Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.
En realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté concentrarme en la lectura de tercer acto de Macbeth, estaba atenta a ver si oía el motor de mi coche. Pensaba que podría escuchar el rugido del motor por encima del tamborileo de la lluvia, pero cuando aparté la cortina para mirar de nuevo, apareció allí de repente.
En realidad, cuando me senté en mi habitación e intenté concentrarme en la lectura de tercer acto de Macbeth, estaba atenta a ver si oía el motor de mi coche. Pensaba que podría escuchar el rugido del motor por encima del tamborileo de la lluvia, pero cuando aparté la cortina para mirar de nuevo, apareció allí de repente.
No esperaba el viernes con especial interés, solo consistía en
reasumir mi vida sin expectativas. Hubo unos pocos comentarios, por supuesto.
Jessica parecía tener un interés especial por comentar el tema, pero, por
fortuna, Mike había mantenido el pico cerrado y nadie parecía saber nada de la
participación de Edythe. No obstante, Jessica me formuló un montón de preguntas
acerca de mi almuerzo y en clase de Trigonometría me dijo:
– ¿Qué quería ayer Edythe Cullen?
–No lo sé –respondí con sinceridad–. En realidad, no fue al
grano.
–Parecías como enfadada –comentó a ver si me sonsacaba algo.
– ¿Sí? –mantuve el rostro inexpresivo.
–Ya sabes, nunca antes le había visto sentarse con nadie que no
fuera su familia. Era extraño.
–Extraño en verdad –coincidí.
Parecía asombrada. Se alisó sus rizos oscuros con impaciencia.
Supuse que esperaba escuchar cualquier cosa que le pareciera una buena historia
que contar.
Lo peor de viernes fue que, a pesar de saber que ella no iba a
estar presente, aún albergaba esperanzas. Cuando entré en la cafetería en compañía
de Jessica y Mike, no pude evitar mirara la mesa en la que Rosalie, Alice y
Jasper se sentaban a hablar con las cabezas juntas. No pude contener la
melancolía que me abrumó al comprender que no sabía cuánto tiempo tendría que
esperar antes de volverla a ver.
En mi mesa de siempre no hacían más que hablar de los planes
para el día siguiente. Mike volvía a estar animado, depositaba mucha fe en el
hombre del tiempo, que vaticinaba sol para el sábado. Tenía que verlo para
creerlo, pero hoy hacía más calor, casi doce grados. Puede que la excursión no
fuera del todo espantosa.
Intercepté unas cuantas miradas poco amistosas por parte de
Lauren durante el almuerzo, hecho que no comprendí hasta que salimos juntas del
comedor. Estaba justo detrás de ella, a un solo pie de su pelo rubio, lacio y
brillante, y no se dio cuenta, desde luego, cuando oí lo que le murmuraba a
Mike:
–No sé por qué Bella –sonrió con desprecio al pronunciar mi
nombre– no se sienta con los Cullen de ahora en adelante.
Hasta ese momento no me había percatado de la voz tan nasal y
estridente que tenía, y me sorprendió la malicia que destilaba. En realidad no
la conocía muy bien; sin duda, no lo suficiente para que me detestara…, o eso
había pensado.
–Es mi amiga, se sienta con nosotros –le replicó en susurros
Mike, con mucha lealtad, pero también en forma un poquito posesiva. Me detuve
para permitir que Jessica y Ángela me adelantaran. No quería oír nada más.
Durante la cena de aquella noche, Charlie parecía entusiasmado
por mi viaje a La Push del día siguiente. Sospecho que se sentía culpable por
dejarme sola en casa los fines de semana, pero había pasado demasiados años
forjando unos hábitos para romperlos ahora. Conocía los nombres de todos los
chicos que iban, por supuesto, y los de sus padres y, probablemente, también
los de sus tatarabuelos. Parecía aprobar la excusión. Me pregunté si aprobaría
mi plan de ir en coche a Seattle con Edythe Cullen. Suponía que sí, después de
todo era mi amiga, aunque tampoco se lo iba a decir.
–Papá –pregunté como por casualidad–, ¿conoces un lugar llamado
Goat Rocks, o algo parecido? Creo que está al sur del monte Rainier.
