domingo, 28 de mayo de 2023

El juego del escondite

 Disclaimer: Los libros aquí transcriptos, así como sus personajes pertenecen a Stephenie Meyer, yo solo tengo derecho sobre el fanfic, hecho sin ánimos de lucro, solo por mero entretenimiento.







—¿Qué era?

Había perdido el control de mi voz átona e indiferente.

Jasper se me quedó mirando. Mantuve la expresión ausente y esperé. Sus ojos se posaron alternativamente en el rostro de Alice y en el mío, sintiendo el caos. Sabía lo que acababa de ver Alice.

Sentí que un remanso de tranquilidad se instalaba en mi interior. No me resistí, ya que me ayudaba a mantenerme bajo control.

Alice también se recobró y al final, con voz sorprendentemente sosegada y convincente, contestó:

—En realidad, nada. Solo la misma habitación de antes —me miró, viendo por primera vez—. ¿Quieres desayunar?

—No, tomaré algo en el aeropuerto.

También yo me sentía tranquila. Por un momento creí que Jasper había compartido conmigo su poder extrasensorial, ya que percibí la desesperación de Alice —a pesar de que la ocultaba muy bien— porque yo saliera de la habitación y ella se pudiera quedar a solas con Jasper. De ese modo, le podía contar que se estaban equivocando, que iban a fracasar…

Alice seguía con los ojos clavados en mí.

—¿Tu madre está bien?

Tuve que dar un trago de bilis. Solo tenía un guion preparado.

—Mi madre estaba preocupada, quería venir a Phoenix —dije con voz monótona—. Pero todo va bien, la he convencido de que se quede en Florida por el momento.

—Eso está bien.

—Sí —respondí como una autómata.

Di media vuelta y caminé lentamente hacia el dormitorio, notando cómo sus ojos me seguían durante todo el trayecto. Cerré la puerta detrás de mí y entonces hice lo que pude. Me duché y me vestí con ropa de mi talla. Rebusqué en mi petate hasta encontrar el calcetín lleno de dinero y lo vacié en mi monedero. Me quedé allí un minuto, sin mirar a ningún sitio, intentando pensaren las cosas en las que podía hacerlo sin levantar sospechas. Y se me ocurrió una idea.

Me arrodillé junto a la mesita de noche y abrí el cajón superior. Debajo del imprescindible ejemplar de la Biblia había un montón de papel y un bolígrafo. Saqué una hoja y un sobre del cajón.

—Edythe… —escribí.

Me temblaba la mano. Las letras apenas eran legibles.


Te quiero.

De nuevo, lo siento. Lo siento muchísimo. Tiene a mi madre en su poder y he de intentarlo a pesar de saber que no funcionará. Lo siento mucho, muchísimo.

No te enfades con Alice y Jasper. Si consigo escaparme de ellos será un milagro. Dales las gracias de mi parte, en especial a Alice.

Y te lo suplico, por favor, no la sigas. Eso es precisamente lo que quiere. No podría soportar que alguien saliera herido por mi culpa, especialmente tú. Por favor, es lo único que pido. Hazlo por mí.

No lamento haberte conocido. Y jamás lamentaré haberte amado.

Perdóname.

Bella.


Doblé la carta en tres partes y sellé el sobre. Terminaría encontrándola. Esperaba que lo entendiera. Esperaba que me perdonara, pero lo que realmente esperaba es que me hiciera caso.

Cuando volví a la salita de estar, ya estaban preparados.

En esta ocasión, me senté sola en el asiento trasero. Jasper no me quitaba el ojo desde el retrovisor cuando pensaba que no me daba cuenta. Me mantenía tranquila, lo que era de agradecer.

Alice reclinaba la espalda contra la puerta, con el rostro frente a Jasper, pero sabía que me observaba con su visión periférica. ¿Cuánto habría visto? ¿Estaría esperando que intentara algo? ¿O estaría más concentrada en los movimientos de la rastreadora?

—¿Alice? —pregunté.

—¿Sí? —contestó con prevención.

—He escrito una nota para mi madre —dije despacio—. ¿Se la darías? Quiero decir que si se la puedes dejar en casa.

—Sin duda, Bella —respondió con voz cautelosa, como se hablaría con alguien que estuviera realmente destrozado. Ambos veían que me estaba desmoronando. Tenía que controlar mejor mis emociones.

