo
que pensaban cuantos le rodeaban, salvo yo. Me había dicho que era la mala de
la película, peligrosa…
¿Podían ser vampiros los Cullen?
Bueno, eran algo. Y lo que empezaba a
tomar forma delante de mis ojos incrédulos excedía la posibilidad de una
explicación racional. Ya fuera una de los fríos o se cumpliera mi teoría de la
superheroína, Edythe Cullen no era… humana. Era algo más.
Así pues… tal vez. Esa iba a ser mi
respuesta por el momento.
Y luego estaba la pregunta más
importante. ¿Qué iba a hacer si resultaba cierto?
¿Qué haría si Edythe fuera… un
vampiro? Apenas podía obligarme a pensar esas palabras. Involucrar a nadie más
estaba fuera de lugar. Ni siquiera yo misma me lo creía, quedaría en ridículo
ante cualquiera a quién se lo dijera.
Sólo dos alternativas parecían
prácticas. La primera era aceptar su aviso: ser lista y evitarle todo lo
posible, cancelar nuestros planes y volver a ignorarla tanto como fuera capaz,
fingir que entre nosotras existía un grueso e impenetrable muro de cristal en
la única clase que estábamos obligadas a compartir, decirle que se alejara de
mi… y esta vez en serio.
Me invadió de repente una
desesperación tan agónica cuando consideré esa opción que el mecanismo de mi
mente de rechazar el dolor provocó que pasara rápidamente a la siguiente
alternativa.
No hacer nada diferente. Después de
todo, hasta la fecha, no me había causado daño alguno aunque fuera algo…
siniestra. De hecho, sería poco más que una abolladura en el guardabarros de
Tyler si ella no hubiera actuado con tanta rapidez. Tanta, me dije a mi misma,
que podía haber sido puro reflejo: ¿Cómo puede ser mala si tiene reflejos para
salvar vidas?, pensé. No hacía más que darle vueltas sin obtener respuestas.
Había una cosa de la que estaba
segura, si es que estaba segura de algo: la siniestra Edythe del sueño de la
pasada noche sólo era una reacción de mi miedo ante el mundo del que había
hablado Julie, no de la propia Edythe. Aun así, cuando chillé de pánico ante el
ataque de la loba, no fue el miedo a la licántropo lo que arrancó de mis labios
ese grito de « ¡no!», sino a que ella resultara herida. A pesar de que me había
llamado con los colmillos afilados, temía por ella.
Y supe que tenía mi respuesta.
Ignoraba si en realidad había tenido elección alguna vez. Ya me había
involucrado demasiado en el asunto. Ahora que lo sabía, no podía hacer nada con
mi aterrador secreto, ya que cuando pensaba en ella, en su voz, sus ojos
hipnóticos y la magnética fuerza de su personalidad, no quería otra cosa que
estar con ella de inmediato, incluso si… Pero no podía pensar en ello, no aquí,
sola en la penumbra del bosque, no mientras la lluvia lo hiciera tan sombrío
como el crepúsculo debajo del dosel de ramas y disperso como huellas en un
suelo enmarañado de tierra. Me estremecí y me levanté deprisa de mi escondite,
preocupada por que la lluvia hubiera borrado la senda.
Pero esta permanecía allí, nítida y
sinuosa, para que saliera del goteante laberinto verde. La seguí de forma
apresurada, con la capucha bien calada sobre la cabeza, sin dejar de
sorprenderme, mientras pasaba entre los árboles casi a la carrera, de lo lejos
que había llegado. Empecé a preguntarme si me dirigía a alguna salida o si la
senda llevaría hasta más allá de los confines del bosque. Atisbé algunos claros
a través de la maraña de ramas antes de que me entrara demasiado pánico, y
luego oí un coche pasar por la carretera, y allí estaba el jardín de Charlie
que se extendía delante de mí, y la casa, que me llamaba y me prometía calor y
calcetines secos.
Apenas era mediodía cuando entré.
Subí las escaleras y me puse ropa de estar por casa, unos vaqueros y una
camiseta, ya que no iba a salir. No me costó mucho esfuerzo concentrarme en la
tarea para ese día, un trabajo sobre Macbeth que debía entregar el miércoles.
Pergeñé un primer borrador del trabajo con una satisfacción y serenidad que no
sentía desde… Bueno, para ser sincera, desde el jueves.
Esa había sido siempre mi forma de
ser. Adoptar decisiones era la parte que más me dolía, la que me llevaba por la
calle de la amargura. Pero una vez que tomaba la decisión, me limitaba a
seguirla… Por lo general, con el alivio que daba el haberla tomado. A veces, el
alivio se teñía de desesperación, como cuando resolví venir a Forks, pero
seguía siendo mejor que pelear con las alternativas.