–Sí… ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
–Algunos chicos comentaron la posibilidad de acampar allí.
–No es buen lugar para acampar –parecía sorprendido–. Hay
demasiados osos. La mayoría de la gente acude allí durante la temporada de
caza.
–Oh –murmuré–, tal vez haya entendido mal el nombre.
Pretendía dormir hasta tarde, pero un insólito brillo me
despertó. Abrí los ojos y vi entrar a chorros por la ventana una límpida luz
amarilla. No me lo podía creer. Me apresuré a ir a la ventana para comprobarlo,
y efectivamente, allí estaba el sol. Ocupaba un lugar equivocado en el cielo,
demasiado bajo, y no parecía tan cercano como de costumbre, pero era el sol,
sin duda. Las nubes se congregaban en el horizonte, pero en el medio del cielo
se veía una gran área azul. Me demoré en la ventana todo lo que pude, temerosa
de que el azul del cielo volviera a desaparecer en cuanto me fuera.
La tienda de artículos deportivos olímpicos de Newton se situaba
al extremo norte del pueblo. La había visto con anterioridad, pero nunca me
había detenido allí al no necesitar ningún artículo para estar al aire libre
durante mucho tiempo. En el aparcamiento reconocí el Suburban de Mike y el
Sentra de Tyler. Vi al grupo alrededor de la parte delantera del Suburban
mientras aparcaba junto a ambos vehículos. Eric estaba allí en compañía de
otros dos chicos con los que compartía clases; estaba casi segura de que se
llamaban Ben y Conner. Jess también estaba, flanqueada por Ángela y Lauren. Las
acompañaban otras tres chicas, incluyendo una a la que recordaba haberle caído
encima durante la clase de gimnasia del viernes. Esta me dirigió una mirada
asesina cuando bajé del coche, y le susurró algo a Lauren, que se sacudió la
dorada melena y me miró con desdén.
De modo que aquel iba a ser uno de esos días.
Al menos Mike se alegraba de verme.
– ¡Has venido! –gritó encantado–. ¿No te dije que hoy iba a ser
un día soleado?
–Y yo te dije que iba a venir –le recordé.
–Solo nos queda esperar a Lee y a Samantha, a menos que tú hayas
invitado a alguien –agregó.
–No –mentí con desenvoltura mientras esperaba que no me
descubriera y deseando al mismo tiempo
que ocurriese un milagro y apareciera Edythe.
Mike pareció satisfecho.
– ¿Montarás en mi coche? Es eso o la mini furgoneta de la madre
de Lee.
–Claro.
Sonrió gozoso. ¡Qué fácil era hacer feliz a Mike!
–Podrás sentarte junto a la ventanilla –me prometió. No
resultaba tan sencillo hacer felices a Mike y a Jessica al mismo tiempo. Ya la
veía mirándonos ceñuda.
No obstante, el número jugaba a mi favor. Lee trajo a dos
personas más y de repente se necesitaron todos los asientos. Me las arreglé
para situar a Jessica en el asiento delantero del Suburban, entre Mike y yo.
Mike podría haberse comportado con más elegancia, pero al menos Jess parecía
aplacada.
Entre La Push y Forks había menos de veinticuatro kilómetros de
densos y vistosos bosques verdes que bordeaban la carretera. Debajo de los
mismos serpenteaba el caudaloso río Quillayute. Me alegré de tener el asiento
de la ventanilla. Giré la manivela para bajar el cristal –el Suburban resultaba
un poco claustrofóbico con nueve personas dentro– e intenté absorber tanta luz
solar como me fue posible.
Había visto las playas que rodeaban La Push muchas veces durante
mis vacaciones en Forks con Charlie, por lo que ya me había familiarizado con
la playa en forma de media luna de más de kilómetro y medio de First Beach.