No tardamos en llegar al aeropuerto. Jasper estacionó en el centro del cuarto piso del garaje. Allí el sol no podía penetrar a través de los bloques de cemento. No nos apartamos en ningún momento de las sombras mientras nos dirigíamos a la terminal. Era la número 4, la más grande y la que ofrecía mayor confusión. Tal vez pudiera aprovecharme de aquello.

Fui yo quien los guie, ya que, por una vez, conocía el entorno mejor que ellos. Tomamos el ascensor para descender al nivel tres, donde bajaban los pasajeros. Alice y Jasper se entretuvieron un rato estudiando el panel de salida de los vuelos. Los escuchaba discutiendo las ventajas e inconvenientes de Nueva York, Chicago, Atlanta, lugares en los que nunca había estado y en los que ya nunca estaría.

Intenté no pensar en mi huida. Nos sentamos en una de las largas filas de sillas cerca de los detectores de metales. Jasper y Alice fingían observar a la gente, pero, en realidad, solo me observaban a mí. Ambos seguían de reojo todos y cada uno de mis movimientos en la silla. Me sentía desesperanzada. ¿Podría arriesgarme a correr? ¿Se atreverían a impedir que me escapara con tanta gente alrededor? ¿O simplemente me seguirían?

Hiciera lo que hiciera, iba a tener que elegir bien el momento. Si esperaba hasta que Edythe y Carlisle se acercaran, Alice tendría que esperarlos, ¿verdad? Pero tampoco podía permitir que se acercaran demasiado. Estaba bastante segura de que a Edythe no le importaría que hubiera testigos humanos si empezaba a perseguirme.

Una parte de mí era capaz de tomar todas aquellas decisiones tan calculadas. La otra parte era excepcionalmente consciente de que Edythe estaba a punto de llegar, como si cada una de las células de mi cuerpo se sintiera atraída hacia ella. Esa sensación me complicaba las cosas, y pronto me descubrí buscando excusas para quedarme a verla antes de escapar, aunque eso me limitaba la posibilidad de huir.

Alice se ofreció varias veces para acompañarme a desayunar.

—Más tarde —le dije—, todavía no.

Estudié el panel de llegadas de los vuelos, comprobando cómo uno tras otro llegaban con puntualidad. El vuelo procedente de Seattle cada vez ocupaba una posición más alta en el panel.

Los dígitos volvieron a cambiar cuando solo me quedaban treinta minutos para intentar la fuga. Su vuelo llegaba con diez minutos de adelanto, por lo que se me acababa el tiempo.

Saqué de mi bolsillo el sobre sin destinatario y se lo tendí a Alice.

—¿Se la darás?

Asintió con la cabeza, tomó la carta y la introdujo en su mochila.

—Creo que me apetece comer ahora —dije.

Alice se puso de pie.

—Iré contigo.

—¿Te importa que venga Jasper en tu lugar? —pregunté—. ¿Me siento un poco… —no terminé la frase. Mis ojos estaban lo bastante enloquecidos como para transmitir la sensación.

Jasper se levantó. Alice parecía confusa, pero comprobé, para alivio mío, que no sospechaba nada. Ella debía de atribuir la alteración en su visión a alguna maniobra de la rastreadora, más que a una posible traición por mi parte.

Jasper caminó junto a mí en silencio, con la mano en mis riñones, como si me estuviera guiando. Simulé falta de interés por las primeras cafeterías del aeropuerto con que nos encontramos, y moví la cabeza a izquierda y derecha en busca de algo, cualquier cosa. Debía de haber una ventana de oportunidad que pudiera usar.

Vi el símbolo y tuve una idea. Inspiración surgida de la desesperación. Había un lugar al que Jasper no podía acompañarme.

Tenía que actuar rápido, antes de que Alice viera algo.

—¿Te importa? —Pregunté a Jasper, señalando la puerta con la cabeza—. Solo será un momento.

—Aquí estaré —prometió él.

Eché a correr en cuanto doblé la esquina de la entrada sin puerta y estuve fuera de su vista.

Era mejor solución de lo que había pensado en un primer momento. Recordaba aquella habitación. La longitud de mis zancadas aumentó.

El único lugar al que Jasper no podía seguirme era el baño de mujeres. La mayoría solían tener dos entradas, pero por lo general solían estar cerca la una de la otra. Mi primer plan, deslizarme detrás de otra persona para salir, nunca habría funcionado.

Pero aquella habitación… había estado allí antes. Me había perdido una vez, porque la otra salida estaba atravesando el baño y daba a un vestíbulo completamente distinto. Si lo hubiera planeado, no me habría salido mejor.