Era ridículamente fácil vivir con
esta decisión. Peligrosamente fácil.
De ese modo, el día fue tranquilo y
productivo. Terminé mi trabajo antes de las ocho. Charlie volvió a casa con
abundante pesca, lo que me llevó a pensar en adquirir un libro de recetas para
pescado cuando estuviera en Seattle la semana siguiente. Los escalofríos que
corrían por mi espalda cada vez que pensaba en ese viaje no diferían de los que
sentía antes de mi paseo con Julie Black. Creía que serían distintos. Deberían
serlo, ¡deberían serlo! Sabía que debería estar asustada, pero lo que sentía no
era miedo exactamente.
Dormí sin sueños aquella noche,
rendida como estaba por haberme levantado el domingo tan temprano y haber
descansado tan poco la noche anterior. Por segunda vez desde mi llegada a Forks,
me despertó la luz de un día soleado.
Me levanté de un salto y corrí hacía
la ventana; comprobé con asombro que apenas había nubes en el cielo, y las
pocas que había sólo eran pequeños jirones algodonosos de color blanco que
posiblemente no trajeran lluvia alguna. Abrí la ventana y me sorprendió que se
abriera sin ruido ni esfuerzo alguno a pesar de que no se había abierto en
quién sabe cuántos años, y aspiré el aire, relativamente seco. Casi hacía calor
y apenas soplaba el viento. Por mis venas corría la adrenalina.
Charlie estaba terminando de
desayunar cuando baje las escaleras y de inmediato se apercibió de mi estado de
ánimo.
–Ahí fuera hace un día estupendo –comentó.
–Sí –coincidí con una gran sonrisa.
Me devolvió la sonrisa. La piel se
arrugó alrededor de los ojos castaños. Resultaba fácil ver por qué mi madre y
él se habían lanzado alegremente a un matrimonio tan prematuro cuando Charlie
sonreía. Gran parte del joven romántico que fue en aquellos días se había
desvanecido antes de que yo le conociera, cuando su rizado pelo castaño –del
mismo color que el mío, aunque de diferente textura– comenzaba a escasear y
revelaba lentamente cada vez más y más piel brillante de la frente. Pero cuando
sonreía, podía atisbar un poco del hombre que se había fugado con Renée cuando
esta solo tenía dos años más que yo ahora.
Desayuné animadamente mientras
contemplaba revolotear las motas de polvo en los chorros de luz que se
filtraban por la ventana trasera. Charlie me deseó un buen día en voz alta y
luego oí que el coche patrulla se alejaba. Vacilé al salir de la casa,
impermeable en mano. No llevarlo equivaldría a tentar al destino. Lo doblé
sobre el brazo con un suspiro y salí caminando bajo la luz más brillante que
había visto en meses.
A fuerza de emplear a fondo los
codos, fui capaz de bajar del todo los dos cristales de las ventanillas del
monovolumen. Fui una de las primeras en llegar al instituto. No había
comprobado la hora con las prisas de salir al aire libre. Aparqué y me dirigí hacia los bancos del lado sur de la
cafetería, que de vez en cuando se usaban para algún picnic. Los bancos estaban
todavía un poco húmedos, por lo que me senté sobre el impermeable, contenta de
poder darle un uso. Había terminado los deberes, fruto de una escasa vida
social, pero había unos cuantos problemas de Trigonometría que no estaba segura
de haber resuelto bien. Abrí el libro aplicadamente, pero me puse a soñar
despierta a la mitad de la revisión del primer problema. Garabateé
distraídamente unos bocetos en los márgenes de los deberes. Después de algunos
minutos, de repente me percaté de que había dibujado cinco pares de ojos negros
que me miraban fijamente desde el folio. Los borré con la goma.
– ¡Bella! –oí gritar a alguien, y
parecía la voz de Mike.
Al mirar a mi alrededor comprendí que
la escuela se había ido llenando de gente mientras estaba allí sentada,
distraída. Todo el mundo llevaba camisetas, algunos incluso vestían shorts a
pesar de que la temperatura no debería sobrepasar los doce grados. Mike se
acercaba saludando con el brazo, lucía unos shorts de color caqui y una
camiseta a rayas de rugby.
Se sentó a mi lado con una sonrisa de
oreja a oreja y las cuidadas puntas del pelo reluciendo a la luz del sol.
Estaba tan encantado de verme que no pude evitar sentirme satisfecha.
–No me había dado cuenta antes de que
tu pelo tiene reflejos rojos –comentó mientras atrapaba entre los dedos un
mechón que flotaba con la ligera brisa.