Seguía siendo impresionante. El agua de un color gris oscuro, incluso cuando la
bañaba la luz del sol, aparecía coronada de espuma blanca mientras se mecía
pesadamente hacia la rocosa orilla gris. Las paredes de los escarpados
acantilados de las islas se alzaban sobre las aguas del malecón metálico. Estos
alcanzaban alturas desiguales y estaban coronados por austeros abetos que se
elevaban hacia el cielo. La playa solo tenía una estrecha franja de auténtica
arena al borde del agua, detrás de la cual se acumulaban miles y miles de rocas
grandes y lisas que, a lo lejos, parecían de un gris uniforme, pero de cerca
tenían todos los matices posibles de una piedra: terracota, verdemar, lavanda,
celeste grisáceo, dorado mate. La marca que dejaba la marea en la plata estaba
sembrada de árboles de color ahuesado –a causa de la salinidad marina–
arrojados a la costa por las olas.
Una fuerte brisa soplaba desde el mar, frío y salado. Los
pelícanos flotaban sobre las ondulaciones de la marea mientras las gaviotas y
un águila solitaria las sobrevolaban en círculos. Las nubes seguían trazando un
círculo en el firmamento, amenazando con invadirlo de un momento a otro, pero,
por ahora, el sol seguía brillando espléndido con su halo luminoso en el azul
del cielo.
Elegimos un camino para bajar a la playa. Mike nos condujo hacia
un círculo de lefios arrojados a la playa por la marea. Era obvio que los
habían utilizado antes para acampadas como la nuestra. En el lugar ya se veía
el redondel de una fogata cubierto de cenizas negras. Eric y el chico que, según
creía, se llamaba Ben recogieron ramas rotas de los montones más secos que se
apilaban al borde del bosque, y pronto tuvimos una fogata con forma de tipi
encima de los viejos rescoldos.
– ¿Has visto alguna vez una fogata de madre varada en la playa? –me
preguntó Mike.
Me sentaba en un banco de color blanquecino. En el otro extremo
se congregaban las demás chicas, que chismorreaban animadamente. Mike se
arrodilló junto a la hoguera y encendió una rama pequeña con un mechero.
–No reconocí mientras él lanzaba con precaución la rama en
llamas contra el tipi.
–Entonces, te va a gustar… Observa los colores.
Prendió otra ramita y la depositó junto a la primera. Las llamas
comenzaron a lamer con rapidez la lefia seca.
– ¡Es azul! –exclamé sorprendida.
–Es a causa de la sal. ¿Precioso, verdad?
Encendió otro más y la colocó allí donde el fuego no había
prendido y luego vino a sentarse a mi lado. Por fortuna, Jessica estaba junto a
él, al otro lado. Se volvió hacia Mike y reclamó su atención. Contemplé las
fascinantes llamas verdes y azules que chisporroteaban hacia el cielo.
Después de media hora de cháchara, algunos chicos quisieron dar
una caminata hasta las marismas cercanas. Era un dilema. Por una parte, me
encantan las pozas que se forman durante la bajamar. Me han fascinado desde
niña; era una de las pocas cosas que me hacían ilusión cuando debía venir a
Forks, pero, por otra, también me caía dentro un montón de veces. No es un buen
trago cuando se tiene siete años y estas con tu padre. Eso me recordó la petición
de Edythe, de que no me cayera al mar.
Lauren fue quien decidió por mí. No quería caminar, ya que
calzaba unos zapatos nada adecuados para hacerlo. La mayoría de las otras
chicas, incluidas Jessica y Ángela, decidieron quedarse también en la playa.
Esperé a que Tyler y Eric se hubieran comprometido a acompañarlas antes de
levantarme con sigilo para unirme al grupo de caminantes. Mike me dedicó una
enorme sonrisa cuando vio que también iba.
La caminata no fue demasiado larga, aunque me fastidiaba perder de
vista el cielo al entrar al bosque. La luz verde de este difícilmente podía
encajar con las risas juveniles, era demasiado oscuro y aterrador para estar en
armonía con las pequeñas bromas que se gastaban a mí alrededor. Debía vigilar
cada paso que daba con sumo cuidado para evitar las raíces del suelo y las
ramas que había sobre mi cabeza, por lo que no tardé en rezagarme. Al final me
adentré en los confines esmeralda de la foresta y encontré de nuevo la rocosa
orilla. Había bajado la marea y un río fluía a nuestro lado de camino hacia el
mar. A lo largo de sus orillas sembradas de guijarros había pozas poco
profundas que jamás se secaban del todo. Eran un hervidero de vida.