Ya me encontraba en el vestíbulo, corriendo hacia los ascensores. No estaría en el campo de visión de Jasper si este permanecía donde me había dicho que lo haría. No miré atrás mientras corría. Era mi única oportunidad, por lo que tendría que seguir corriendo incluso si él me perseguía. La gente se me quedaba viendo, pero no parecía demasiado sorprendida. Había mil razones para correr en un aeropuerto.

Me precipité hacia el ascensor —estaba casi lleno, pero era el que bajaba— y metí la mano entre las dos hojas de la puerta que se cerraba. Me acomodé entre los irritados pasajeros y me cercioré de que el botón de la planta que daba a la calle estuviera pulsado. Estaba encendido cuando las puertas se cerraron.

Salí disparada de nuevo en cuanto se abrieron, a pesar de los murmullos de enojo que se levantaron a mi espalda. Anduve con lentitud mientras pasaba al lado de los guardias de seguridad, apostados junto a la cinta transportadora, y me lancé a una carrera llena de tropiezos en cuanto avisté las puertas de salida. No tenía forma de saber si Jasper ya me estaba buscando. Solo dispondría de unos segundos si seguía mi olor. Estuve a punto de estrellarme contra los cristales cuando me lancé contra las puertas automáticas, que se abrieron con excesiva lentitud.

No había ni un solo taxi a la vista a lo largo del atestado bordillo de la acera.

No me quedaba tiempo. Alice y Jasper estarían a punto de descubrir mi fuga, si no lo habían hecho ya, y me localizarían en un abrir y cerrar de ojos.

El autobús blanco del servicio de un hotel acababa de cerrar las puertas a pocos pasos de donde me encontraba.

—¡Espere! —grité al tiempo que corría y le hacía señas al conductor.

—Este es el autobús del Hyatt —dijo el conductor, confundido, al abrir la puerta.

—Sí. Allí es a dónde voy —contesté con la respiración entrecortada, y subí los escalones de un salto.

Enarcó una ceja al verme sin equipaje, pero luego se encogió de hombros y no se molestó en hacerme más preguntas.

La mayoría de los asientos estaban vacíos. Me senté lo más alejada posible de los restantes viajeros y miré por la ventana, primero la acera y después al aeropuerto, que se iban empequeñeciendo a mi espalda. No pude evitar imaginarme a Edythe de pie, al borde de la calzada, en el lugar exacto donde se perdía mi pista.

«No puedes perder la compostura aún», me dije a mi misma. «Todavía te queda un largo camino por recorrer».

La suerte siguió sonriéndome. En frente al Hyatt, una pareja de aspecto fatigado estaba sacando la última maleta del maletero de un taxi. Me bajé del autobús de un salto e inmediatamente me lancé hacia el taxi y me introduje en el asiento de atrás. La cansada pareja y el conductor del autobús me miraron fijamente.

Le indiqué al sorprendido taxista la dirección de mi madre.

—Necesito llegar aquí lo más pronto posible.

—Pero esto está en Scottsdale —se quejó el hombre.

Arrojé cuatro billetes  de veinte sobre el asiento.

—¿Esto es suficiente?

—Sí, claro, chica, sin problema.

Me recliné sobre el asiento y crucé los brazos sobre el pecho. Mi ciudad pasaba rápidamente a mi lado, pero no me molesté ni en mirar por la ventanilla. Me debatía por mantener el control. No merecía la pena venirme abajo ahora, no solucionaría nada. Contra todo pronóstico, había conseguido escapar. Ahora estaba en mi mano hacer todo lo que fuera posible por salvar a mi madre. El camino estaba claro, y solo tenía que seguirlo.

Así pues, en lugar de eso cerré los ojos y pasé los veinte minutos de camino imaginando que estaba con Edythe en vez de dejarme llevar por el pánico.

Imaginé que me había quedado en el aeropuerto a la espera de su llegada. Visualicé cómo la habría esperado, de pie justo donde la línea indicaba que no se podía cruzar, para ser la primera persona que viera cuando saliera al largo vestíbulo. Ella avanzaría entre el gentío, que no podría evitar admirar su gracilidad. Recorrería a toda prisa los pocos metros que nos separaban, a velocidad muy poco humana, y me envolvería con sus brazos. Y no me molestaría lo más mínimo en ser precavida.

Me pregunté adónde habríamos ido. A algún lugar del norte, para que ella pudiera estar al aire libre durante día o quizá a algún paraje remoto en el que nos hubiéramos tumbado al sol, juntas otra vez. Me la imaginé en la playa, con su piel destellando como el mar. No me importaba cuánto tiempo tuviéramos que ocultarnos. Quedarme atrapada en una habitación de hotel con ella sería como estar en el paraíso, con la cantidad de cosas que aún quería que me contara. Podría estar hablando con ella para siempre, sin dormir nunca, sin separarme de ella jamás.