–Solo al sol.
Me sentí incómoda cuando colocó el
mechón detrás de mí oreja.
–Hace un día estupendo, ¿eh?
–La clase de días que me gustan –dije
mostrando mi acuerdo.
– ¿Qué hiciste ayer?
El tono de su voz era demasiado
posesivo.
–Me dediqué sobre todo al trabajo de
Literatura.
No añadí que lo había terminado, no
era necesario parecer pagada de mí misma. Se golpeó la frente con la base de la
mano.
–Ah, sí… Hay que entregarlo el
jueves, ¿verdad?
–Esto… Creo que el miércoles.
– ¿El miércoles? –Frunció el ceño–.
Mal asunto. ¿Sobre qué has escrito el tuyo?
–Acerca de la posible misoginia de
Shakespeare en el tratamiento de los personajes femeninos.
Me contempló como si le hubiera
hablado en chino.
–Supongo que voy a tener que ponerme
a trabajar en eso esta noche –dijo desanimado–. Te iba a preguntar si querías
salir.
–Ah.
Me había pillado con la guardia baja
¿Por qué ya no podía mantener una conversación agradable con Mike sin que
acabara volviéndose incómoda?
–Bueno, podríamos ir a cenar o algo
así… Puedo trabajar más tarde.
Me sonrió lleno de esperanza.
–Mike… –odiaba que me pusieran en un
aprieto–. Creo que no es una buena idea.
Se le descompuso el rostro.
– ¿Por qué? –preguntó con mirada
cautelosa. Mis pensamientos volaron hacia Edythe, preguntándome si también Mike
pensaba lo mismo.
–Creo, y te voy a dar una buena
paliza sin remordimiento alguno como repitas una sola palabra de lo que voy a
decir –le amenacé–, que eso heriría los sentimientos de Jessica.
Se quedó aturdido. Era obvio que no
pensaba en esa dirección de ningún modo.
– ¿Jessica?
–De verdad, Mike, ¿estás ciego?
–Vaya –exhaló claramente confuso.
Aproveché la ventaja para
escabullirme.
–Es hora de entrar en clase, y no
puedo llegar tarde.
Recogí los libros y los introduje en
mi mochila.
Caminamos en silencio hacia el
edificio tres. Mike iba con expresión distraída. Esperaba que, cualquiera que
fueran los pensamientos en los que estuviera inmerso, éstos le condujeran en la
dirección correcta.
Cuando vi a Jessica en Trigonometría,
desbordaba entusiasmo. Ella, Ángela y Lauren iban a ir de compras a Port Angels
esa tarde para buscar vestidos para el baile y quería que yo también fuera, a
pesar de que no necesitaba ninguno. Estaba indecisa. Sería agradable salir del
pueblo con algunas amigas, pero Lauren estaría allí y quién sabía que podía
hacer esa tarde… Pero ése era definitivamente el camino erróneo para dejar
correr mi imaginación…
De modo que le respondí que tal vez,
explicándole que primero tenía que hablar con Charlie.
No habló de otra cosa que del baile
durante todo el trayecto a la clase de Español y continuó, como si no hubiera
habido interrupción alguna, cuando la clase terminó al fin, cinco minutos más
tarde de la hora, y mientras nos dirigíamos a almorzar. Estaba demasiado
perdida en el propio frenesí de mis expectativas como para comprender casi nada
de lo que decía. Estaba dolorosamente ávida de ver no sólo a Edythe sino a
todos los Cullen, con el fin de poder contratar en ellos las nuevas sospechas
que llenaban mi mente. Al cruzar el umbral de la cafetería, sentí deslizarse
por la espalda y anidar en mi estómago el primer ramalazo de pánico. ¿Serían
capaces de saber lo que pensaba? Luego me sobresaltó un sentimiento distinto.
¿Estaría esperándome Edythe para sentarse conmigo otra vez?
Fiel a mi costumbre, miré primero
hacia la mesa de los Cullen. Un estremecimiento de pánico sacudió mi vientre al
percatarme de que estaba vacía. Con menor esperanza, recorrí la cafetería con
la mirada, esperando encontrarle sola, esperándome. El lugar estaba casi lleno –la
clase de Español nos había retrasado–, pero no había rastro de Edythe ni de su familia.
Es desconsuelo hizo mella en mí con una fuerza agobiante.
Anduve vacilante detrás de Jessica,
sin molestarme en fingir por más tiempo que la escuchaba.