Tuve buen cuidado de no inclinarme demasiado sobre aquellas
lagunas naturales. Los otros fueron más intrépidos, brincaron sobre las rocas y
se encaramaron a los bordes de forma precaria. Localicé una piedra de
apariencia bastante estable en los aledaños de una de las lagunas más grandes y
me senté con cautela, fascinada por el acuario natural que había a mis pies.
Ramilletes de brillantes anémonas se ondulaban sin cesar al compás de la
corriente invisible. Conchas en espiral rodaban sobre los repliegues en cuyo
interior se ocultaban los cangrejos. Una estrella de mar inmóvil se aferraba a
las rocas, mientras una rezagada anguila pequeña de estrías blancas zigzagueaba
entre los relucientes juncos verdes a la espera de la pleamar. Me quedé
completamente absorta, a excepción de una pequeña parte de mi mente, que se
preguntaba qué estaría haciendo ahora Edythe e intentaba imaginar lo que diría
de estar aquí conmigo.
Finalmente, los muchachos sintieron apetito y me levanté con
rigidez para seguirlos de vuelta a la playa. En esta ocasión intenté seguirles
el ritmo a través del bosque, por lo que me caí unas cuantas veces, como no. Me
hice algunos rasguños poco profundos en las palmas de las manos, y las rodillas
de mis vaqueros se riñeron de verdín, pero podía haber sido peor.
Cuando regresamos a First Beach, el grupo que habíamos dejado se
había multiplicado. Al acercarnos pude ver el lacio y reluciente pelo negro y
cobriza piel de los recién llegados, unos adolescentes de la reserva que habían
acudido para hacer un poco de vida social.
La comida ya había empezado a repartirse, y los chicos se apresuraron
para pedir que la compartieran mientras Eric nos presentaba al entrar en el
círculo de la fogata. Ángela y yo fuimos las últimas en llegar y me di cuenta
de que la más joven de los recién llegados, sentada en el suelo cerca del
fuego, me miraba con interés cuando Eric pronunció nuestros nombres. Me senté
junto a Ángela, y Mike nos trajo unos sándwiches y una selección de refrescos
para que eligiéramos mientras que la chica que tenía aspecto de ser la
mayor de los visitantes pronunciaba los
nombres de los otros siete jóvenes que la acompañaban. Todo lo que pude
comprender es que una de las chicas también se llamaba Jessica y que la
muchacha cuya atención había despertado respondía al nombre de Julie.
Resultaba relajante sentarse con Ángela, era una de esas
personas sosegadas que no sentían la necesidad de llenar todos los silencios
con cotorreos. Me dejó cavilar tranquilamente sin molestarme mientras comíamos.
Pensaba de qué forma tan deshilvanada transcurría el tiempo en Forks; a veces
paraba como en una nebulosa, con unas imágenes únicas que sobresalían con mayor
claridad que el resto, mientras que en otras ocasiones cada segundo era
relevante y se gravaba en mi mente. Sabía con exactitud que causaba la
diferencia y eso me perturbaba.
Las nubes comenzaron a avanzar durante el almuerzo. Se
deslizaban por el cielo azul y ocultaban de forma fugaz y momentánea el sol,
proyectando sombras alargadas sobre la playa y oscureciendo las olas. Los
chicos comenzaron a alejarse a duetos y tríos cuando terminaron de comer.
Algunos descendieron hasta el borde del mar para jugar a la cabrilla lanzando
piedras sobre la superficie agitada del mismo. Otros se congregaron para
efectuar una segunda expedición a las pozas. Mike, con Jessica convertida en su
sombra, encabezó otra a la tienda de la aldea. Algunos de los nativos los
acompañaron y otros se fueron a pasear. Para cuando se hubieron dispersado
todos, me había quedado sentada sola sobre un leño, con Lauren y Tyler muy
ocupados con un reproductor de Cd que alguien había tenido la ocurrencia de
traer, y tres adolescentes de la reserva situados alrededor del fuego,
incluyendo a la joven llamada Julie y a la más adulta, la que había actuado de
portavoz.