Vislumbré con tal claridad su rostro que casi podía oír su voz, y en ese momento, a pesar de todo y durante un segundo, me sentí feliz. Estaba tan inmersa en mi ensueño escapista que perdí la noción del tiempo transcurrido.

—Eh, ¿qué número me dijo?

La pregunta del taxista pinchó la burbuja de mi fantasía. El miedo que tan bien había controlado durante unos minutos volvió a apoderarse de mí.

—Cincuenta y ocho veintiuno —contesté con voz ahogada.

El taxista me miró, nervioso de que quizá me diera un ataque, o algo parecido.

—Entonces, hemos llegado.

El hombre estaba deseando que yo saliera del coche; probablemente, albergaba la esperanza de que no le pidiera el cambio.

—Gracias —susurré.

No hacía falta que me asustara, me recordé. La casa estaba vacía. Debía apresurarme. Mi madre me esperaba aterrada, tal vez incluso herida, sufriendo, y dependía de mí.

Subí corriendo hasta la puerta y me estiré con un gesto maquinal para tomar la llave de debajo del alero. El interior permanecía a oscuras y deshabitado, todo en orden. El olor de la casa me resultaba tan familiar que a punto estuvo de dejarme anulada. Tenía la sensación de que mi madre estaba muy cerca, en la habitación de al lado, aunque sabía que no era cierto.

Volé hacía el teléfono y encendí la luz de la cocina en el trayecto. En la pizarra blanca había un número de diez dígitos escrito a rotulador con caligrafía pequeña y esmerada. Pulsé los botones del teclado con precipitación y me equivoqué. Tuve que colgar y empezar de nuevo. En esta ocasión me concentré solo en las teclas, pulsándolas con cuidado, una por una. Lo hice correctamente. Sostuve el auricular en la oreja con mano temblorosa. Solo sonó una vez.

—Hola, Bella —contestó Joss con voz tranquila—. Lo has hecho muy deprisa. Estoy impresionada.

—¿Se encuentra bien mi madre?

—Está estupendamente. No te preocupes, Bella, no tengo nada contra ella. A menos que no vengas sola, claro —dijo esto con despreocupación, casi divertida.

—Estoy sola.

Nunca había estado más sola en toda mi vida.

—Muy bien. Ahora, dime, ¿conoces es estudio de ballet que se encuentra justo a la vuelta de la esquina de tu casa?

—Sí, se cómo llegar hasta allí.

—Bien, entonces te veré muy pronto.

Colgué.

Salí corriendo de la habitación y crucé la puerta hacia el calor matutino de la calle.

Casi podía ver a mi madre con el rabillo del ojo, de pie a la sombra del gran eucalipto donde solía jugar de niña; o arrodillada en un pequeño espacio no asfaltado junto al buzón de correos, un cementerio para todas las flores que había plantado. Los recuerdos eran mejores que cualquier realidad que hoy pudiera ver, pero, aun así, los aparté de mi mente rápidamente.

Me sentía torpe, como si corriera sobre arena mojada. Parecía incapaz de mantener el equilibrio sobre el cemento. Tropecé con mis propios pies varias veces, y en una ocasión me caí. Me hice varios rasguños en las manos cuando las apoyé en la acera para amortiguar la caída. Luego me tambaleé para volver a caerme. Finalmente conseguí llegar a la esquina. Ya solo me quedaba otra calle más. Corrí de nuevo, jadeando, con el rostro empapado de sudor. El sol me quemaba la piel; brillaba tanto que su intenso reflejo sobre el cemento blanco me cegaba.

Al doblar la última esquina y llegar a Cactus, pude ver el estudio de ballet, que conservaba el mismo aspecto exterior que recordaba. La plaza de estacionamiento de la parte delantera estaba vacía y las persianas de todas las ventanas, echadas. No podía correr más, me asfixiaba. El pánico me había dejado extenuada. El recuerdo de mi madre era lo único que, un paso tras otro, me mantenía en movimiento.

Al acercarme vi el letrero pegado por la parte interior de la puerta. Estaba escrito a mano en papel rosa oscuro: decía que el estudio de danza estaba cerrado por las vacaciones de primavera. Aferré el pomo y lo giré con cuidado. Estaba abierto. Me esforcé por contener el aliento y abrí la puerta.