Habíamos llegado lo bastante tarde
para que todo el mundo se hubiera sentado ya en nuestra mesa. Esquivé la silla
vacía junto a Mike a favor de otra al lado de Ángela. Fui vagamente consciente
de que Mike ofrecía amablemente la silla a Jessica, y de que el rostro de ésta
se iluminaba como respuesta.
Ángela me hizo unas cuantas preguntas
en voz baja sobre el trabajo de Macbeth, a las que respondí con la mayor
naturalidad posible mientras me hundía en las espirales de la miseria. También
ella me invitó a acompañarlas por la tarde, y ahora acepté, agarrándome a
cualquier cosa que me distrajera.
Comprendí que me había aferrado al
último jirón de esperanza cuando vi el asiento contiguo vacío al entrar en
Biología, y sentí una nueva ola de desencanto.
El resto del día transcurrió
lentamente, con desconsuelo. En Educación Física tuvimos una clase teórica sobre
las reglas del bádminton, la siguiente tortura que ponían en mi camino, pero al
menos eso significó que pude estar sentada escuchando en lugar de ir dando
tumbos por la pista. Lo mejor de todo es que el entrenador no terminó, por lo
que tendría otra jornada sin ejercicio al día siguiente. No importaba que me
entregaran una raqueta antes de dejarme libre el resto de la clase.
Me alegré de abandonar el campus. De
esa forma podría poner mala cara y deprimirme antes de salir con Jessica y
compañía, pero apenas había traspasado el umbral de la casa de Charlie, Jessica
me telefoneó para cancelar nuestros planes. Intenté mostrarme encantada de que
Mike la hubiera invitado a cenar, aunque lo que en realidad me aliviaba era que
al fin él parecía que iba a tener éxito, pero ese entusiasmo me sonó falso
incluso hasta a mí. Ella reprogramó nuestro viaje de compras a la tarde noche
del día siguiente.
Aquello me dejaba con poco que hacer
para distraerme. Había pescado en adobo, con una ensalada y pan que había
sobrado la noche anterior, por lo que no quedaba nada que preparar. Me mantuve
concentrada en los deberes, pero los terminé a la media hora. Revisé el correo
electrónico y leí los mails atrasados de mi madre, que eran cada vez más
apremiantes conforme se acercaban a la actualidad. Suspiré y tecleé una rápida
respuesta.
Mamá:
Lo
siento. He estado fuera. Me fui a la playa con algunos amigos y luego tuve que
escribir un trabajo para el instituto.
Mis excusas eran patéticas por lo que
renuncié a intentar justificarme.
Hoy
hace un día soleado. Lo sé, yo también estoy muy sorprendida, por lo que me voy
a ir al aire libre para empaparme de toda la vitamina D que pueda. Te quiero.
Bella.
Decidí matar una hora con alguna
lectura que no estuviera relacionada con las clases. Tenía una pequeña
colección de libros que me había traído a Forks. El más gastado por el uso era
una recopilación de obras de Jane Austen. Lo seleccioné y me dirigí al patio
trasero. Al bajar las escaleras tomé un viejo edredón roto del armario de la
ropa blanca.
Ya fuera, en el pequeño patio
cuadrado de Charlie, doblé el edredón por la mitad, lejos del alcance de la
sobra de los árboles, sobre el césped que iba a permanecer húmedo sin importar
durante cuánto tiempo brillara el sol. Me tumbé bocabajo, con los tobillos
entrecruzados al aire, hojeando las diferentes novelas del libro mientras
intentaba decidir cuál ocuparía mi mente a fondo. Mis favoritas eran Orgullo y
prejuicio y Sentido y sensibilidad. Había leído la primera recientemente, por
lo que comencé Sentido y sensibilidad para estar más de cinco minutos sin
encontrar una palabra o frase que
captara mi interés y me adentrara en la historia. Cerré el libro de golpe y me
di la vuelta para tumbarme de espaldas. Me arremangué la blusa lo máximo
posible y cerré los ojos. No quería pensar en otra cosa que no fuera el calor
del sol sobre mi piel, me dije a mi misma. La brisa seguía siendo suave, pero
su soplo lanzaba mechones de pelo sobre mi rostro, haciéndome cosquillas. Me
recogí el pelo detrás de la cabeza, dejándolo extendido en forma de abanico
sobre el edredón, y me concentré de nuevo en el calor que me acariciaba los
párpados, los pómulos, la nariz, los labios, los antebrazos, el cuello y
calentaba mi blusa ligera.
Lo próximo de lo que fui consciente fue
el sonido del coche patrulla de Charlie al girar sobre las losas de la acera.
Me incorporé sorprendida al comprender que la luz ya se había ocultado detrás
de los árboles y que me había dormido. Miré a mi alrededor, hecha un lío, con
la repentina sensación de no estar sola.