A los pocos minutos, Ángela se fue con los paseantes y Julie
acudió para sentarse en el sitio libre que aquella había dejado a mi lado. A
juzgar por su aspecto debería tener catorce, tal vez quince años. Llevaba el
brillante pelo largo recogido con una goma elástica en la nuca. Tenía una
preciosa piel sedosa de color rojizo y ojos oscuros sobre los pómulos
pronunciados, y los labios curvos como un arco. Tenía un rostro muy bonito. Sin
embargo, las primeras palabras que salieron de su boca estropearon aquella
impresión positiva.
–Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Aquello era como empezar otra vez el primer día de instituto.
–Bella –dije con un suspiro.
–Me llamo Julie Black –me tendió la mano con gesto amistoso–. Tú
compraste el coche de mi papá.
–Oh –dije aliviada mientras le estrechaba la suave mano–. Eres
la hija de Billy. Probablemente acordarme de ti.
–No soy la benjamina… Deberías acordarte de mis hermanos
mayores.
–Adam y Aaron –recordé de pronto.
Charlie y Billy nos habían abandonado juntos muchas veces para
mantenernos ocupados mientras pescaban. Era demasiado tímida y a ellos
realmente no les agradaba la idea de hacer amistad con una niña, por lo que no
hubo mucho progreso en el tema de la socialización en aquella época. Por
supuesto, había montado las suficientes rabietas para terminar con las
excursiones de pesca cuando tuve once años.
– ¿Han venido? –inquirí mientras examinaba a los chicos que
estaban al borde del mar preguntándome si sería capaz de reconocerlos ahora.
–No –Julie negó con la cabeza–. Adam tiene una beca del estado
de Washington y Aaron se casó con una surfista samoana. Ahora vive en Hawái.
– ¿Está casado? Vaya –estaba atónita. Los gemelos apenas tenían
un año más que yo.
– ¿Qué tal te funciona el monovolumen? –preguntó.
–Me encanta, y va muy bien.
–Sí, pero es muy lento –se rió–. Respiré aliviada cuando Charlie
lo compró. Papá no me hubiera dejado ponerme a trabajar en la construcción de
otro coche mientras tuviéramos uno en perfectas condiciones.
–No es tan lento –objeté.
– ¿Has intentado pasar de sesenta?
–No.
–Bien. No lo hagas.
Esbozó una amplia sonrisa y no pude evitar devolvérsela.
–Eso lo mejora en caso de accidente –alegué en defensa de mi
automóvil.
–Dudo que un tanque pudiera con ese viejo dinosaurio –admitió
entre risas.
–Así que fabricas coches… –comenté, impresionada.
–Cuando dispongo de tiempo libre y de piezas. ¿No sabrás por
casualidad donde puedo adquirir un cilindro maestro para un Volkswagen Rabbit
del ochenta y seis? –añadió jocosamente. Tenía una voz amable, cálida y un
tanto gutural.
–Lo siento –me eché a reír–. No he visto ninguno últimamente,
pero estaré ojo avizor para avisarte.
Como si yo supiera qué era eso. Era muy fácil conversar con
ella. Exhibió una sonrisa radiante y me contempló en señal de apreciación, de
una forma que había aprendido a reconocer en los chicos. No fui la única que se
dio cuenta.
– ¿Conoces a Bella, Julie? –preguntó Lauren desde el otro lado
del fuego con un tono que yo imaginé como insolente.
–En cierto modo, hemos sabido la una de la otra desde que nací –contestó
entre risas, y volvió a sonreírme.
– ¡Qué bien!
No parecía que fuera eso lo que pensara, y entrecerró sus
pálidos ojos de besugo.
–Bella –me llamó de nuevo mientras estudiaba con atención mi
rostro–, le estaba diciendo a Tyler que es una pena que ninguno de los Cullen
haya venido hoy. ¿Nadie se ha acordado de invitarlos?
Su expresión preocupada no era demasiado convincente.