El oscuro vestíbulo estaba vacío y su temperatura era fresca. Se podía oír el zumbido del aire acondicionado. Las sillas de plástico estaban apiladas contra la pared y la alfombra olía a humedad. El aula de danza orientada al este estaba a oscuras y podía verla a través de una ventana abierta con vistas a esa sala. El aula que daba al este, la habitación más grande, la que Alice había visto, estaba iluminada a pesar de tener las persianas echadas.

Se apoderó de mí un miedo tan fuerte que me quedé literalmente paralizada. Era incapaz de dar un solo paso.

Entonces, la voz de mi madre me llamó con el mismo tono de pánico e histeria.

—¿Bella? ¿Bella? —Me precipité hacia la puerta, hacia el sonido de su voz—. ¡Bella, me has asustado! —Continuó hablando mientras yo entraba corriendo en el aula de techos altos—. ¡No lo vuelvas a hacer nunca más!

Miré a mí alrededor, intentando descubrir de dónde venía su voz. Entonces la oí reír y me volví hacia el lugar de procedencia del sonido.

Y allí estaba ella, en la pantalla de la televisión, acariciándome el pelo con alivio. Era el Día de Acción de Gracias y yo tenía doce años. Habíamos ido a ver a mi abuela el año anterior a su muerte. Fuimos a la playa un día y me incliné demasiado desde el borde del embarcadero. Me había visto perder el equilibrio. «¿Bella? ¿Bella?», me había llamado ella, invadida por el pánico.

La pantalla del televisor se puso azul.

Me volví lentamente. Inmóvil, la rastreadora estaba de pie junto a la salida de emergencia, por eso no la había visto al principio. Sostenía en la mano el mando a distancia. Nos miramos la una a la otra durante un buen rato y entonces sonrió. Caminó hacia mí y pasó de largo a apenas unos metros. Depositó el mando al lado del vídeo. Giré sobre mí misma con cuidado para seguir sus movimientos.

—Lamento esto, Bella, pero ¿acaso no es mejor que tu madre no se haya visto implicada en este asunto? —dijo con voz amable.

De repente caí en la cuenta. Mi madre seguía a salvo en Florida. Nunca había oído mi mensaje. Los ojos rojo oscuro ahora fijos en mí jamás habían llegado a aterrorizarla. No le habían hecho daño. Estaba a salvo.

—Sí —contesté, con la voz quebrada por el alivio.

—No pareces enfadada porque te haya engañado.

—No lo estoy.

La euforia repentina me había insuflado coraje. ¿Qué importaba ya todo? Pronto habría terminado y nadie haría daño ni a Charlie ni a mamá, nunca tendrían que tener miedo. Me sentía casi mareada. La parte más racional de mi mente me avisó de que estaba a punto de derrumbarme a causa del estrés, pero la verdad es que perder la cabeza parecía una opción bastante lógica dado el contexto.

—¡Qué extraño! Lo piensas de verdad —sus ojos oscuros me miraron de arriba abajo. El iris de sus pupilas era casi negro, pero había una chispa de color rubí justo en el borde. Estaba sedienta—. He de conceder al extraño aquelarre suyo que ustedes, los humanos, pueden resultar bastante interesantes. Supongo que observarlos de cerca debe ser toda una atracción. Y lo extraño es que muchos de ustedes no parecen tener conciencia alguna de lo interesantes que son.

Se encontraba cerca de mí, con los brazos cruzados, mirándome con curiosidad. Ni la expresión ni la postura de Joss mostraban el menor indicio de amenaza. Tenía un aspecto muy corriente, no había nada destacable en sus facciones ni en su cuerpo, salvo la piel pálida y los ojos ojerosos a los que ya estaba acostumbrada. Vestía una camiseta azul claro de manga larga y unos vaqueros desgastados.

—Supongo que ahora vas a decirme que tus amigos te vengarán —aventuró casi esperanzada, o eso me pareció.

—Les he pedido que no lo hagan.

—¿Y qué le ha parecido esto a tu amada?

—No lo sé —resultaba extrañamente sencillo conversar con ella—. Le dejé una carta.

—¿Una carta? ¡Qué romántico! —la voz se endureció un poco cuando añadió un punto de sarcasmo al tono educado—. ¿Y crees que te hará caso?

—Eso espero.

—Hmm. Bueno, en tal caso, tenemos expectativas distintas. Como ves, esto ha sido demasiado fácil, demasiado rápido. Para serte sincera, me siento decepcionada. Esperaba un desafío mucho mayor. Y, después de todo, solo he necesitado un poco de suerte.