– ¿Charlie? –pregunté, pero solo oí
cerrarse de un portazo la puerta de su coche frente a la casa.
Me incorporé de un salto, con los
nervios a flor de piel sin ningún motivo, para recoger el edredón, ahora
empapado, y el libro. Corrí dentro para echar algo de gasóleo a la estufa al
tiempo que me daba cuenta de que la cena se iba a retrasar. Charlie estaba
colgando el cinto con la pistola y quitándose las botas cuando entré.
–Lo siento, papá, la cena aún no está
preparada. Me quedé dormida ahí fuera –dije reprimiendo un bostezo.
–No te preocupes –contestó–. De todos
modos, quería enterarme del resultado del partido.
Vi la televisión con Charlie después
de la cena, por hacer algo. No había ningún programa que quisiera ver, pero él
sabía que no me gustaba el baloncesto, por lo que puso una estúpida comedia de
situación que no disfrutamos ninguno de los dos. No obstante, parecía feliz de
que hiciéramos algo juntos. A pesar de mi tristeza, me sentí bien por
complacerle.
–Papá –dije durante los anuncios–,
Jessica y Ángela van a ir a mirar vestidos para el baile mañana por la tarde a
Port Angels y quieren que las ayude a elegir. ¿Te importa que las acompañe?
–
¿Jessica Stanley? –preguntó.
–Y Ángela Weber.
Suspiré mientras le daba todos los detalles.
–Pero tú no vas a ir al baile, ¿no? –comentó.
No lo entendía.
–No, papá, pero las voy a ayudar a
elegir los vestidos –no tendría que explicarle esto a una mujer–. Ya sabes,
aportar una crítica constructiva.
–Bueno, de acuerdo –pareció
comprender que aquellos temas de chicas se le escapaban–. Aunque, ¿no hay
colegio por la tarde?
–Saldremos en cuanto acabe el
instituto, por lo que podremos regresar temprano. Te dejaré lista la cena,
¿vale?
–Bella, me he alimentado durante
diecisiete años antes de que tú vinieras –me recordó.
–Y no sé cómo has sobrevivido –dije
entre dientes para luego añadir con mayor claridad–: Te voy a dejar algo de
comida fría en el frigorífico para que te prepares un par de sándwiches, ¿de
acuerdo? En la parte de arriba.
Me dedicó una divertida mirada de
tolerancia.
Al día siguiente, la mañana amaneció
soleada. Me desperté con esperanzas renovadas que intenté suprimir con denuedo.
Como el día era más templado, me puse una blusa escotada de color azul oscuro,
una prenda que hubiera llevado en Phoenix durante lo más crudo del invierno.
Había planeado llegar al instituto
justo para no tener que esperar a entrar en clase. Desmoralizada, di una vuelta
completa en el aparcamiento en busca de un espacio al tiempo que buscaba
también el Volvo plateado, que, claramente, no estaba allí. Aparqué en la
última fila y me apresuré a clase de Lengua, llegando sin aliento ni brío, pero
antes de que sonara el timbre.
Ocurrió lo mismo que el día anterior.
No pude evitar tener ciertas esperanzas que se disiparon dolorosamente cuando
en vano recorrí con la mirada el comedor y comprobé que seguía vacío el asiento
contiguo al mío de la mesa de Biología.
El plan de Port Angels por la tarde
regresó con mayor atractivo al tener Lauren otros compromisos. Estaba ansiosa
por salir del pueblo, para poder dejar de mirar por encima del hombro, con la
esperanza de verla aparecer de la nada como siempre hacía. Me prometí a mí
misma que iba a estar de buen humor para no arruinar a Ángela ni a Jessica el
placer de la caza de vestido. Puede que también yo hiciera algunas compras. Me
negaba a creer que esta semana podría ir de compras sola en Seattle porque
Edythe ya no estuviera interesada en nuestro plan. Seguramente no lo cancelaría
sin decírmelo al menos.
Jessica me siguió hasta casa en su
viejo Mercury blanco después de clase para que pudiera dejar los libros y mi
coche. Me cepillé el pelo a toda prisa mientras estaba dentro, sintiendo
resurgir una leve excitación ante la expectativa de salir de Forks. Sobre la
mesa, dejé una nota para Charlie en la que le volvía a explicar dónde encontrar
la cena, cambié mi desaliñada mochila escolar por un bolso que utilizaba muy de
tarde en tarde y corrí a reunirme con Jessica. A continuación fuimos a la casa
de Ángela, que nos estaba esperando. Mi excitación crecía exponencialmente
conforme el coche se alejaba de los límites del pueblo.
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