– ¿Te refieres a la familia del doctor Carlisle Cullen? –preguntó
la mayor de las chicas de la reserva antes de que yo pudiera responder, para
gran irritación de Lauren. En realidad, tenía más de mujer que de niña y su voz
era más profunda. A diferencia de Julie, llevaba el cabello corto como un
chico.
–Sí, ¿los conoces? –preguntó con gesto condescendiente,
volviéndose en parte hacia ella.
–Los Cullen no vienen aquí –respondió en un tono que daba el
tema por zanjado e ignorando la pregunta de Lauren.
Tyler le preguntó a Lauren qué le parecía el CD que sostenía en
un intento de recuperar su atención. Ella se distrajo.
Contemplé a la desconcertante joven de voz profunda, pero ella
miraba a lo lejos, hacia el bosque umbrío que teníamos detrás de nosotros.
Había dicho que los Cullen no venían aquí, pero el tono empleado dejaba
entrever algo más, que no se les permitía, que lo tenían prohibido. Su actitud
me causó una extraña impresión que intenté ignorar sin éxito. Julie interrumpió
el hilo de mis cavilaciones.
– ¿Aún te sigue volviendo loca Forks?
–Bueno, yo diría que eso es un eufemismo –hice una mueca y ella
sonrió con comprensión.
Le seguía dando vueltas al breve comentario sobre los Cullen y
de repente tuve una inspiración. Era un plan estúpido, pero no se me ocurría
nada mejor. Albergaba la esperanza de que la joven Julie fuera inexperta, por
lo que no vería lo penoso de mis intentos de empezar una amistad.
– ¿Quieres bajar a dar un paseo por la playa conmigo? –le
pregunté mientras intentaba imitar la forma en que Edythe me miraba a través de
los parpados. No iba a causar el mismo efecto, estaba segura, pero Julie se
incorporó de un salto con bastante predisposición.
Las nubes terminaron por cerrar filas en el cielo, oscureciendo
las aguas del océano y haciendo descender la temperatura, mientras nos
dirigíamos hacia el norte entre rocas de múltiples tonalidades, en dirección al
espigón de madrea. Metí las manos en los bolsillos de mi chaquetón.
–De modo que tienes… ¿dieciséis años? –le pregunté al tiempo que
intentaba no parecer una idiota cuando parpadee como había visto hacer a las
chicas en la televisión.
–Acabo de cumplir quince –confesó adulada.
– ¿De verdad? –Mi rostro se llenó de una falsa expresión de
sorpresa–. Hubiera jurado que eras mayor.
–Soy alta para mi edad –explicó.
– ¿Subes mucho a Forks? –pregunté con malicia, simulando esperar
un sí por respuesta. Me vi como una tonta y temí que, disgustada, se diera la
vuelta tras acusarme de ser una farsante, pero aún parecía adulada.
–No demasiado –admitió con gesto de disgusto–, pero podré ir las
veces que quiera en cuanto haya terminado el coche… y tena el carné –añadió.
– ¿Quién era esa otra chica con la que hablaba Lauren? Parecía
un poco mayor para andar con nosotros –me incluí a propósito entre los más
jóvenes en un intento de dejarle claro que la prefería a ella.
–Es Samantha, Sam. Tiene diecinueve años –me informó Julie.
– ¿Qué era lo que decía sobre la familia del doctor? –pregunté
con toda inocencia.
– ¿Los Cullen? Se supone que no se acercan a la reserva.
Desvió la mirada hacia la Isla James mientras confirmaba lo que
creía haber oído de labios de Sam.
– ¿Por qué no?
Me devolvió la mirada y se mordió el labio.
–Vaya. Se supone que no debo decir nada.
–Oh, no se lo voy a contar a nadie. Solo siento curiosidad.
Probé a esbozar una sonrisa amable al tiempo que me preguntaba
si no me estaba pasando un poco, aunque ella me devolvió la sonrisa con la
misma amabilidad y algo más que no llegué a descifrar. Luego enarcó una ceja y
su voz subió una octava cuando me pregunto en tono bromista:
– ¿Te gustan las historias de miedo?