Esperé en silencio.

—Hice que Víctor averiguara más cosas sobre ti cuando no consiguió atrapar a tu padre. ¿Qué sentido tenía darte caza por todo el planeta cuando podía esperar cómodamente en un lugar de mi elección? Después de que Víctor me proporcionara la información que necesitaba, decidí venir a Phoenix para hacer una visita a tu madre. Te había oído decir que volvías a casa. Al principio, ni se me ocurrió que lo dijeras enserio, pero luego estuve pensando. ¡Qué predecibles que son los humanos! Les gusta estar en un entorno conocido.

»¿Acaso no sería una estratagema perfecta que, si te persiguiéramos, acudieras al último lugar en el que debías estar, es decir, a donde habías dicho que ibas a ir?

»Pero claro, no estaba segura, solo era una corazonada. Habitualmente las suelo tener sobre las presas que cazo, un sexto sentido, por llamarlo así. Escuché tu mensaje cuando entré en casa de tu madre, pero claro, no podía estar segura del lugar desde el que llamabas. Era útil tener tu número, pero por lo que yo sabía, lo mismo podías estar en la Antártida; y el truco no funcionaría a menos que estuvieras cerca.

»Entonces tus amigos tomaron un avión a Phoenix. Víctor los estaba vigilando, naturalmente; no podía actuar sola en un juego con tantos jugadores. Y así fue como me confirmaron lo que yo ya barruntaba, que te encontrabas aquí. Ya estaba preparada; había visto tus enternecedores videos familiares, por lo que solo era cuestión de marcarse el engaño.

»Demasiado fácil, como ves. En realidad, nada que esté a mi altura. En fin, espero que te equivoques con la chica. Se llama Edythe, ¿verdad?

No contesté. Mi sensación de valentía me abandonaba por momentos. Me di cuenta de que estaba a punto de terminar su monologo, que me parecía carente de sentido. ¿Por qué se molestaba en explicármelo? ¿Qué gloria había en abatir a una débil humana? Yo no sentía la necesidad de pavonearme de todas las hamburguesas con queso a las que había sometido en mi vida.

—¿Te molestaría mucho que también yo le dejara una cartita a tu Edythe?

Dio un paso atrás y pulso algo en una videocámara del tamaño de la palma de la mano, equilibrada cuidadosamente en lo alto del aparato de música. Una diminuta luz roja indico que ya estaba grabando. La ajustó un par de veces, ampliando el encuadre.

—Dudo de que se vaya a resistir a darme caza después de que vea esto.

Aquello explicaba que se regodease tanto: nada de eso iba dirigido a mí.

Clave los ojos en el objetivo.

Mi madre estaba a salvo, pero Edythe no. Intenté pensar en algo, en cualquier cosa que pudiera evitar que aquello sucediera, que aquel video llegara a sus manos, pero sabía que nunca sería lo suficientemente rápida como para alcanzar la cámara antes de que la rastreadora me detuviera.

—Aunque podría estar equivocada acerca de su nivel de interés —prosiguió Joss—. A la vista está que no eres lo suficientemente importante como para que ella decidiera quedarse contigo, así que tendré que hacer que esto resulte bastante ofensivo para provocarla, ¿no crees? —me sonrió y luego dirigió la sonrisa hacia la cámara.

Dio un paso hacia mí.

—Antes de que empecemos…

Sabía que iba a morir. Pensaba estar ya mentalizada para ello. No había contemplado ninguna otra opción más que aquella: me mataría, bebería mi sangre, y sería el fin.

Pero parecía que, después de todo, sí que había otra alternativa.

Me sentía entumecida, paralizada.

—Te voy a contar una historia, Bella. Una vez, hace muchos años, se me escapó una presa. Es sorprendente, ¡lo sé! Solo me ha sucedido una vez, así que te puedes imaginar lo mucho que me dolió. En muchos aspectos, era una situación muy parecida a esta. Había una deliciosa chica humana, que olía incluso mejor que tú, sin ánimo de ofender, y a la que protegía un único vampiro. Debería haber sido un almuerzo fácil. Sin embargo, menosprecié al protector de la chica. Cuando aquel vampiro supo que iba detrás de su amiguita, la rapto del sanatorio mental donde él trabajaba. ¿Te puedes imaginar el nivel de degradación? ¿Tener un empleo humano para poder comer? —Joss sacudió la cabeza con incredulidad—. Pero, como iba diciendo, la liberó del sanatorio y, una vez libre, la puso a salvo. La chica era muy importante para él, pero es que era una jovencita muy especial. Cien años antes la habrían quemado en la hoguera por sus visiones, pero en el siglo XIX te llevaban al psiquiátrico y te administraban tratamientos de electrochoque. La pobre chica ni siquiera pareció notar el dolor de su transformación. Cuando abrió los ojos fue como si nunca antes hubiera visto el sol. El viejo vampiro la convirtió en una nueva y poderosa vampira, pero entonces yo ya no tenía ningún aliciente para tocarla, ya no había sangre que disfrutar —suspiró—. En venganza, mate al vampiro.

—Alice —dije en voz baja.

—Sí, tú amiga. Me sorprendió muchísimo verla en el claro. Por eso te he contado  mi historia, para que tus amigos se consuelen. Yo te tengo a ti, y ellos la tienen a ella. Mi única presa perdida, todo un honor, la verdad.

»Aun lamento no haber podido probarla…

Dio otro paso en mi dirección. Ahora estaba a poca distancia. Inclino el rostro para acercarlo al mío, poniéndose de puntillas para poder rozar con su nariz el costado de mi cuello. El tacto de su piel gélida me provocó ganas de encogerme, pero no podía moverme.

—Supongo que valdrás —declaro—. Pero aún no. Antes nos divertiremos un poco, y telefonearé a tus amigos para decirles dónde te pueden encontrar, a ti y a mi mensajito.

Seguía sintiéndome entumecida. Lo único que podía notar era mi estómago, que se retorcía de las náuseas. Mire la cámara, y fue como si Edythe ya estuviera viendo todo aquello.

La cazadora retrocedió un paso y empezó a dar vueltas en torno a mí con gesto indiferente, como si quisiera obtener la mejor vista posible de una estatua en un museo. Su rostro seguía siendo amable mientras decidía por dónde empezar. Y entonces su sonrisa se ensancho más y más hasta que su boca se convirtió en una hendidura llena de dientes. Se agazapo en posición de ataque.

Todo sucedió tan deprisa que no fui capaz de distinguir con que parte de su cuerpo me atacaba. Se convirtió en una mancha borrosa, oí un sonoro chasquido y de repente mi brazo derecho colgó desmadejado del codo, como si ya no estuviera conectado con él. Lo último que sentí fue el dolor, que atravesó mi brazo un segundo más tarde.

La cazadora me observaba de nuevo, pero su rostro no había recobrado la normalidad; seguía siendo toda dientes. Espero a que el dolor me golpeara y observó cómo jadeaba y me encogía alrededor del brazo roto.

Antes incluso de poder llegar a sentir aquel primer dolor en toda su plenitud, mientras aún se estaba formando, volvió a tornarse borrosa y, con una nueva serie de chasquidos, algo me estrello de espaldas contra la pared. La barra se rompió detrás de mí y los espejos se resquebrajaron.

Un extraño quejido, casi animal, se escapó de entre mis dientes. Intente aspirar una nueva bocanada de aliento, pero fue como si una docena de cuchillos me apuñalara los pulmones.

—Esto hará un efecto muy bonito, ¿no te parece? —dijo, con el rostro de nuevo amable. Toco una de esas líneas de la tela de araña que surgían del lugar en la pared de espejos contra la que había impactado—. En cuanto vi esta habitación, supe que era el escenario perfecto para mi película. Tiene un gran dinamismo visual. Y muchísimos ángulos. No querría que Edythe se perdiera ni un solo detalle.

No la vi moverse, pero se produjo otro leve crujido, y un dolor punzante empezó a trepar por el índice de mi mano izquierda.

—Y aún sigue en pie —dijo, y luego rio.

El siguiente chasquido fue mucho más potente, como una explosión amortiguada. Tuve la sensación de que la habitación volaba a mí alrededor, como si estuviera cayendo por un agujero. No tenía suficiente aire, no conseguía llenarme los pulmones. Un extraño gruñido ahogado pareció surgir de lo más hondo de mi pecho.

Mi cuerpo expulso automáticamente  el vómito para permitirme respirar, aunque cada vez que tomaba aliento era como si me estuvieran arrancando las vísceras. El dolor del brazo roto era un latido subliminal: mi pierna era ahora el centro de toda mi atención. El dolor seguía aumentando. Me desplome torpemente en el suelo, en un charco de mi propio vómito, incapaz de mover un solo miembro

Ella ahora estaba de rodillas junto a mi cabeza, y la luz roja de la cámara parpadeaba en su mano.