–Me encantan –repliqué con entusiasmo, esforzándome para
engañarla.
Julie paseó hasta un árbol cercano varado en la playa cuyas
raíces sobresalían como las patas de una gran araña blancuzca. Se apoyó
levemente sobre una de las raíces retorcidas mientras me sentaba a sus pies,
apoyándome sobre el tronco. Contempló las rocas. Una sonrisa pendía de la
comisura de sus labios carnosos y supe que iba a intentar hacerlo lo mejor que
pudiera. Me esforcé para que se notara en mis ojos el vivo interés que yo
sentía.
– ¿Conoces alguna de nuestras leyendas ancestrales? –comenzó–.
Me refiero a nuestro origen, el de los quileutes.
–En realidad, no –admití.
–Bueno, existen muchas leyendas. Se afirma que algunas se
remontan al Diluvio. Supuestamente, los antiguos quileutes amarraron sus canoas
a lo alto de los árboles más grandes de las montañas para sobrevivir, igual que
Noé y el arca –me sonrió para demostrarme le poco crédito que daba a esas
historias–. Otra leyenda afirma que descendemos de los lobos, y que estos
siguen siendo nuestros hermanos. La ley de la tribu prohíbe matarlos
»Y luego están las historias de sobre los fríos.
– ¿Los fríos? –pregunté sin esconder mi curiosidad.
–Si. Las historias de los fríos son tan antiguas como las de los
lobos, y algunas son mucho más recientes. De acuerdo con la leyenda, mi propia
tatarabuela conoció a algunos de ellos. Fue ella quien selló el trato que los
mantiene alejados de nuestras tierras.
Entornó los ojos.
– ¿Tu tatarabuela? –le animé.
–Era la jefa de la tribu, como mi madre. Ya sabes, los fríos son
los enemigos naturales de los lobos, bueno no de los lobos en realidad, sino de
los lobos que se convierten en humanas, como nuestras ancentras. Tú las
llamarías licántropos.
– ¿Tienen enemigos naturales los licántropos?
–Solo uno.
La miré con avidez, confiando en hacer pasar mi impaciencia por
admiración. Julie prosiguió:
–Ya sabes, los fríos han sido tradicionalmente enemigos
nuestros, pero el grupo que llegó a nuestro territorio en la época de mi
tatarabuela era diferente. No cazaban como lo hacían los demás y no debían de
ser un peligro para la tribu, por lo que mi antepasada llegó a un acuerdo con
ellos. No los delataríamos a los rostros pálidos si prometían mantenerse lejos
de nuestras tierras.
Me guiñó un ojo.
–Si no eran peligrosos, ¿por qué…? –intenté comprender al tiempo
que me esforzaba por ocultarle lo seriamente que me estaba tomando esta
historia de fantasmas.
–Siempre existe un riesgo para los humanos que están cerca de
los fríos, incluso si son civilizados como ocurría con este clan –instiló un
evidente tono de amenaza en su voz de forma deliberada–. Nunca se sabe cuándo
van a tener demasiada sed como para soportarla.
– ¿A qué te refieres con eso de «civilizados»?
–Sostienen que no cazan hombres. Supuestamente son capaces de sustituir
a los animales como presas en lugar de hombres.
Intenté conferir a mi voz un tono lo más casual posible.
– ¿Y cómo encajan los Cullen en todo esto? ¿Se parecen a los
fríos que conoció tu tatarabuela?
–No –hizo una pausa dramática–. Son los mismos.
Debió de creer que la expresión de mi rostro estaba provocada
por el pánico causado por su historia. Sonrió complacida y continuó:
–Ahora son más, otro macho y una hembra nueva, pero el resto son
los mismos. La tribu ya conocía a su líder, Carlisle, en tiempos de mi
antepasado. Iba y venía por estas tierras incluso antes de que llegara tu
gente.
Reprimió una sonrisa.
– ¿Y qué son? ¿Qué son los fríos?
Sonrió sombríamente.
–Bebedores de sangre –replicó con voz estremecedora–. Tu gente
los llama vampiros.
Permanecí contemplando el mar encrespado, no muy segura de lo
que reflejaba mi rostro.