—Es momento de sacar un primer plano, Bella.

Yo volví a expulsar bilis por la garganta, con un sonido silbante.

—Bueno, lo que quiero ahora es una pequeña rectificación. ¿Podrías hacerme ese favor? Si accedes, acelerare un poco las cosas. ¿Te parece un trato justo?

Mis ojos eran incapaces de enfocar su rostro, y la parpadeante luz roja me cegaba.

—Solo tienes que decirle a Edythe lo mucho que duele —me coacciono—. Decirle que quieres venganza, que te la mereces. Fue ella quien te metió en todo esto. En realidad, es ella quien te está haciendo daño en este momento. Intenta que se lo crea.

Se me cerraron los ojos.

Ella me levanto la cabeza con una delicadeza asombrosa, aunque la tortura que me suponía moverme hizo eco en mis brazos y mis costillas.

—Bella —dijo con suavidad, como si estuviera durmiendo y ella tratara de despertarme—. ¿Bella? Puedes hacerlo. Dile a Edythe que venga por mí.

Me zarandeo levemente, y un sonido parecido a un suspiro se escapó de mis pulmones.

—Bella, cielo, todavía te quedan un montón de huesos, y los más grandes se pueden romper por muchos sitios. Haz lo que te pido, por favor.

Mire su rostro desenfocado. La oferta que me estaba haciendo no era real. Nada de lo que dijera podría salvarme. Y había mucho en juego.

Con mucho cuidado, negué con la cabeza una única vez. Con suerte, Edythe sabría interpretarlo.

—No quiere gritar —dijo con una suave vocecilla cantarina—. ¿Deberíamos hacerla gritar?

Aguarde el siguiente chasquido.

En cambio me levanto con mucha delicadeza el brazo sano y se llevó mi mano a los labios. La sensación que experimente a continuación apenas podía calificarse de un dolor en comparación con el resto. Me podría haber arrancado el dedo si hubiera querido, pero simplemente me lo rozo. Sus dientes ni siquiera penetraron demasiado.

Apenas reaccione, pero ella se incorporó de un salto y se dio media vuelta. Mi cabeza golpeo contra el suelo y mis costillas rotas aullaron. La observe, extrañamente distanciada de toda la situación mientras ella caminaba lentamente hacia el fondo de la estancia, sacudiendo la cabeza de adelante atrás. Dejo la cámara, aun encendida, junto a mi cabeza.

La primera consecuencia de lo que acababa de suceder fue el calor: el dedo me ardía. Me sorprendió ser capaz de sentirlo a pesar de todas las demás lesiones. Pero entonces recordé la historia de Carlisle. Sabía que el proceso había comenzado. No me quedaba mucho tiempo.

Ella seguía intentando calmarse: el problema era la sangre. Tenía parte de mi sangre en su boca, pero todavía no quería matarme, así que debía sobreponerse al frenesí. Estaba distraída, pero no me costaría mucho llamar su atención.

El calor aumentaba muy deprisa. Intente ignorarlo, hacer caso omiso de las puñaladas en mi pecho. Estire la mano y alcance la cámara. La levante todo lo que pude y la arroje contra el suelo para estrellarla.

Y, entonces, volé de espaldas hacia los espejos rotos. Los cristales se me clavaron en los hombros, en el cuero cabelludo. Sentí como si todos mis huesos rotos volvieran a quebrarse a causa del impacto.

Pero ese no fue el motivo por el que grite.

El dedo que me había mordido ardía, las llamas explotaban en la palma. El calor que subía por mi muñeca era abrasador. Era un fuego mucho más ardiente que el propio fuego, un dolor que superaba cualquier clase de dolor.

El resto era insignificante. Los huesos rotos no me dolían. No tanto como aquello.

El grito sonó como si procediera de algún lugar externo a mi cuerpo, era un aullido sostenido que, de nuevo, tenía tintes animales.

Tenía los ojos concentrados en la rastreadora, muy abiertos, y vi la luz roja parpadeando en su mano. Había sido demasiado rápida, y yo había fallado.

Pero ya me daba igual.

La sangre me corría por el brazo, derramándose en un charco debajo del codo.

La rastreadora agito las aletas de la nariz con ojos salvajes mostrando los dientes. Mi sangre goteaba por el suelo, pero era incapaz de escuchar el sonido por debajo de los gritos. Aquel era mi último atisbo de esperanza. Ahora no iba a poder contenerse. Tendría que matarme. Al fin.

Abrió una boca gigantesca.

Y yo aguarde, aullando de dolor.




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