–Se te ha puesto la carne de gallina –rió encantada.
–Eres una estupenda narradora de historias –le felicité sin
apartar la vista del oleaje.
–El tema es un poco fantasioso, ¿no? Me pregunto por qué papá no
quiere que hablemos con nadie del asunto.
Aún no lograba controlar la expresión del rostro lo suficiente
como para mirarle.
–No te preocupes. No te voy a delatar.
–Supongo que acabo de violar el tratado –se rió.
–Me llevaré el secreto a la tumba –le prometí, y entonces me
estremecí.
–En serio, no le digas nada a Charlie. Se puso hecho una furia
con mi padre cuando descubrió que algunos de nosotros no íbamos al hospital
desde que el doctor Cullen comenzó a trabajar allí.
–No lo haré, por supuesto que no.
– ¿Qué? ¿Crees que somos un puñado de nativos supersticiosos? –preguntó
con voz juguetona, pero con un deje de precaución. Yo aún no había apartado los
ojos del mar, por lo que me giré y le sonreí con la mayor normalidad posible.
–No. Creo que eres muy bueno contando historias de miedo. Aún
tengo los pelos de punta.
–Genial.
Sonrió. Entonces el entrechocar de los guijarros nos alertó de
que alguien se acercaba. Giramos las cabezas al mismo tiempo para ver a Mike y
a Jessica caminando en nuestra dirección a unos cuarenta y cinco metros.
–Ah, estás ahí, Bella –gritó Mike aliviado mientras movía el
brazo por encima de su cabeza.
– ¿Ese es tu novio? –preguntó Julie, alertada por el tono de voz
de Mike. Me sorprendió que resultase tan obvio.
–No, definitivamente no –susurré.
Le estaba terriblemente agradecida a Julie y deseosa de hacerle
lo más feliz posible. Le guiñé el ojo, girándome de espaldas con cuidado antes
de hacerlo. Ella sonrió, entusiasmada por mi gesto.
–Cuando tenga el carné… –comenzó.
–Tienes que venir a verme a Forks. Podríamos salir alguna vez –me
sentí culpable al decir esto, sabiendo que la había utilizado, pero Julie me
gustaba de verdad. Era alguien de quien podría ser amiga con facilidad.
Mike llegó a nuestra altura, con Jessica aún a pocos pasos
detrás. Vi como esta evaluaba a Julie con la mirada y sonreía burlona ante su
aparente juventud.
– ¿Dónde has estado? –me preguntó Mike pese a tener la repuesta
delante de él.
–Julie me acaba de contar algunas historias locales –le dije
voluntariamente–. Ha sido muy interesante.
Sonreí a Julie con afecto y ella me devolvió la sonrisa.
–Bueno –Mike hizo una pausa, reevaluando la situación al
comprobar nuestra complicidad–. Estamos recogiendo. Parece que pronto va a
empezar a llover.
Todos alzamos la mirada al cielo encapotado. Sin duda, estaba a
punto de llover.
–De acuerdo –me levanté de un salto–, voy.
–Ha sido un placer volver a verte –dijo Julie, mofándose un poco
de las mirada que nos estaba lanzando Mike.
–La verdad es que sí. La próxima vez que Charlie baje a ver a
Billy, yo también vendré –prometí.
Su sonrisa se ensanchó.
–Eso sería estupendo.
–Y gracias –añadí de corazón.
Me calé la capucha en cuanto empezamos a andar con paso firme
entre la rocas hacia el aparcamiento. Habían comenzado a caer unas cuantas
gotas, formando marcas oscuras sobre las rocas en las que impactaban. Cuando
llegamos al coche de Mike, los otros ya regresaban de vuelta, cargando con
todo. Me deslicé al asiento trasero junto a Ángela y Tyler, anunciando que ya
había gozado de mi turno junto a la ventanilla. Ángela se limitó a mirar por la
ventana a la creciente tormenta y Lauren se removió en el asiento del centro
para copar la atención de Tyler, por lo que solo pude reclinar la cabeza sobre
el asiento, cerrar los ojos e intentar no pensar con todas mis fuerzas.
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